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Atrapada contigo – Krista Ritchie y Becca Ritchie

Me despierto. Veo mi blusa arrugada sobre la alfombra de pelo largo y los pantalones cortos encima de la cómoda. Sin embargo, no sé dónde puede estar mi ropa interior. Quizá haya quedado enredada entre los pliegues de las sábanas o tal vez escondida tras la puerta. Ni siquiera recuerdo cuándo me la quité o si fue él quien lo hizo. Noto que me baja un intenso calor por el cuello cuando lanzo una mirada furtiva al hermoso hombre que duerme a mi lado, un tipo con el pelo dorado y una larga cicatriz en la cadera. Gira sobre sí mismo en ese momento hasta quedar frente a mí. Lo miro paralizada, pero no abre los ojos cuando se abraza a la almohada, casi besando la tela blanca. A continuación lanza un ronquido entrecortado con la boca abierta, provocando que un fuerte olor a alcohol y a pizza de pepperoni alcance mis fosas nasales. Sin duda, sé elegirlos… Me levanto sigilosamente de la cama y camino de puntillas por la habitación recogiendo la ropa. Me pongo los pantalones cortos sin las bragas debajo, una vez más se las queda un hombre sin nombre. Cuando distingo mi camiseta gris, casi hecha jirones, se aclara un poco la imagen nebulosa de la noche pasada. Recuerdo que traspasé el umbral arrancándome la ropa como un Hulk en pleno ataque de furia. ¿De verdad resulto provocativa cuando hago eso? Me estremezco. Sin duda lo fui lo suficiente como para que este tipo se acostara conmigo. Miro a mi alrededor desesperada y encuentro una camiseta suya descolorida en el suelo; me la pongo. Dejo que los mechones de pelo castaño, algo enredado y grasiento, me caigan sobre los hombros. Es entonces cuando veo mi gorro de lana. ¡Genial! Lo recojo y me lo pongo antes de salir de allí lo más rápido que puedo. El estrecho pasillo está lleno de latas de cerveza vacías. Tropiezo también con una botella de Jack Daniels llena de lo que parece saliva negra y un Jolly Rancher. Un collage con fotos de universitarias ebrias adorna la puerta a mi izquierda, aunque afortunadamente no es la de la habitación por la que acabo de salir. Debería haber pasado de este tipo del Kappa Phi Delta y buscar a alguien que no se dedicara a presumir de sus conquistas. Tendría que haberme fijado más. Como regla general paso olímpicamente de los chicos de las fraternidades universitarias desde el último encuentro con uno de Alpha Omega Zeta.


La noche que fui a AOZ, había una fiesta temática. Cuando traspasé el umbral del edificio de cuatro pisos, me cayeron encima unos cubos llenos de agua mientras un montón de chicos me gritaban que me quitara el sujetador. Fue todo como unas vacaciones de primavera muy cutres. No es que yo tenga mucho de qué presumir de cintura para arriba, así que antes de morirme de vergüenza crucé los brazos sobre el pecho y me perdí entre los torsos, buscando el placer en otros lugares, en otras personas. En un sitio donde no me hicieran sentir como una vaca en venta. Anoche rompí esa regla. Os preguntaréis por qué. Bueno, es que tengo un problema. Vale, en realidad tengo muchos, pero decir «no» suele ser uno de ellos. Cuando la fraternidad Kappa Phi Delta anunció que Skrillex daría un concierto en el sótano de su edificio, pensé que la gente de la fraternidad se mezclaría con otros universitarios normales, y eso me hizo pensar que quizá podría dar con un hombre al que le gustara la música house. Sin embargo, la estadística falló: solo había tipos de la propia fraternidad. Y eran muchos. Casi todos persiguiendo a cualquiera que tuviera dos tetas y una vagina. Total, que al final Skrillex no apareció. Solo había un patético dj y unos cuantos amplificadores. Figúrate. Oigo unas voces masculinas que suben por la escalera de mármol, y es como si los pies se me quedaran pegados al suelo. ¿Hay gente despierta? ¿En el piso de abajo? ¡Oh, no! El paseo de la vergüenza es algo que he pretendido evitar a toda costa durante los cuatro años en la universidad. Me pongo muy colorada, no se trata de un leve rubor, sino de una erupción a manchas que me salpica el cuello y los brazos como si tuviera alergia a verme humillada. Las carcajadas se intensifican, y el estómago se me revuelve ante la horrible imagen que da vueltas en mi mente. En ella, tropiezo con las escaleras y todas las miradas se vuelven hacia mí. Una expresión de sorpresa aparece en todos los rostros como si se preguntaran por qué su «hermano» decidió salir con una chica demacrada y con poco pecho. Quizá hasta serían capaces de lanzarme una pechuga de pollo, por aquello de que de lo que se come se cría. Y sé de lo que hablo, porque para mi desgracia, ya me ocurrió en cuarto grado. Así que tengo claro que me pondría a farfullar palabras ininteligibles hasta que alguno de ellos se apiadara de las intensas manchas que cubrirían mi piel cual leopardo rojo y me arrastrara hasta la puerta como si fuera un cubo de basura.

Esto ha sido un error; lo de entrar en la fraternidad, no lo del sexo. No dejaré que me vuelvan a obligar a beber chupitos de tequila sin control. Aunque sin duda, la presión de grupo es real. No tengo demasiadas opciones: una escalera y un destino. A menos que me crezcan un par de alas y vuele desde la ventana del segundo piso, voy a tener que enfrentarme al temido paseo de la vergüenza. Me arrastro por el pasillo envidiando a Veil, el personaje principal de uno de los últimos cómics que cayó en mis manos; se trata de una joven vengadora que puede evaporarse en el aire, un poder que, sin duda, me vendría muy bien en este momento. En cuanto llego al escalón superior, suena el timbre de la puerta y echo un vistazo por encima de la barandilla. Unos diez miembros de la fraternidad están sentados en los sofás de cuero, vestidos con distintas versiones de pantalones cortos color caqui y polos con cuello. El que parece más lúcido de todos se dirige a abrir. Se las arregla para sostenerse sobre sus dos pies a la vez que se retira el cabello castaño de la cara, dejando a la vista una mandíbula cuadrada. Cuando veo que responde a la llamada, me siento más animada. ¡Sí! Esta es la oportunidad para escapar sin que me vean. Utilizo esa distracción para deslizarme por las escaleras, dejando salir mi Veil interior. Cuando estoy en mitad de la escalera, Mandíbula Cuadrada se apoya en el marco de la puerta, bloqueando la entrada. —La fiesta se ha acabado ya, tío. —Las palabras suenan como si el tipo tuviera la boca llena de algodones. Empuja la puerta, que se balancea hasta que se cierra ante la cara de la persona que llamó. Bajo dos escalones. El timbre suena de nuevo. Por alguna razón, quien sea parece más insistente y enfadado. Mandíbula Cuadrada emite un gemido y gira bruscamente la manilla. —¿Qué pasa ahora? Uno de sus compañeros se ríe. —Dale una cerveza y dile que se largue. Avanzo unos pasos más. Quizá lo consiga, aunque nunca he sido una persona con suerte, creo que hoy me merezco una buena dosis.

Mandíbula Cuadrada sigue con la mano apoyada en el marco, bloqueando el paso. —Escupe. —Para empezar, ¿parece que no sé mirar un reloj o que no sé en qué hora del día vivo? No, joder. Claro que la fiesta se ha acabado. —¡Santo Dios! Conozco esa voz. Me quedo inmóvil en la escalera. Un rayo de sol se cuela por la rendija que queda entre el polo naranja de Mandíbula Cuadrada y el marco de la puerta. Lo veo apretar los dientes, preparado para dar con la puerta en las narices al otro chico, pero el intruso planta su mano para impedírselo. —Ayer por la noche me dejé algo aquí —dice. —No te recuerdo. —Pues estuve aquí. —Hace una pausa—. Un rato. —Hay un lugar para recoger los objetos perdidos —replica Mandíbula Cuadrada de mala gana—. ¿De qué se trata? —Se aleja de la puerta y señala con la cabeza a uno de los chicos que están sentados en el sofá. Todos observan la escena como si fuera un estreno de la MTV—. Jason, ve a por la caja. Cuando vuelvo a mirar a la puerta, veo al tipo que está fuera. Tiene los ojos clavados en mí. —No es necesario —le oigo decir. Recorro sus rasgos con la vista. Cabello castaño claro corto por los lados y más largo en la parte superior de la cabeza. Un cuerpo en forma que oculta debajo de unos Dockers gastados y de una camiseta negra. Pómulos prominentes y ojos del mismo color que el whisky escocés. Loren Hale se parece a una bebida alcohólica y él ni siquiera lo sabe.

Su más de metro ochenta y cinco llena el umbral de la puerta. Mientras me contempla, muestra una mezcla de diversión e irritación. Tiene la mandíbula tensa. Los chicos de la fraternidad siguen la dirección de su mirada y se concentran en su objetivo. Es decir, en mí. Percibo el cambio de ambiente. —Acabo de encontrarla —suelta Lo con una sonrisa tan tensa como amarga. Noto que me empieza a arder la cara y utilizo las manos para cubrir mi humillación mientras corro hacia la puerta. Mandíbula Cuadrada se ríe como si fuera él quien hubiera ganado aquel enfrentamiento masculino.

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