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Bajo la noche eterna – Veronica Rossi

PERRY siguió el rastro de su olor, moviéndose ágilmente en la oscuridad. No reducía el paso ni para escrutar el bosque en penumbra, a pesar de que el corazón le martilleaba en el pecho. Rugido le había contado que ella había vuelto al exterior, le había entregado incluso una violeta a modo de prueba, pero Perry se negaba creerlo hasta que la viera. Llegó a un montículo formado por rocas y soltó el arco, las flechas y el macuto. Empezó a ascender saltando de piedra en piedra, hasta llegar a lo más alto. El cielo estaba encapotado: un espeso manto de nubes resplandecía suavemente a la luz del éter. Oteó las colinas onduladas, y su mirada se posó en una lengua de tierra desierta. Calcinada, gris, era una cicatriz dejada por las tormentas de invierno. Gran parte de su territorio, a dos días de viaje hacia el oeste, presentaba el mismo aspecto. Perry sintió que se le agarrotaban los músculos cuando divisó el penacho de una hoguera en la distancia. Aspiró hondo, y traído por una ráfaga de viento frío llegó hasta él el aroma del humo. Tenía que ser ella. Estaba cerca. —¿Ves algo? —preguntó Arrecife. Su acompañante se encontraba abajo, a unos cinco metros. El sudor le resbalaba por la piel morena, recorría la cicatriz que, desde la base de la nariz, ascendía hasta encima de una oreja, dividiendo en dos su mejilla. Respiraba pesadamente. Hacía apenas unos meses eran unos perfectos desconocidos. Ahora, Arrecife era el jefe de su guardia, y casi nunca se separaba de su lado. Perry descendió y se plantó junto a él de un salto, posándose sobre una placa de nieve medio derretida, que crujió bajo su peso. —Al este. Está a una milla. Tal vez menos. Arrecife se pasó la manga por la cara, retirándose las trenzas y secándose el sudor. Normalmente no le costaba seguirle el ritmo, pero aquellos dos días a paso ligero habían puesto en evidencia los diez años que los separaban.


—Y dices que ella puede ayudarnos a encontrar el Azul Perpetuo. —Nos ayudará —dijo Perry—. Te lo dije, sí. Ella necesita encontrarlo tanto como nosotros. Arrecife se acercó mucho a Perry, y entrecerró los ojos. —Sí, eso es lo que me dijiste. —Ladeó la cabeza y aspiró hondo, en un gesto descarado, animal. Él no disimulaba su Sentido, como sí hacía Perry—. Pero no es por eso por lo que hemos venido a buscarla —dijo. Perry no era capaz de leer sus propios estados de ánimo, pero imaginaba cuáles eran los aromas que Arrecife había captado. Un ansia verde, afilada, viva. Un deseo denso, primario. Arrecife también era esciro. Sabía exactamente cómo se sentía Perry en ese instante, muy poco antes de ver a Aria. Los olores no engañaban nunca. —Es una de las razones —replicó, a la defensiva. Recogió sus cosas y se las cargó al hombro con un gesto brusco, impaciente—. Acampa aquí, con los demás. Yo estaré de vuelta al amanecer. — Se volvió para irse. —¿Al amanecer, Perry? ¿Crees que los Mareas quieren perder a otro Señor de la Sangre? Perry se detuvo en seco y lo miró fijamente una vez más. —He estado solo por aquí fuera cientos de veces. Arrecife asintió. —Claro. Como cazador.

—Sacó el pellejo con el agua de su macuto, parsimoniosamente, sin darle importancia, a pesar de que todavía le faltaba el aire—. Pero ahora eres algo más que un simple cazador. Perry clavó la vista en el bosque. Brizna y Tallo estaban ahí fuera, escuchando, anticipándose al peligro. Llevaban protegiéndolo desde que había salido de su territorio. Arrecife tenía razón. Allí, en las tierras fronterizas, la única regla era la supervivencia. Sin su guardia, su vida podía correr peligro. Perry soltó el aire despacio, al tiempo que se desvanecía su esperanza de pasar una noche a solas con Aria. Arrecife tapó el pellejo con el tapón de corcho. —¿Y bien? ¿Qué es lo que ordena mi señor? Perry meneó la cabeza al oír aquella solicitud formal, que era la manera que tenía Arrecife de recordarle cuáles eran sus responsabilidades. Como si fuera tan fácil olvidarlas. —Tu señor se ausentará solo una hora —dijo, poniéndose en marcha. —Peregrino. Espera. Tienes que… —Una hora —repitió, sin volverse a mirarlo. Fuera lo que fuese lo que Arrecife quería, tendría que esperar. Cuando estuvo seguro de que Arrecife no le seguía, agarró con fuerza el carcaj y echó a correr. Percibía destellos fugaces de olores a medida que se abría paso entre los árboles. El olor denso, prometedor, a tierra mojada. El humo de la hoguera de Aria. Y su perfume a violeta, dulce, único. Perry se recreaba en el dolor que sentía en las piernas, en el aire frío que penetraba en sus pulmones. El invierno era tiempo de permanecer en un lugar, pues las tormentas de éter sembraban la destrucción, y él llevaba demasiados meses sin salir a campo abierto, desde que había llevado a Aria a la Cápsula de los Residentes en busca de su madre. No había dejado de decirse que ella había vuelto al lugar que le correspondía, con su gente, y que él debía ocuparse de su propia tribu.

Pero entonces, hacía unos días, Rugido se había presentado en el recinto con Tizón y le había revelado que Aria estaba fuera. Desde aquel momento solo había pensado en volver a estar con ella. Perry descendió por una pendiente mullida de hierba nueva y lluvia reciente, peinando el bosque. Bajo los árboles, la oscuridad era mayor, la luz del éter se filtraba con suavidad bajo su manto, pero sus ojos con visión nocturna perfilaban con gran detalle cada hoja y cada rama. A cada paso, el olor del fuego de campo de Aria se intensificaba. A su mente regresó un instante el recuerdo de cuando ella, silenciosa como una sombra, se acercó a él y le besó en la mejilla. No consiguió evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios. Más adelante descubrió algo que se movía, un borrón entre los árboles. Aria apareció en su campo de visión. Ágil. Silenciosa. Concentrada en la observación de la zona. Al descubrirlo, abrió mucho los ojos, sorprendida, pero siguió andando al mismo ritmo, lo mismo que él, que soltó la cosas que llevaba, sin importarle dónde pudieran caer, y siguió corriendo. No supo bien cómo, pero al instante Aria estaba pegada contra su pecho y él la rodeaba con los brazos. La estrechó con fuerza. —Te he echado de menos —le susurró al oído. No la soltaba—. No debería haberte dejado marchar. Te he añorado tanto… Las palabras brotaban de él a trompicones. Dijo más de diez cosas que no debería haber dicho, hasta que ella se retiró un poco y le sonrió. Y entonces Perry ya no pudo seguir hablando. Se fijó en los arcos de sus cejas, negras como sus cabellos, y en la inteligencia dibujada en sus ojos grises. De piel blanca y líneas bien perfiladas, era hermosa. Más incluso de lo que recordaba. —Estás aquí —dijo ella—.

No estaba segura de si vendrías. —Salí hacia aquí tan pronto como… Sin darle tiempo a terminar la frase, Aria le rodeó el cuello con los brazos, y se dieron un beso torpe, apresurado. A los dos les faltaba el aire. Y sonreían demasiado. Perry quería ir más despacio, saborearlo todo, pero no encontraba en sí mismo ni un atisbo de paciencia. Y no se dio cuenta de si fue él el primero en echarse a reír, o si fue ella. —Lo sé hacer mucho mejor —se justificó, casi al tiempo que ella le decía:

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