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Asesinato en la planta 31. El trampolin de acero – Per Wahloo

La alarma sonó exactamente a las 13:02 h. El jefe superior de policía llamó personalmente a la comisaría del distrito dieciséis, y noventa segundos más tarde empezaron a sonar las alarmas en las dependencias y despachos de la planta baja. Seguían sonando cuando el comisario Jensen bajó de su despacho. Jensen era un oficial de policía de mediana edad, de complexión física estándar y de rostro vulgar e inexpresivo. Se detuvo en el último peldaño de la escalera de caracol y echó un vistazo a la sala de guardia. Se ajustó la corbata y se dirigió hacia el coche. El tráfico a mediodía discurría como una densa y fulgurante masa metálica, y el paisaje urbano se levantaba a ambos lados del hervidero de coches como una columnata de vidrio y hormigón. Los peatones parecían seres sin techo y descontentos en medio de ese mundo de duras aristas. Iban bien vestidos, aunque, curiosamente, de idéntica manera y todos tenían prisa. Hacían cola en filas espasmódicas y se amontonaban ante semáforos rojos y relumbrantes cafeterías cromadas. Miraban incesantemente a su alrededor toqueteando sus maletines y bolsos de mano. Los coches de la policía perforaron el atasco con el aullido de las sirenas. El comisario Jensen iba en cabeza, en un coche patrulla estándar de color azul marino y tapicería de escay; lo seguía un furgón de color gris con la ventanilla trasera enrejada y luces giratorias en el techo. El jefe superior de la policía habló por radio: —¿Jensen? —Sí. —¿Dónde está usted? —Enfrente del edificio de los sindicatos. —¿Llevan puesta la sirena? —Sí. —Apáguenla cuando pasen por la plaza. —El tráfico es muy denso. —Da igual. Hay que evitar llamar la atención. —Los periodistas nos escuchan constantemente. —No es necesario que se preocupe por ellos. Estoy pensando en la opinión pública, en el hombre de la calle. —Entiendo. —¿Va usted de uniforme? —No.


—Bien. ¿Qué personal le acompaña? —Cuatro policías de paisano y otros nueve agentes en el furgón. Uniformados. —Dentro o en las inmediaciones del edificio solo podrán actuar los agentes de paisano. Deje la mitad de la patrulla a trescientos metros del edificio. Luego pase de largo y aparque arriba, a una distancia prudente. —Entendido. —Acordone el acceso a la calle principal y a las bocacalles laterales. —Entendido. —Si alguien pregunta, el cierre de la calle se debe a obras urgentes en la vía. Por ejemplo… El jefe superior se quedó en silencio. —¿Una avería en el suministro de calefacción? —Exacto. El auricular crepitó durante un instante. —¿Jensen? —Sí. —¿Sabe qué trato debe darles? —¿Trato? —Creí que todos lo sabían. No debe dirigirse a ninguno de ellos como director. —Entendido. —Son muy puntillosos con eso. —Comprendo. —Supongo que no es necesario que insista en el carácter delicado de la operación. —No. Resoplido automático. Algo así como un suspiro, hondo y metálico. —¿Dónde está ahora? —En la parte sur de la plaza. Frente al monumento al trabajo.

—Apague las sirenas. —Listo. —Aumente la distancia entre los coches. —Listo. —Envío radiopatrullas disponibles de refuerzo. Se dirigen al aparcamiento. Utilícelas en caso de emergencia. —Entendido. —¿Dónde está ahora? —En la calzada norte de la plaza. Ya veo el edificio. La calle era ancha y recta, con seis carriles y un espacio intermedio pintado de blanco. Tras una alta alambrada de acero colocado a lo largo del borde izquierdo había un terraplén que descendía hacia una extensa terminal de camiones, con centenares de almacenes donde carretillas blancas y rojas hacían cola ante las plataformas de carga y descarga. Había bastante gente yendo de un lado para otro, sobre todo estibadores y chóferes con monos blancos y viseras rojas. La calle había sido abierta dinamitando una ladera rocosa y presentaba un trazado ascendente. A la derecha limitaba con un muro de granito revocado con hormigón armado. Era de color azul celeste, con marcas de óxido verticales dejadas por la parrilla de contención, y en la parte superior asomaban las copas de algunos árboles de follaje escaso. Desde la calle no se podían ver los edificios que había tras los árboles, pero Jensen sabía que estaban allí y qué aspecto tenían. Uno de ellos era un manicomio. En su cota más alta la calle alcanzaba la altura de la ladera y giraba levemente a la derecha. El edificio se encontraba justamente ahí. Era uno de los más altos del país y por su emplazamiento podía divisarse desde todos los puntos de la ciudad. Siempre se lo veía por encima de todo lo demás y parecía constituir, desde cualquier entrada a la ciudad, la meta de toda vía de acceso. Su base era cuadrangular y tenía treinta plantas de altura. En cada fachada había cuatrocientas cincuenta ventanas y un reloj blanco con manecillas rojas. Estaban recubiertas de placas acristaladas, de color azul oscuro en la base pero con matices más claros cuanto más ganaban en altura.

Visto a través de la ventanilla del coche, a Jensen le pareció que el edificio surgía de la tierra como una inmensa columna y se adentraba en el despejado cielo primaveral. Con el radioteléfono aún en la oreja, se inclinó hacia delante. El edificio se agrandaba hasta ocupar todo su campo de visión. —¿Jensen? —Sí. —Confío en usted. Su misión consiste ahora en valorar la situación. Se hizo una pausa breve y crepitante. Luego, titubeando, el jefe superior de policía dijo: —Corto y cierro

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