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Aventuras de un Niño Irlandés – Jules Verne

Un joven huérfano supera la adversidad a medida que va creciendo. Así, empieza su propio negocio con la ayuda de otro huérfano, cuya vida había salvado. Verne comienza a contar las aventuras e historias de este muchacho desde que era pequeño hasta que se establece y triunfa a la edad de quince años.


 

EN EL FONDO DE CONNAUGHT IRLANDA, cuya superficie comprende veinte millones de acres, o sea unos diez millones de hectáreas, está gobernada por un virrey, asistido de un Consejo privado, en virtud de una delegación del soberano de Gran Bretaña. Está dividida en cuatro provincias: Leinster al este, Munster al sur, Connaught al oeste y Ulster al norte. El Reino Unido no formaba antes más que una sola isla, según los historiadores. Ahora son dos y más separadas por la diferencia de costumbres que por las barreras físicas. Los irlandeses amigos de Francia son enemigos de Inglaterra como el primer día. Irlanda es un hermoso país para los turistas, pero un triste país para sus habitantes. Como éstos no pueden fecundarla, ella no les puede alimentar, sobre todo en la parte del norte. No es, sin embargo, una tierra estéril, puesto que cuenta por millones sus hijos, y si no tiene alimento para ellos, sus hijos la aman con pasión. Prodíganle los más cariñosos nombres. Erin Verde, y verde es, en efecto. Bella Esmeralda, una esmeralda engarzada en granito en vez de en oro… Isla de los Bosques… pero es más bien de las rocas. Tierra de la Canción, pero esta canción sólo se escapa de bocas enfermas. Primera flor de la Tierra, Primera flor de los Mares, pero estas flores se secan pronto al soplo de los vendavales… ¡Pobre Irlanda! Debería llamarse más bien Isla de la Miseria, nombre que debería llevar desde muchos siglos atrás: tres millones de indigentes en una población de ocho millones de habitantes. En esta Irlanda, cuya altura media es de sesenta y cinco toesas, dos altas regiones separan las llanuras, lagos y hornagueras, entre la bahía de Dublín y la de Galway. La isla forma una especie de cubeta, donde jamás falta el agua, puesto que la unión de los lagos de Erin Verde comprende unos dos mil trescientos kilómetros cuadrados. Westport, pequeña ciudad de la provincia de Connaught, está situada en el fondo de la bahía de Clew, sembrada de trescientas sesenta y cinco islas o islotes como el Morbihan de las costas de Gran Bretaña. Esta bahía es una de las más encantadoras del litoral, con sus promontorios, sus cabos y sus puentes dispuestos como dientes de tiburones que muerden las olas. En este punto vamos a encontrar a Hormiguita, al principio de su historia. Se verá cómo y cuándo terminó. Los naturales de este pueblo, unos cincuenta mil habitantes, es en gran parte católica. Aquel día, un domingo precisamente, 17 de junio de 1876, la may oría de los habitantes estaba en la iglesia para los oficios de la mañana. El Connaught, tierra de origen de los MacMahon, produce esos tipos célticos por excelencia que se conservan en las familias primitivas atacadas por la persecución.


Pero aquel miserable país no justifica lo que se dice comúnmente de él Ir a Connaught, es ir al infierno. En los pueblos de la alta Irlanda hay mucha pobreza, y sin embargo hay trapos que lucen en las fiestas. Los hombres llevan la capa remendada; las mujeres visten faldas sobrepuestas, y se cubren con sombreros con flores artificiales de las que no queda más que el armazón de alambre. Todos llegan con los pies desnudos al umbral de la iglesia a fin de no estropear su calzado: botines de suela rota y botas destrozadas, sin las que ninguno querría franquear el pórtico del templo. En aquel momento, no había nadie en las calles de Westport, excepto un individuo que iba en una carreta arrastrada por un perrazo delgado y sin lana, negro y feo, con las patas destrozadas por los guijarros, y el pelo deslucido por la cuerda. —¡Muñecos reales! ¡Muñecos! —gritaba aquel hombre. Viene de Castlebar. Dirigiéndose hacia el oeste ha atravesado esas alturas que hacen frente a la mar como la may or parte de las montañas de Irlanda: al norte, la cadena del Nephin, con su cima de dos mil quinientos pies, y al sur el CroaghPatrick, donde el gran santo irlandés, el introductor del cristianismo en el siglo IV, pasaba los cuarenta días de la cuaresma; después ha descendido por los peligrosos desfiladeros de Connemara, las salvajes regiones de los lagos Mask y Corril que desembocan en Clew-Bay. No ha tomado el ferrocarril de Midland Great-Western que pone a Westport en comunicación con Dublín, sino que ha bajado por el camino franco gritando por todas partes y pregonando su espectáculo de muñecos, y pegando latigazos al perro, que ya no puede más. Un feroz ladrido de dolor responde al latigazo lanzado por una mano vigorosa, y alguna vez una especie de gemido sale del interior de la carreta. Y después de que el hombre haya dicho al animal: —¡Andarás, hijo de perra! —parece que se dirige a otro oculto en el fondo de la carreta cuando grita: —¡Callarás tú, hijo de perro! El gemido cesa. Y la carreta se pone de nuevo lentamente en marcha. Este hombre se llama Thornpipe: ¿De qué país es? Poco importa. Baste saber que es uno de esos anglosajones que las islas Británicas producen en las clases bajas. No tiene más sensibilidad que una bestia, ni más corazón que una roca. Desde que llegó a las primeras viviendas de Westport siguió la calle principal, rodeada de casas bastante confortables con tiendas de pomposos letreros, pero donde poco se encontraba que comprar. En esta calle desembocan callejuelas sórdidas como arroyos fangosos que se arrojan en un limpio río. Sobre los agudos guijarros de que está empedrada la calle, la carreta de Thornpipe marchaba con ruido de herraje, con detrimento sin duda de los muñecos, que llevaba para solaz de los habitantes de las poblaciones de Connaught. Faltaba el público. Thornpipe continuó descendiendo, y llegó a una calle arbolada, ante la que se extendía un parque cuy a alameda conducía al puerto abierto sobre la bahía de Clew. No es preciso decir que ciudad, puerto, parque, calles, puentes, iglesias, casas, todo pertenecía a uno de esos opulentos landlords que poseen casi todo el suelo de Irlanda, al marqués de Sligo, de pura y antigua nobleza, el que no era un mal dueño a los ojos de sus colonos. A los veinte pasos, Thornpipe detuvo su carreta, miró en torno y, con una voz que parecía un chirrido de una máquina mal engrasada, gritó: —¡Muñecos reales, muñecos! Nadie salía de las tiendas, ni se asomaba a las ventanas. Aquí y allá aparecían algunos harapos y de entre ellos, caras hambrientas, ojos enrojecidos, hundidos, como esas aberturas a través de las que se ve el vacío. Después niños casi desnudos; cinco o seis de éstos se acercaron al fin a la carreta de Thornpipe cuando éste hizo alto en la gran alameda. Todos gritaron: —¡Copper! ¡Copper! Es ésta una moneda de cobre de ínfimo valor.

¿A quién se dirigían estos niños? A un hombre que tiene más deseo de recibir limosna que de darla. Así, acogió a los muchachos con gestos amenazadores. Los chicos procuraron mantenerse lejos de su látigo, y más aún de los dientes del perro, una verdadera bestia feroz, rabiosa por los malos tratos. Por otra parte, Thornpipe está furioso. Grita en el desierto. Paddy (es irlandés como John Bull es inglés) no muestra ninguna curiosidad por sus muñecos reales. No es cierta enemistad por la augusta familia de la Reina. No. Lo que no le gusta, lo que odia con un furor amasado durante muchos siglos de opresión, es al landlord que le considera como un ser inferior a los antiguos siervos de Rusia. Y si él ha aclamado a O’Connell, es porque este gran patriota ha sostenido los derechos de Irlanda, establecidos por el acto de la unión de los tres reinos en 1806; es porque más tarde la energía, la tenacidad, la audacia política de aquel hombre de Estado han obtenido el bill de emancipación de 1829; es porque gracias a su actitud incorruptible, Irlanda, esa Polonia de Inglaterra, la Irlanda católica, sobre todo, iba a entrar en un período de casi libertad. Creemos que Thornpipe hubiera procedido más sabiamente enseñando a O’Connell; pero no era esta suficiente razón para desdeñar la efigie de su graciosa majestad. Verdad es que Paddy hubiera preferido, y mucho, el retrato de su soberana en monedas, libras, coronas, medio coronas; y precisamente este retrato es lo que falta generalmente en los bolsillos del irlandés. Ningún espectador serio se rendía a las invitaciones de Thornpipe: la carreta se puso en marcha de nuevo, tirada penosamente por el perro. Thornpipe continuó su paseo por la calle arbolada y a la sombra de los magníficos olmos. Se encontraba solo… Los chicos acabaron por abandonarle. De esta suerte llegó al parque circundado de avenidas que el marqués de Sligo dejaba a la circulación pública, a fin de dar acceso al puerto, distante una milla larga de la ciudad. —¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!… Nadie respondía. Los pájaros arrojaban agudos trinos volando de un árbol a otro. El parque estaba no menos abandonado que la calle. ¿Por qué ir en domingo a invitar a los católicos a aquella exhibición, cabalmente a la hora de los oficios? Preciso era que Thornpipe no fuera del país. ¿Tal vez después de la comida, entre la misa y las vísperas, su tentativa sería más afortunada? En todo caso, él no tenía inconveniente en llegar hasta el puerto, lo que hizo jurando, y a que no por San Patricio, por todos los diablos de Irlanda. Este puerto está poco frecuentado, por más que sea el más vasto y abrigado de esta costa. Si llegan algunos navíos, es porque es necesario que Gran Bretaña, es decir, Inglaterra y Escocia, envíen a esta árida región de Connaught lo que ella no puede sacar de su propio suelo. Irlanda es un niño amamantado por dos nodrizas, pero éstas se hacen pagar cara la crianza. Varios marineros se paseaban fumando por el muelle; como era día de fiesta, la descarga de los navíos estaba suspendida.

Se sabe cuán severa es la observancia de la fiesta del domingo entre la raza anglosajona. Los protestantes aportan allí toda la intransigencia de su puritanismo, y en Irlanda los católicos rivalizan con ellos en la práctica del culto. Son, por tanto, dos millones y medio contra ciento cincuenta mil adictos a los diversos ritos de la religión anglicana. En Westport no se veía ningún navío perteneciente a otros países. Bricksgoletas, schooners, algunos barcos de pesca, de los que trabajaban a la entrada de la bahía, no faenaban, por estar baja la marea. Aquellos navíos, venidos de la costa occidental de Escocia con cargamentos de cereales, lo que más faltaba en Connaught, se volvían a hacer al mar en lastre, después de haber descargado. Para encontrar buques de altura, era preciso ir a Dublín, a Londonderry, a Belfast, a Cork, donde hacen escala los paquebotes transatlánticos de las líneas de Liverpool y de Londres. Evidentemente, no sería de estos marinos desocupados de los que Thornpipe podría sacar algunos chelines, y su grito debía quedar sin eco hasta en el muelle del puerto. Detuvo, pues, su carreta. El perro, hambriento y destrozado por la fatiga, se tendió sobre la arena. Thornpipe sacó de su zurrón un pedazo de pan, algunas patatas y un arenque salado, y se puso a comer con el apetito del que hace la primera comida después de una larga jornada. El perro le miraba haciendo chocar sus mandíbulas, de las que pendía una larga lengua; pero sin duda la hora de su comida no había llegado, pues acabó por colocar su cabeza entre las patas, cerrando los ojos. Un ligero movimiento que se produjo en el interior de la caja sacó a Thornpipe de su apatía. Se levantó; observó si alguno le veía; y alzando el tapiz que cubría la caja de sus muñecos, introdujo por él un pedazo de pan diciendo en tono feroz: —¡Si no callas!… Un ruido de masticación le respondió, como si un animal moribundo de hambre estuviera acurrucado en el interior. Thornpipe continuó comiendo. Pronto acabó con el arenque y las patatas cocidas, que con aquél resultaban más sabrosas. Llevó a sus labios una tosca calabaza, llena de ese suero agrio que es bebida muy común en aquel país. Entretanto la campana de la iglesia de Westport fue echada a vuelo, anunciando el fin de los oficios. Eran las once y media. Thornpipe hizo levantar al perro de un latigazo, y se dirigió hacia la calle arbolada, con la esperanza de encontrar espectadores a la salida de la iglesia. Durante la media hora que precedía a la comida, tal vez encontraría ocasión de ganar algún dinero. Volvería a comenzar después de las vísperas, y no se pondría en camino hasta el día siguiente, a fin de exponer sus muñecos en algún otro pueblo del condado. La idea no era mala. A falta de chelines, él sabría contentarse con coppers y por lo menos sus muñecos no trabajarían para aquel famoso rey de Prusia, cuy a avaricia fue tal, que nadie vio jamás el color de su dinero. Volvió a gritar: —¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!… En dos o tres minutos unas veinte personas rodearon la carreta.

Decir que fueron lo más granado de la población sería exagerar. En su mayor parte eran niños, unas diez mujeres y algunos hombres, casi todos con sus zapatos en la mano, no solamente por el afán de no usarlos, sino porque así estaban más a gusto por su costumbre de andar descalzos. Hagamos, sin embargo, una excepción con ciertos notables de Westport pertenecientes a este público de los domingos. Por ejemplo, el panadero, que se ha detenido con su mujer y sus dos hijos. Verdad que su tweed data de algunos años, y los años son dobles o triples para este objeto en el lluvioso clima de Irlanda, pero el digno patrón está presentable. Su tienda luce esta pomposa muestra: « Panadería pública central» ; y en efecto, en ella se centralizan los productos de su fabricación, pues no hay otra en todo Westport. Allí está también el droguero, el que reclama el título de farmacéutico, aunque en su tienda falten las drogas más usuales. La titula Medical Hall, muestra trazada con letras magníficas, que debían curar nada más que mirándolas. También un sacerdote ha hecho alto ante la carreta de Thornpipe. Viste un traje adecuado a su profesión: cuello de seda, largo chaleco cuy os botones se abrochan como los de una sotana y larga levita. Es el rector de la parroquia, en la que ejerce múltiples funciones; pues no solamente bautiza, confiesa, casa y administra la extremaunción a sus fieles, sino que les aconseja en todos sus negocios, y les asiste en sus enfermedades: y esto con completa libertad, pues no depende del Estado. Los diezmos en especie y los estipendios de las ceremonias religiosas, lo que en otros países se conoce con el nombre de pie de altar, le aseguran una vida honrada y cómoda. Es el administrador natural de las escuelas y de las casas de caridad, lo que no le impide presidir los concursos de deportes náuticos o hípicos. Está íntimamente mezclado en la vida familiar de sus feligreses: es respetado y no desdeña aceptar un vaso de cerveza sobre el mostrador de alguna tienda. La pureza de sus costumbres no ha sufrido jamás ningún ataque. Y por otra parte, ¡cómo su influencia no ha de ser decisiva en aquellas comarcas tan penetradas del catolicismo, en las que, como ha dicho mademoiselle Anne de Bovet en su precioso libro de viaje Tres meses en Irlanda, « La amenaza de ser excluido de la Santa Mesa, haría pasar al campesino por el ojo de una aguja» ! Thornpipe lanzó por última vez su grito de atracción: —¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!… II MUÑECOS REALES LA carreta de Thornpipe estaba construida de un modo rudimentario. Unas varas a las que el feroz perro está enganchado. Una caja cuadrangular colocada sobre dos ruedas, lo que hacía más fácil el paso por los caminos de traqueteo del condado. Por encima de la caja, un toldo de tela colocado sobre cuatro varillas de hierro y que defiende, si no del sol, poco fuerte de ordinario, al menos de las interminables lluvias de la alta Irlanda. Se asemeja a esos aparatos que llevan los organillos de Barbaria, cuyos estridentes silbidos se mezclan al toque de las cornetas; pero no es un órgano lo que Thornpipe lleva de pueblo en pueblo, o al menos en este aparato más complicado el órgano es un sencillo organillo, como se podrá juzgar pronto. La caja está cerrada por una cubierta que se levanta, y he aquí lo que los espectadores ven, hecha la operación. A fin de evitar repeticiones, escucharemos a Thornpipe. A no dudar, el forastero, con su interminable facundia, hubiera podido competir con el célebre Brioché, el creador del primer teatro de muñecos en los campos de feria de Francia. —¡Señoras y señores!… Éste es el invariable comienzo destinado a provocar las simpatías de los espectadores, hasta cuando el público se compone de míseros harapientos. —Señoras y señores: esto representa el salón de fiestas en el castillo real de Osborne, isla de Wight.

En efecto, la decoración representa un salón en miniatura, colocado entre cuatro planchas, y sobre las que están pintadas puertas y ventanas; hay muebles de cartón sobre una alfombra de color, mesas, sillones, sillas colocadas de manera que no impidan la circulación de los personajes, príncipes, princesas, duques, marqueses, condes, barones, que se pavonean con sus nobles esposas en medio de aquella recepción oficial. —En el fondo —continúa Thornpipe— verán el trono de la reina Victoria, cubierto de un pabellón de terciopelo carmesí, con franjas de oro, modelo exacto del sitial en que Su Graciosa Majestad toma asiento en las ceremonias de la corte. El trono en cuestión, de tres o cuatro pulgadas de altura, y aunque el terciopelo sea de papel, y las franjas faltas de una coma de color amarillo, no deja de producir ilusión a aquellas gentes que jamás han visto ese mueble esencialmente monárquico. —Sobre el trono —continuó Thornpipe—, contemplad a la Reina, parecido garantizado, vestida de gala; el manto real sobre los hombros, la corona en la cabeza y el cetro en la mano. Nosotros, que no hemos tenido nunca el honor de ver a la soberana del Reino Unido, emperatriz de las Indias, en sus salones de fiesta, no sabemos decir si la figura representa a Su Majestad con fidelidad escrupulosa. Sin embargo, admitiendo que ciña la corona en las grandes solemnidades, es dudoso que su mano empuñe un cetro semejante al tridente de Neptuno. Lo más sencillo es creer a Thornpipe, y esto fue lo que sabiamente hicieron los espectadores. —A la derecha de la Reina —siguió Thornpipe—, llamo la atención del público sobre sus Altezas Reales, el príncipe y la princesa de Gales, tales como les han podido ver en su último viaje a Irlanda. No se engaña. He ahí al príncipe de Gales con uniforme de mariscal de campo del ejército británico, y la hija del rey de Dinamarca con un magnífico vestido de encajes figurado por un pedazo de papel de plata. Al otro lado están el duque de Edimburgo, el de Connaught, el de Fife, el príncipe de Battenberg, sus esposas, en fin, toda la familia real, describiendo un semicírculo ante el trono. Cierto que estos muñecos, parecido garantizado, todos con sus trajes de ceremonia, sus caras iluminadas y sus actitudes, dan una idea muy exacta de la corte de Inglaterra. He aquí los grandes magnates de la corona, entre otros el gran almirante sir George Hamilton. Thornpipe tiene cuidado de señalarlos con el borde de su varita a la admiración del público, añadiendo que cada uno de ellos ocupa el lugar debido a su rango, siguiendo la etiqueta ceremonial. Respetuosamente inmóvil ante el trono está un caballero de alta estatura, de distinción anglosajona, que no puede ser más que uno de los ministros de la Reina. Es, en efecto, el jefe del gabinete de Saint-James, ligeramente encorvado por el peso de sus negocios. Thornpipe añade: —Y cerca del primer ministro, a la derecha, el venerable señor Gladstone. Y a fe que hubiera sido difícil no reconocer al ilustre Odmad ese buen viejo, siempre derecho, y siempre pronto a defender las ideas liberales contra las ideas autoritarias. Tal vez hay motivo para asombrarse de que mire al primer ministro con aire de simpatía; pero entre muñecos, hasta entre muñecos políticos, pasan bien estas cosas, y lo que repugnaría a seres de carne y hueso, no es vergonzoso tratándose de muñecos de cartón o de madera. He aquí ahora otro anacronismo inesperado. Thornpipe dice, ahuecando la voz: —Señoras y señores: les presento a su célebre patriota O’Connell, cuyo nombre encontrará siempre eco en el corazón de los irlandeses. ¡Sí! O’Connell está allí, en la corte de Inglaterra en 1874, aunque estuviera muerto desde hacía veintiséis años. Y si se le hubiera hecho esta observación a Thornpipe, hubiera respondido que para un hijo de Irlanda, el gran revolucionario siempre está vivo. De este modo hubiera podido exhibir a mister Parnell, aunque este político no fuera conocido en aquella época. Después, y diseminados, vense otros cortesanos cuy os nombres se nos escapan, todos condecorados y llenos de cordones, celebridades políticas y militares, entre otros Su Gracia el duque de Cambridge, cerca de lord Wellington, y lord Palmerston junto a mister Pitt: en fin, miembros de la Cámara Alta, confraternizando con miembros de la Cámara Baja; tras ellos, una hilera de guardias, con uniforme de gala, a caballo en medio del salón, lo que indica que se trata de una fiesta como es raro ver en el castillo de Osborne.

Todo comprende unos cincuenta hombrecillos, rabiosamente pintarrajeados, que representan con aplomo todo lo más aristocrático, lo más oficial en el mundo militar y político del Reino Unido. Véase también que la flota inglesa no ha sido olvidada, y si el yate real Victoria and Albert no está allí, al menos tiene buques pintados en los vidrios de las ventanas desde donde se puede ver la rada de Spithtead. Con buena vista, sin duda se podría distinguir el y ate Enchanteress llevando a bordo dos señores, los lores del Almirantazgo, cada uno con el anteojo en una mano y la bocina en la otra. Preciso es convenir en que Thornpipe no ha engañado al público diciéndole que esta exhibición es única en el mundo. Positivamente, ella permite ahorrarse un viaje a la isla de Wight. Así pues, quedan maravillados no sólo los chiquillos, sino igualmente los espectadores mayores de edad que no han salido nunca del condado de Connaught ni de los alrededores de Westport. Tal vez el cura de la parroquia se sonríe in petto: en cuanto al farmacéutico droguero, dice que estos personajes son de una semejanza maravillosa, aunque no los ha visto en su vida. Respecto al panadero, confesaba que todo aquello excedía de los límites de la imaginación y que parecía imposible que una recepción en la corte de Inglaterra se celebrase con tanto lujo, brillo y distinción. —Pues bien, señoras y señores; esto no es nada aún —dijo Thornpipe—. Suponen sin duda que estas personas reales y las otras no pueden hacer movimientos ni gestos. ¡Error! Están vivos, vivos, como ustedes y como y o… y lo van a ver. Pero antes me tomaré la libertad de dar una vuelta, recomendándome a su generosidad. Éste es el momento crítico para los que muestran curiosidades, cuando el platillo empieza a circular entre los espectadores. Por regla general, el público de estos espectáculos se divide en dos clases: los que se van, para no soltar dinero, y los que se quedan con la intención de divertirse gratuitamente; estos últimos son más numerosos. Existe otra tercera categoría: la de los que pagan; pero es tan reducida, que vale más no hablar de ella. Esto se evidenció cuando Thornpipe echó su guante con una sonrisa que procuraba ser amable y que resultaba feroz. ¿Cómo calificar si no aquel rostro de perro, con ojos brillantes y boca más pronta a morder a las gentes que a besarlas? Se supone que entre aquel público apenas se encontraban dos coppers que recoger. Los espectadores que deseaban ver sin pagar, volvían la cabeza. Cinco o seis solamente echaron algunas monedillas, lo que produjo una colecta de poco más de un chelín. Acogiola Thornpipe con despectiva sonrisa. Preciso era contentarse, y esperar la representación de la tarde, que tal vez produciría más ganancias, y ejecutar el programa antes que devolver el dinero. Y entonces, a la admiración muda, sucedió la admiración que se demostraba con gritos, palmadas, ¡oh!… ¡oh!… que debían de oírse desde el puerto. Thornpipe acaba de dar un golpe con la varilla en la caja; el golpe ha provocado un gemido del que nadie ha hecho caso. De repente la escena se anima de un modo milagroso, puede decirse. Los muñecos, movidos por un mecanismo interior, parecen estar dotados de vida real.

Su Majestad la Reina Victoria no ha dejado el trono, cosa contraria a la etiqueta, no se ha levantado, pero mueve la cabeza, se agita su corona, y baja el cetro a manera de una batuta que mide un compás. En cuanto a los miembros de la familia real, se vuelven, saludan, mientras duques, marqueses, barones desfilan con grandes demostraciones de respeto. Por su parte, el primer ministro se inclina ante mister Gladstone, que contesta a su vez. Cerca de ellos O’Connell avanza gravemente por su ranura invisible seguido del duque de Cambridge. Los otros personajes muévense también, y los caballos de la guardia, como si no estuvieran en un salón y en la corte del castillo de Osborne, piafan sacudiendo la cola. Y todo esto se efectúa amenizado por una musiquilla chillona, merced a un organillo falto de notas. ¡Pero cómo Paddy, tan sensible al arte musical que Enrique VIII ha puesto un arpa en las armas de la verde Erin, no había de quedar encantado, aunque prefiriese al God save the Queen, y al Rule Britannia, himnos melancólicos que son los dignos cantos nacionales del triste Reino Unido, o algún cántico de su querida Irlanda! Para quien jamás había visto el aparato de los grandes teatros de Europa, aquel espectáculo era hermoso y digno de provocar la más grande admiración. A la vista de aquellos muñecos movibles, el entusiasmo llegó al delirio. Y he aquí que de pronto la Reina baja tan vivamente su cetro que toca la redonda espalda del primer ministro. Entonces los hurras del público aumentan.

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