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Azul Capitana – Maria Fornet

«Loca», grita mi imagen desde el espejo. «Loca», me dice. Y yo lo oigo alto y claro desde mi asiento de atrás, pues es a mí a quien habla. «Estás loca», dice. «Lo sabes tú y lo saben todos. Y si sales del coche lo vuelves a perder todo, y ya nadie te quiere, y estás otra vez sola.» —Venga, baja. No nos lo pongas más difícil. Enderezo el cuello y ofrezco mi expresión más cuerda, la más ajustada. —No hace falta que hagamos esto, papá. —Déjate de historias —me dice mientras trata de abrir la puerta. Dejo abierta una ranura en la parte alta de la ventanilla, desde donde papá no tiene acceso al cerrojo. —Podemos ir a aquella tienda de bolsos que tanto te gusta en Selfridges, mamá. —Y aunque mamá hace ya rato que mira al vacío, yo sigo creyendo que esta vez la puedo traer de vuelta, siempre sigo creyéndolo—. ¿Te acuerdas de la última vez que fuimos? Venga, papá. Selfridges no debe de quedar tan lejos. —Abre la puerta, Alejandra. Tira dos veces del pomo desde afuera. La primera, con fuerza. La segunda, con esa expresión que tanto me encrespa. Le pido tiempo, pero dice que ya está, que no más tiempo. «No tenemos todo el día», me dice. Y yo entonces imagino qué tendrán planeado hacer después. Me dejarán allí, como ya hicieron otras veces pero en otros sitios, y yo lloraré tres días, callaré otros tres y esperaré después. Esperaré a curar, a sentir de nuevo, a encontrarle la forma a lo que no la tiene.


Ellos partirán en coche y dejarán atrás un reguero de humo y vergüenza, que no de remordimiento ni de pena, y aprovecharán la tarde para comprar trajes de chaqueta para mi padre, que mi madre escogerá con cuidado mientras dependientas de piel encerada y brillante flirtean con él cuando ella no mira, o hace como la que no mira. Después pararán a ver anillos, y ella olvidará lo que quiso no ver solo un rato antes, y papá comprará el que ella pida, porque tan pocas veces sonríe que, cuando lo hace, vale más que el anillo más caro, vale más que todos los anillos más caros juntos. —¿Y si vamos a Victoria a merendar a Peggy Porschen? —Papá arquea una ceja, y yo sé bien que he tocado un nervio—. Un cupcake de caramelo con sal para ti, papi, y el de chocolate para mamá. Y para mí… Mis reticencias me delatan. Ni siquiera en este desfile de falsedades me veo capaz de pronunciar las palabras mágicas. Con tanta facilidad hilo historias que aún me cuesta entender por qué con esto no puedo. Ni en la imaginación puedo. —¿Y para ti cuál, Alejandra? —me reta papá—. Para ti el que lleva el frosting de queso, o el de fresas y champán. O mejor, mucho mejor —dice con voz más grave—: el de galletas con nata. ¿Ese? Me busca con los ojos a través del cristal, pero yo ya no quiero jugar, y he cruzado los brazos sobre mi pecho, o sobre lo que un día fue mi pecho, o sobre lo que de alguna manera debiera serlo a estas alturas. Pero no hay nada femenino o maternal en mí. Qué digo maternal, no hay nada adulto. Casi no queda nada humano. Levanto un poco los hombros para hundir el cuello y ver a mamá, quien descansa apoyada en el capó del coche, aún contemplando el infinito, quizá lanzando al viento un porqué. O quizá soy yo la que quiere pensar eso y en realidad ella solo respira. Tal vez tenga los ojos lejos y su mente descanse sobre la encimera de nuestra cocina de Sotogrande, sobre aquella tabla en la que juntas cortábamos la fruta para disfrutarla en el porche entre todas después. Esa encimera en la que por última vez fuimos felices hace ya más de quince años. —No me hagas perder la paciencia. —No le hagas perder la paciencia —dice mamá haciendo eco, casi en silencio, de papá. Solo una pequeña maleta traigo. Nunca me dejan traer más. «No lo necesitas, aquí tenemos de todo», me engañan siempre. Pero esa es solo la primera de las muchas estupideces que tendré que escuchar cada día aquí.

Puedo recitarlas sin mucho esfuerzo: «Te vas a poner mejor», «te vas a alegrar de haber venido», «hoy tienes buena cara», o mejor, mi favorita: «vas a conocer a gente estupenda». Gente estupenda, cuánto cinismo. Aquí, donde la locura toma una dimensión real, donde alcanza cotas más propias de otras ligas, incluso para mí. Para mí, que estoy loca, pero mucho menos loca que toda la panda de desgraciados con la que me tengo que codear en estos centros. Uno entra loco por estas puertas, no diré yo que no, pero salir, sale loquísimo. —Este sitio va a ser diferente —dice mamá, quien parece verme pero en realidad solo me mira —. Catalina, la sobrina de Belén, volvió nueva aquel verano después de venir aquí. Perdió el tono verdoso que siempre llevaba pegado a la piel y, cuando la vieron, la gente pronto se olvidó de la historia. Papá la observa mientras ella enhebra palabras unas con otras. Con estilo y elegancia, con esa languidez tan poco ensayada que tanto hubiera deseado heredar de ella. Y quizá, solo quizá, entonces mi padre podría verme a mí también. —Haz caso a tu madre, hija. Esto es lo mejor para todos y, en el fondo, tú también lo sabes — prueba mi padre, al que nunca se le dieron bien la diplomacia ni las negociaciones blandas. —Lo mejor para ti, papá. Dilo claro: esto es lo mejor para ti. —Estoy cansado de discutir, Alejandra. Estoy cansado de peleas. Mira a tu madre. Solo mírala. No puede más. Si no es por mí, hazlo por ella. Sal del coche —dice mientras tira una vez más del pomo—. ¡¡Sal del puto coche, Alejandra, por el amor de Dios!! Aunque contemplo aceptar la derrota, una parte muy animal en mí se resiste al cautiverio. Otra vez no, por favor. Recalculo mis opciones mientras escucho los gritos de mi padre al fondo.

Mi madre ha encendido uno de sus largos cigarrillos mentolados, y el olor se cuela en la cabina por el hueco que dejé entreabierto. De un salto, alcanzo el teléfono de la guantera. Noto la pequeñez de mi cuerpo al pasar por entre los asientos delanteros, pero el tacto de la tapicería alrededor de mis costillas solo me refuerza en mis intenciones. 999, marco. A mi padre no le hace falta ver, porque ya se conoce la película. Aporrea con sus nudillos hasta que el cristal cruje, y mira a mi madre en busca de una complicidad que no tienen. Ella apaga el cigarro con la punta de sus tacones grises, esos de suela roja que tanto me gustan y que compramos en aquella visita que hicimos a tía Constanza en Nueva York. Después camina hacia adentro del recinto con parsimonia, ajena al espectáculo dantesco al que vivimos acostumbrados. A ella el agua nunca le cala la ropa. «Me quieren retener contra mi voluntad», explico al oficial por teléfono. Me pide santo y seña, y yo doy una localización vaga e imprecisa, pues aunque no es la primera vez que vengo a Londres, las veces anteriores en la ciudad tuvieron un tono bien diferente. Muy diferente. Lejos me quedan los años de despilfarro y conversaciones livianas de paseo por Regent Street, tirando de tarjeta en cada local en el que nos colábamos, en cada tienda con la que tropezábamos. Pero nada era suficiente. Nunca nada llegó a ser suficiente. «Dime qué ves», me dice la voz al otro lado de la línea, y yo trato de bajarle el volumen a los porrazos que da mi padre contra el coche para concentrarme en mis otros sentidos. «Esta zona está desierta, agente. No veo a nadie. Hay verde, mucho verde. Y allí al fondo hay un gran lago. Es lo único que veo». Pero, por no faltar a la costumbre, lo que digo es mentira. O más bien, es una media mentira, y acaso esas son mi especialidad. Lo cierto es que veo más, mucho más. Estamos rodeados de árboles y césped, y la gente que anda por la periferia del edificio lleva bata blanca y la misma careta de siempre.

Para mí no son nadie, de ahí que sea media verdad. A veces me pregunto si el personal es secretamente trasladado de cada casa en la que interno a la siguiente. Trasladan también con ellos el olor a enfermedad, que rocían en las habitaciones antes de que los pacientes entremos para facilitarnos la identificación con nuestros nuevos roles. Nos ayudan así a desprendernos de la poca dignidad con la que ingresamos. Qué vida tan miserable la del que acaba por encontrar su vocación en semejante antro. «Un momento», le pido al policía. Algo ha cambiado. De repente ya no hay ruido afuera. Mi padre tiene los brazos cruzados, apretados sobre su orondo cuerpo, mientras mi madre camina de vuelta con la barbilla ligeramente ladeada y su bolso de Carolina Herrera enganchado al brazo. De su lado, una bata blanca. El mismo de siempre, o la misma, porque también de sexo carecen. Sonríe al llegar al coche y comenta algo que no escucho. Mi padre le da la mano y yo río porque su acento es terrible, siempre lo ha sido. La gente de su categoría no necesita hablar inglés, o eso suele decir él. Los miro divertida, y la bata blanca se dirige entonces a mí:

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