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Armagedón La derrota de Alemania, 1944-1945 – Max Hastings

Armagedón es la historia de la última gran campaña de la Segunda Guerra Mundial: la batalla por la conquista de Alemania, «que comenzó como el mayor hecho militar del siglo XX y acabó como su mayor tragedia humana». Hastings ha investigado en los archivos de cuatro países distintos y ha entrevistado a 170 testigos, para averiguar por qué los ejércitos aliados no terminaron mucho antes una campaña en que contaban con fuerzas muy superiores y para narrarnos lo que acabó convirtiéndose en una trágica sucesión de combates, bombardeos, saqueos, violaciones y masacres que consumió más de un millón de vidas humanas. Las campañas militares y los grandes acontecimientos colectivos se entrelazan en estas páginas con las experiencias individuales de quienes vivieron estos días dramáticos para componer un relato impresionante: un libro del que se ha dicho que es «profundo y sombrío, con la fuerza suficiente para invadir vuestros sueños».


 

Cierto diccionario define el Armagedón como « el campo de batalla decisivo del Día del Juicio Final y, por extensión, cualquier lucha final a gran escala» . Las últimas campañas de la Segunda Guerra Mundial libradas en Europa cercaron con su sangriento abrazo a más de cien millones de personas dentro y fuera de las fronteras del Gran Reich de Hitler, y sus resultados cambiaron de forma radical las vidas de muchas otras. Los meses últimos de la contienda se convirtieron en el final más apropiado, por lo terrible, de la experiencia humana más desastrosa que haya conocido la historia. El presente volumen tiene sus raíces en Overlord, mi anterior libro, que describía la invasión de Europa emprendida el Día D, en 1944, y la campaña de Normandía. La narración acababa con el decidido avance protagonizado por estadounidenses y británicos en el mes de agosto. Después de la rápida victoria lograda en toda Francia, no fueron pocos los soldados aliados que se convencieron de que la caída del imperio de Hitler no tardaría en producirse. Overlord se cerraba como sigue: En tantos aspectos parecen pertenecer las batallas libradas en los Países Bajos y el resto de las fronteras con Alemania a una época diferente de las que se entablaron en Normandía, que resulta asombroso pensar que la de Arnhem tuviese lugar apenas un mes después que la de Falaise; que semanas después de haber sufrido una de las mayores catástrofes de la historia contemporánea, los alemanes hallaran la fuerza necesaria… para prolongar la guerra hasta mayo de 1945. Si este fenómeno se debe a las mismas cualidades asombrosas de los ejércitos de Hitler que tanto daño permitieron causar a los aliados en Normandía es una pregunta que deberá responderse en otro lugar. La primera parte del presente volumen abarca, precisamente, esta cuestión. He tomado como punto de partida el deseo de satisfacer la curiosidad que me provocaba el que los alemanes no cejasen en su resistencia en 1944, pese a la aplastante superioridad del adversario. A menudo se afirma que los aliados occidentales tuvieron que vencer toda una sucesión de ríos caudalosos y complicados elementos del relieve para irrumpir en el corazón de los dominios del Führer. Sin embargo, las fuerzas de éste no tuvieron grandes dificultades para superar tales obstáculos durante la guerra relámpago de 1940. En 1944 y 1945, aquéllos contaban con un potencial blindado y aéreo del que jamás habían gozado los nazis. En tanto que la mayoría de los estudios que se ocupan de los últimos meses de la guerra se centra en el frente oriental o en el occidental, éste aspira, más bien, a ofrecer una visión de conjunto. Entre los soviéticos y los angloamericanos no sólo se hallaban los ejércitos de Hitler, sino que se abría un gigantesco abismo político, militar y moral. He tratado de analizar cada una de las facetas de este hecho y presentar, de este modo, el marco en que se desarrollaron las batallas de Patton y Zhúkov, Montgomery y Rokossovsky. Así y todo, he preferido pasar por alto la campaña italiana, pese a la gran influencia que ejerció en lo tocante a la lucha por Alemania, al absorber un décimo de las fuerzas de la Wehrmacht durante los dos últimos años de la contienda, ya que habría resultado abrumadora para la narración. A la labor llevada a cabo en diversos archivos he sumado unas ciento setenta entrevistas mantenidas con testigos de aquella época en Rusia, Alemania, el Reino Unido, Estados Unidos y los Países Bajos. La que estamos viviendo es la última década en que será posible recoger testimonios como éstos, pues, si bien son muchas las personas capaces de recordar de forma vivida lo sucedido, lo cierto es que todas son ya muy ancianas. Aquellos jóvenes sanos, capaces, vitales y a menudo valientes y bien parecidos que protagonizaron los hechos que determinaron el sino de Europa hace sesenta años son hoy personas encorvadas y frágiles que cumplen, al cabo, con el destino que nos ha sido asignado a todos. Hace tiempo, me fue de gran ayuda conocer a generales estadounidenses y británicos como sir Arthur Harris, Pete Quesada, James Gavin, J. Lawton Collins o « Pip» Roberts.


Sin embargo, hoy apenas quedan con vida testigos que, a la sazón, ocuparan un puesto mayor que el de comandante. En lo que a militares de mayor graduación se refiere, he tenido que recurrir a manuscritos inéditos y a las copiosas colecciones de narraciones orales que se conservan en Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania. Los historiadores han recibido con los brazos abiertos el reciente aluvión de memorias escritas por veteranos, y publicadas de forma particular. Como quiera que este libro describe una tragedia humana, más que una epopeya bélica, he querido recoger, asimismo, el testimonio de no pocas mujeres rusas y alemanas. Las experiencias que vivieron durante la guerra merecen más atención de la que han recibido hasta la fecha, y van mucho más allá de sus vivencias en cuanto meras víctimas de violaciones. En Overlord sostengo la tesis de que las fuerzas armadas de Hitler fueron las más poderosas de cuantas contendieron en la Segunda Guerra Mundial. Tras su publicación, tuvo lugar todo un movimiento revisionista que expresó sus argumentos en contra de esta teoría. De hecho, no faltan, sobre todo en Estados Unidos, quienes hayan escrito obras en las que aseguran que autores como yo mismo otorgamos a la actuación de los alemanes un valor mayor del que merece. En realidad, algunos de ellos se dejan arrastrar por una evidente euforia nacionalista. Cierto historiador militar norteamericano conocido mío, observó, con tino y sin la menor envidia, que uno de sus colegas, escritor de gran fortuna editorial, había « dado en erigir monumentos más que en escribir historia» al publicar una serie de volúmenes consagrados a rendir homenaje al soldado estadounidense. Un compatriota suy o, veterano de la campaña del noroeste europeo, alaba los libros de Stephen Ambrose afirmando: « Nos hacen, a mí y a los míos, sentirnos orgullosos de nosotros mismos» . La creación de obras románticas en torno a la experiencia militar, capaces de inflamar los corazones de un buen número de lectores, no tiene nada de censurable, siempre que queden bien claras las limitaciones de que adolece el relato en lo tocante a su valor historiográfico. El presente volumen también trata de dar vida a las vivencias de quienes lucharon en la contienda, aunque tiene como finalidad principal el análisis objetivo. Defender Alemania cuando todo estaba en contra requería una destreza militar mucho may or que la que demostraron los atacantes, y más aún teniendo en cuenta que todas las operaciones alemanas estaban sometidas a la dirección de las manos muertas de Hitler. Cierto es, sin embargo, que desde que escribí Overlord han cambiado mis propias ideas al respecto, no en lo relacionado con la actuación de los combatientes en el campo de batalla, sino con respecto a su significación, sentido en que intervienen cuestiones morales y sociales más importantes que una estrecha valoración militar. En Alemania, en 1945, tuvo lugar un choque cultural entre sociedades que habían experimentado la Segunda Guerra Mundial de modos diametralmente opuestos. Tanto el daño que infligieron soviéticos y alemanes como el que hubieron de soportar tienen poco que ver con la guerra que conocieron estadounidenses y británicos. Entre el mundo de los aliados occidentales, poblado por hombres que no habían dejado de esforzarse por conducirse con templanza, y el universo oriental, en el que se imponían las pasiones más elementales, se abre un verdadero abismo. Pese a que no faltaron en los ejércitos de Eisenhower individuos llamados a sufrir indeciblemente, lo que vivió la may oría de ellos cae dentro de lo propio de una guerra. La batalla de Arnhem, pongamos por caso, se considera un acontecimiento épico. Con todo, la experiencia bélica de muchos de los británicos que participaron en ella se limitó a unos cuantos días. En el bando aliado, apenas murieron tres millares de hombres. Uno de quienes sirvieron en el noroeste europeo, el capitán lord Carrington, rememora con cariño su pertenencia al regimiento blindado de guardias granaderos. « Habíamos estado juntos durante un largo período —declara—. Puede parecer extraño, pero aquél fue un tiempo muy dichoso.

Eramos jóvenes, y estábamos deseosos de aventuras. Además, íbamos ganando. Cada uno de nosotros tenía a su alrededor a todos sus amigos: éramos como una familia feliz» . No tengo intención alguna de generalizar hasta el punto de afirmar que los soldados británicos y estadounidenses disfrutaron del conflicto. A pocas personas en su sano juicio puede gustarles la guerra. Sin embargo, a muchos de los que habían tenido la suerte de escapar a la mutilación o a la muerte les resultó soportable el bienio de 1944 y 1945. Muy pocos norteamericanos profesaron a los alemanes un odio comparable al que provocó contra los soldados nipones el ataque de Pearl Harbor, sumado a la ética cultural que pusieron de relieve los combatientes de Japón durante la Marcha de la Muerte, tras la captura de Bataan. Por el contrario, entrevistar a veteranos soviéticos o alemanes constituye una experiencia muy poco agradable. Unos y otros padecieron atrocidades de magnitud muy distinta. Entre ellos, era frecuente el caso de los que luchaban en la misma formación de combate durante años, sin más interrupción que a la que obligaban las heridas de guerra. La existencia de los súbditos de Stalin estuvo ligada a desgracias indecibles, antes incluso de que los nazis entrasen en sus vidas. He conocido a muchas personas que perdieron a sus familias durante las hambrunas y las purgas anteriores a la era que se inauguró en 1941. Cierto entrevistado me hizo saber que sus padres, campesinos iletrados, fueron víctimas de una denuncia anónima procedente de sus vecinos y murieron fusilados en 1938, en una prisión situada a las afueras de Leningrado, hoy San Petersburgo. Una mujer que oía nuestra conversación exclamó: « ¡Los míos también perdieron la vida en esa prisión!» , con el mismo tono que emplearíamos en Nueva York o Londres al descubrir que la persona que nos han presentado asistió a la misma escuela que nosotros. Tras su declaración, una compatriota suy a le advirtió en tono sombrío: « No deberías hablar de esas cosas delante de un extranjero» . En Rusia no existe ninguna tradición en lo tocante a la búsqueda de la verdad histórica objetiva. Aún hoy, entrados y a en el siglo XXI, resulta difícil persuadir a los más nacionalistas de que hablen con franqueza de los aspectos más crudos de su vivencia bélica. Casi todas las investigaciones de relieve en torno al período en que se libró la guerra son obra de eruditos de fuera del país; los rusos, como si siguieran el ejemplo de su presidente, prefieren correr un tupido velo sobre la época de Stalin. En la contienda murieron unos veintisiete millones de ciudadanos soviéticos, en tanto que la suma de las víctimas mortales de estadounidenses, británicos y franceses no llega al millón [1] . De cualquier modo, el respeto que merecen los logros del Ejército Rojo no resta un ápice de la repugnancia que despiertan la tiranía estalinista, que en nada puede considerarse mejor que la de Hitler, y los actos cometidos en nombre de la Unión Soviética en la Europa oriental. Tanto los estadounidenses como los británicos habitaron, a Dios gracias, un universo diferente del que vivió el soldado soviético. En cuanto a los alemanes, hace unos años, compareciendo ante una cámara de televisión en la tribuna de Hitler en Núremberg, expresé mi total admiración por el coraje con el que había hecho frente la generación de posguerra al legado nacionalsocialista. Después del rodaje, nuestra investigadora, una joven alemana que ha trabajado en bastantes documentales acerca de aquel período, se acercó a mí. « Perdone —me dijo—, pero creo que está equivocado. En mi opinión, nuestro pueblo no ha dejado nunca de negar todo lo relativo a la guerra» .

Desde entonces, he pensado mucho en aquellas palabras, y he llegado a la conclusión de que, en parte, estaba en lo cierto. Muchos jóvenes alemanes adolecen de una extraordinaria ignorancia con respecto al período nazi. Por su parte, algunos de los más ancianos parecen menos atormentados por la culpabilidad histórica que cuando tuve los primeros contactos con su generación, hace y a un cuarto de siglo. Da la impresión de que los horrores de aquellos años hubiesen sido perpetrados por gentes que apenas tienen vinculación con los pensionistas observantes de la ley que hoy habitan en confortables “hogares en el centro o la periferia de Múnich, Stuttgart, Núremberg o Dresde, convertidos en ciudadanos de bien de la Unión Europea. Una de las mujeres a las que entrevisté se encontraba, en mayo de 1945, con su madre y sus hermanos, aterrorizados, en una casa de campo del Báltico cuando irrumpieron dos oficiales soviéticos. Uno de ellos comenzó a sermonearlos en un alemán fluido acerca de los crímenes cometidos por su país en la Unión Soviética. « Fue horrible —me decía— tener que oír todo aquello cuando sabíamos que no habíamos hecho nada malo» . Apenas puede sorprendernos que la adolescente que era en 1945 entonces pensase de ese modo, aunque sí que en 2002 conservase esa misma convicción. Los alemanes dan muestras de una firmeza cada vez may or por lo que respecta a los crímenes de guerra de los aliados. En este sentido, comparto la opinión de los historiadores alemanes que, como Jorg Friedrich, sostienen que los británicos y los estadounidenses deberían afrontar con mayor honradez sus indudables yerros, errores que en ocasiones fueron de bulto. Cabe recordar, por poner un ejemplo, que en 1945 se ahorcó a un número nada despreciable de alemanes por matar a prisioneros. Pese a no ser insólito entre los militares aliados, semejante comportamiento apenas hizo que se tomasen medidas disciplinarias al respecto. En junio de 1942, los neozelandeses masacraron al personal médico y los heridos de un puesto de socorro alemán en el norte de África, y nadie ha pedido cuentas sobre el particular, aún a pesar de que el episodio está bien documentado. « Skip» Miers, comandante de un submarino británico, ametrallaba sistemáticamente a todos los supervivientes alemanes de las embarcaciones que hundió en el Mediterráneo durante 1941. Cualquier oficial nazi capturado en 1945 habría sido ejecutado por llevar a cabo acciones similares. A Miers, sin embargo, lo condecoraron con la Cruz Victoria y lo ascendieron a almirante. No obstante, tal como indiqué a Jorg Friedrich durante un debate televisivo, cualquier alemán prudente debería pensárselo dos veces antes de decir nada que implicara una equiparación moral de los excesos aliados con los crímenes nazis. No puedo menos de admirar la actitud de Helmut Schmidt, antiguo canciller de la República Federal de Alemania, con quien mantuve una entrevista en torno al tiempo en que sirvió en la Luftwaffe, en calidad de oficial de artillería antiaérea. Al preguntarle cuál era su opinión acerca del comportamiento demostrado por el Ejército Rojo en Prusia Oriental, respondió: « Nunca oirá, de un alemán como y o, nada que pueda hacer pensar que está comparando lo sucedido en Prusia Oriental con los actos llevados a término por el Ejército alemán en la Unión Soviética» . Huelga decir que algunos de los viejos partidarios de Hitler siguen manteniendo una actitud impenitente. Entrevistando a un antiguo capitán de las Waf en-SS en su domicilio, reparé en las medallas e insignias que tenía expuestas en la pared de su salón, distintivos que, veinte años atrás, habrían estado guardados en un lugar discreto. Tras escuchar su extraordinario testimonio, señalé, tratando de ser irónico, que parecía haber disfrutado de su experiencia militar. « Ach! —exclamó—. ¡Aquéllos sí que fueron buenos tiempos! Los dos acontecimientos más importantes de mi vida fueron mi jura como guardia personal de Hitler, en 1934, y el mitin de Núremberg, en 1936. Ha visto usted las imágenes, ¿no es así? Los reflectores, la multitud, el Führer… ¡Yo estuve allí! ¡Estuve allí!» .

Otro orgulloso veterano de la Leibstandarte quiso saber si estaría interesado en ay udarle a escribir sus memorias. La inmensa may oría de quienes han sido testigos de grandes acontecimientos los recuerda, de forma exclusiva, como una experiencia personal. Conocí a una alemana que conservaba, en 2002, la misma cólera que le había provocado, en 1945, la ocupación de su casa por parte de los soldados rasos estadounidenses y el robo de algunas de sus posesiones más queridas. De nada hubiese servido tratar de hacerle ver la poca significación que tenía aquello de lo que se quejaba si se comparaba con la matanza de judíos, la devastación de Europa o la situación de indigencia a que se vieron reducidos millones de personas. Sólo lo que había sufrido en carne propia tenía para ella una importancia real. He descrito, en el presente libro, la campaña militar en pos de Alemania, aunque sin intención alguna de recoger todas y cada una de las acciones que la conformaron. Lo que el lector tiene en sus manos no es una historia oficial, sino, más bien, un retrato que se centra en episodios de especial relevancia y vivencias individuales que ilustran verdades más amplias. Tengo el propósito de analizar el cómo y el porqué de lo que sucedió —y de lo que no sucedió—, más que el de recopilar narraciones que resulten familiares. He abordado, brevemente, cuestiones ya tratadas en Overlord, tales como la inferioridad de muchas armas aliadas, y en especial la de los carros de combate, en comparación con las empleadas por los alemanes. De igual modo, apenas me detengo en la batalla de Berlín, cuy os pormenores se han expuesto con frecuencia, como hizo, hace no mucho, el admirable Antony Beevor. Casi todo lo que recojo sobre ella proviene de material inédito hasta la fecha, procedente, en su mayoría, de archivos rusos. Algunos episodios que habían de tratarse, como Arnhem o la batalla de las Ardenas, resultan por demás conocidos, en tanto que de otros relatos, como los de Prusia Oriental o el Hongerwinter (« invierno del hambre» ) neerlandés, apenas tiene noticia el público, por asombroso que pueda parecer. Considero infructuoso volver a tratar aquí los últimos días que vivieron Hitler y sus secuaces en el búnker berlinés, sobre los que existe ya una ingente bibliografía sensacionalista de gran popularidad. Éste es, por encima de todo, un libro escrito en torno a seres humanos ordinarios que vivieron sucesos extraordinarios. Pese a que algunas de las personas que he entrevistado gozan hoy de gran celebridad —el doctor Henry Kissinger, el canciller Helmut Schmidt, lord Carrington …—, se ha pretendido que la may oría fuese anónima. He consagrado un capítulo a los prisioneros del Reich. Amén de los judíos, a los que se condenó a muerte de forma explícita, en Alemania, en 1945, había millones de personas sometidas a cautiverio o a trabajos forzados. Fue para mí muy revelador oír decir a alguien que había sobrevivido al internamiento en varios campos de concentración: « En Auschwitz, uno estaba vivo o estaba muerto. He conocido recintos peores» . Algunos combatientes se preguntan si tuvo, en realidad, importancia que los aliados tardasen tanto en liberar Alemania. Y lo cierto es que esta cuestión fue vital para algunos de los cientos de miles de súbditos y presos de Hitler que murieron en 1945 y que podrían haber seguido con vida si sus liberadores hubiesen sido capaces de precipitar, aunque de forma mínima, los acontecimientos. Valga como ejemplo el caso de Victor Klemperer, escritor judío de Dresde que dejó constancia en su impresionante diario de sus miedos y del modo como, un día tras otro, casi sin excepción, esperaba la muerte. « Tal vez la aniquilación de la “división de desembarco aéreo” inglesa en Arnhem sea un episodio sin trascendencia que no tardará en ser olvidado — escribió el 21 de septiembre de 1944—; pero para mí, hoy, reviste una importancia extrema» . Tengo la esperanza de que quienes lean este libro encuentren abundante información que desconocían, tal como me sucedió a mí. Tres lustros de exposición a los historiadores occidentales no han logrado que los archivos rusos dejen de ser magníficas fuentes de material inexplorado.

No me avergüenza, en absoluto, aceptar, de cuando en cuando, la sabiduría popular. Después de casi sesenta años, es poco probable que queden grandes secretos por revelar en torno al desarrollo global de la Segunda Guerra Mundial: el verdadero reto consiste en mejorar nuestro punto de vista y buscar una nueva interpretación a los testimonios de que disponemos. Los libros de nueva aparición que afirman haber descubierto revelaciones sensacionales acerca de la contienda no pasan de ser, en su may oría, un cúmulo de sandeces. Del literato dieciochesco Oliver Goldsmith, nos dice Boswell: « Cuando Goldsmith comenzó a escribir, tomó la determinación de no consignar en papel nada que no fuese nuevo. Sin embargo, con posterioridad paró mientes en que lo nuevo era, por lo general, falso, y desde entonces no mostró ningún interés por las novedades» . Yo aún conservo cierto « interés por las novedades» , pero comparto la poca inclinación de Goldsmith a perseguir la innovación por sí misma. Muchas de las historias recogidas en el presente libro no son, precisamente, secretos de Estado: representan, sin más, la puesta por escrito de experiencias que han pasado inadvertidas, así como el análisis de cuestiones a las que no se ha prestado la debida atención. Las notas instructivas pueden resultar banales para los historiadores, pero ofrecen un hilo conductor al lector medio. Los datos estadísticos ofrecidos en el texto se hacen eco de los mejores que hay disponibles, si bien muchos —y en especial los relativos al número de víctimas— están basados en poco más que conjeturas. Es imposible no errar nunca cuando se pretende examinar un panorama demasiado extenso y estudiar asuntos que jamás acabarán por resolverse de un modo concluy ente. Al hablar de la Segunda Guerra Mundial, todas las cifras excesivas deberían tratarse con gran cautela. Llevo veinticinco años escribiendo libros acerca de este período, y la familiaridad adquirida en este tiempo no evita, en absoluto, que me sorprenda ante las formidables muestras de coraje que dieron algunas personas, ni ante las bajezas de que fueron capaces otras. Después de escuchar durante cuatro horas el relato de una judía húngara que sobrevivió al Holocausto y hoy vive en el distrito neoy orquino de Queens, y al ver que no llegaba el taxi que debía llevarnos a mi esposa y a mí al aeropuerto John F. Kennedy, donde debíamos tomar el vuelo a Londres, no pude evitar preocuparme de forma visible. « ¡Tranquilícese! —exclamó mi anfitriona en tono alegre—. No hay de qué preocuparse. Cuando una ha estado confinada en un campo de exterminio, acaba por darse cuenta de que perder un avión no es nada» . En ese momento me ruboricé, igual que me ruborizo ahora, por haber manifestado ante una mujer así esa preocupación por las cosas triviales que tanto caracteriza al hombre del siglo XXI y de la que nuestros padres y abuelos tuvieron que desembarazarse, por fuerza, entre 1939 y 1945. De hecho, siempre he agradecido que nuestra generación no haya tenido que afrontar lo que sufrió la suy a. Creo, apasionadamente, en la verdad de las palabras inscritas en muchos monumentos conmemorativos de la guerra erigidos en Estados Unidos y el Reino Unido: « Murieron para que nosotros pudiésemos vivir» . La primera parte de este volumen versa, principalmente, sobre lo que se hicieron, unos a otros, los combatientes de uniforme. Más adelante, el interés de la narración se centra en la experiencia humana de la gran variedad de gentes que coincidió en Alemania en 1945. Nunca debe olvidarse, de cualquier modo, que pocos de los uniformados se consideraban soldados: la marea de la historia los había arrastrado, sin más, a un inoportuno carnaval para disfrazarlos de guerreros. Ellos eran, también, « gente normal» . Hay quien ha sugerido que son muchos los libros que hay escritos en torno a la Segunda Guerra Mundial.

Así y todo, las historias que aún no se han contado acerca de las epopeyas humanas del conflicto son tan extraordinarias que se diría que es un privilegio poder contribuir, aún de forma modesta, a la labor de recopilarlas y colocarlas sobre el telón de fondo del acontecimiento más significativo del siglo XX. MAX HASTINGS Hungerford (Inglaterra), enero de 2004

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