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Arena Roja 1 – Gema Bonnin

Una cortina de humo le impedía ver con total nitidez al individuo, pero, en cuanto apareció en la sala del club, Martina se sintió irremediablemente atraída por él. Aquel tipo tenía una forma de moverse que intimidaba y a la vez resultaba misteriosa, una combinación de lo más seductora para una chica que, a sus veinte años y tras una larga temporada sola, ansiaba compañía. Llevaba meses viajando y la cosa no mejoraba. Esa noche había salido del albergue con la intención de divertirse y vivir un poco, relajarse… o distraerse. Pero había acabado en aquel antro oscuro. Sólo ese hombre le inspiraba cierta confianza, entre otras cosas porque era occidental, igual que ella, y esa familiaridad era un alivio. No la miraría con condescendencia y recelo, a diferencia de algunos lugareños. El hombre atravesó la bruma del local y se sentó a su lado, junto a la barra. Apenas se fijó en ella y eso no hizo más que incrementar su interés, pues se había acostumbrado a las miradas ajenas desde la adolescencia. Acto seguido, pidió un whisky escocés. Su voz era grave. Mientras se lo servían, Martina lo observó. La disparidad entre sus facciones duras y sus ojos claros, de un azul cristalino, le daba una apariencia bastante atractiva, pero lo que más le llamó la atención fue la melancolía que sugería su mirada; en cierto modo, traicionaba su rostro pétreo y sus movimientos seguros. Parecía tan abatido y preocupado como ella. —Hola —lo saludó en inglés, y él la miró de soslayo, sin apenas girar el cuello—. Me llamo Martina. —Nestor —respondió tras una pequeña vacilación. Ella le sonrió y contempló cómo bebía un trago de su copa. Suspiró, tratando de pensar en algún tema ingenioso que pudieran compartir… Pero no se le ocurrió nada que valiera la pena y optó por seguir el curso habitual de todas las conversaciones entre extraños: —¿De dónde eres? Él hizo una mueca, como si no le gustase que una desconocida le planteara preguntas de esa índole. —No me considero de ninguna parte en concreto —contestó finalmente—. He vivido en Rusia, Dinamarca, Alemania, Austria… —Oh, Austria es muy hermosa. —Es uno de los pocos lugares de Europa donde puede apreciarse el color verde en el paisaje. Tú eres de España, ¿verdad? —Sí. ¿Se nota mucho? —En el acento. No te conozco tanto como para saber si se nota en otros aspectos.


Ella arqueó una de sus perfiladas cejas. —Ajá… ¿Y en qué más aspectos puede notarse? Pero Nestor no contestó, se limitó a sonreírle irónicamente y a dar otro sorbo al vaso. Martina se ruborizó. —¿Cuántos años tienes? —le preguntó. —Veintisiete. Y, sin duda, tú eres más joven que yo. —La miró asentir y estudió su semblante—. ¿Cuánto más? Martina ladeó la cabeza y reprimió una sonrisa traviesa. —Intenta adivinarlo. —¿Veintitrés? —Frío. —Veinte —declaró con seguridad. Ella parpadeó. No había esperado que lo acertara tan pronto. —¿Cómo lo has sabido? ¿Ha sido suerte? —No exactamente. Calculaba que no tenías más de veintitrés ni menos de veinte. Me he ido a uno de los dos extremos. Si hubieras tenido veintidós, habrías dicho «tibio». Si hubieras tenido veintiuno, habrías dicho «caliente». Así que tenía que ser veinte. —Vaya, debo decir que estoy impresionada. ¿Eres igual de listo para todo? —Trato de serlo. Justo entonces, la radio que el barman tenía puesta anunció una noticia que captó la atención de muchos: «El grupo empresarial Hydrus ha adquirido esta mañana el 60% de las acciones de la marca textil Marnadress, lo que la convertirá en una importante partícipe en el sector de la moda. Tras esto, el señor Malinov, dueño y presidente de la multinacional, ha logrado que su creciente y relativamente nuevo imperio se convierta en la quinta compañía con más facturación del mundo, todo un récord para una empresa con una trayectoria de poco más de tres años…». —Es increíble —murmuró Martina. Le fascinaba el mundo de las empresas y la economía.

Le hubiera gustado mucho fundar su propia compañía o trabajar en una muy grande, demostrar de lo que era capaz. Sin embargo, por el momento le ocupaban la mente otros asuntos más urgentes. —¿Crees que tardará mucho en convertirse en la empresa líder del mercado asiático? —inquirió su compañero con curiosidad. A ella le sorprendió su interés, pero trató de responder con franqueza: —Eh… A este paso, diría que no —contestó mientras se alisaba su vestido morado. —Yo pienso que ya podría haberlo sido. —¡Pides demasiado! —Martina se echó a reír—. Eso sería una verdadera hazaña. —Tal vez —convino él—. De todos modos, la gente es muy impresionable. —¿A qué te refieres? —A que Hydrus no es una empresa tan maravillosa como se sugiere en los medios. —Su voz denotaba amargura. —Está generando muchísimos beneficios. ¿No es eso todo lo que se puede pedir? Nestor se encogió de hombros. —Tú eres europea —observó—; sin duda, sabrás que todas estas compañías tienen más de un asunto turbio en nuestro querido continente. Quitémonos la venda de los ojos por un segundo, Martina, y reconozcamos lo que siempre hemos sabido: las empresas del primer mundo no mueven un dedo por nosotros y, es más, son ellas las promotoras o incluso las causantes de muchos de los problemas que ahora asolan Occidente. No creerás que Hydrus es distinta, ¿verdad? —Supongo que éticamente se le pueden recriminar tantas cosas como a las demás empresas… Aunque no creo que eso sea algo fácil de cambiar. —Por supuesto que no lo es. A lo mejor es imposible cambiarlo porque ya no hay solución. —Su expresión era distante. —¿Entonces? —No lo sé… Pero no creo que esas compañías merezcan aplausos. Aunque…, en fin, ya lo he dicho: la gente es impresionable. Ese hombre era frágil, más de lo que aparentaba. A pesar de que no se había alterado en ningún instante y de que su voz sonaba monocorde, era obvio que algo le inquietaba. Ahora su curiosidad se había incrementado considerablemente. —¿A qué te dedicas, Nestor? —No sabría decirte.

Mi función es… administrativa, por así decirlo. Aspiro a algo mejor. —¿Como a qué? —Siempre he deseado tener éxito en los negocios. Martina soltó una melodiosa carcajada. —Como todos. Él le dedicó media sonrisa. —Pero en lo personal, me gustaría colaborar con alguna entidad que tratase de equilibrar un poco la balanza, ¿sabes? Intentar minimizar las miserias que asolan Occidente. —Vaya, ¿de verdad te gustaría eso? —No sé si me gustaría, pero sería lo correcto. —Así que eres un hombre de principios. Él profirió una seca carcajada. —Ya quisiera yo, pero los principios requieren falta de pragmatismo y me temo que yo no tengo mucho de eso. Ella se rió. —Lo tendré en cuenta. —Y dime, ¿qué haces por Shanghái? El rostro de Martina adoptó una sombra de tristeza, de nostalgia y de impotencia. Nestor supo de inmediato que se trataba de un asunto delicado. —No es necesario que me lo cuentes. —No, debería compartirlo con alguien, ¿sabes? —murmuró—. Lo cierto es que es difícil sobrellevar esto sola. —En cuanto vio por su mueca que no le apetecía mezclarse en problemas ajenos, Martina se apresuró a aclarar—: No tienes por qué escucharlo. —Si sólo quieres a un oyente, me tienes a tu disposición. Ella se removió incómoda en su asiento. —Está bien… Voy en busca de mi hijo. —¿Tienes un hijo? —Sí… Con el que por entonces era mi novio, ya sabes… Locuras de la adolescencia. El caso es que me lo arrebataron y ahora trato de dar con él. —¿Lo raptaron? —No.

Pasábamos mucha hambre y… mi pareja lo vendió sin mi consentimiento… —Sintió que se le formaba un nudo en la garganta y carraspeó—. Pensándolo mejor, no quiero hablar de ello. —El tráfico de seres humanos resultaba insólito en Asia, pero en Occidente era de lo más habitual. Demasiado habitual. Respiró hondo y se animó a formular una pregunta—: ¿Y tú qué? ¿Cómo acabaste aquí? —Vine por la misma razón que todos: para escapar de la miseria y hacer fortuna. —Ah, la fortuna, esa gran aliada. Cuando encuentre a mi hijo, también yo la buscaré y me instalaré en alguna ciudad de por aquí. —Te recomiendo Hong Kong. Tiene mucha influencia occidental, hay verde por todas partes, las calles son anchas, no hay demasiada contaminación… Es un lugar bonito. —Suena muy bien —asintió Martina—. Quizá debería dirigirme allí. —Es posible que encuentres alguna pista sobre el paradero de tu hijo. Por ahí se mueve todo tipo de información sobre las irregularidades que se dan en el viejo continente. La controlan las mafias de allí, de Tokio y de Singapur. —¿En serio? —Martina sacó de su bolso el móvil y apuntó el dato—. Eso me será útil. ¿Cómo es que estás al tanto? Él se encogió de hombros. —Uno acaba enterándose de estas cosas. —Pues gracias por compartirlo conmigo —musitó ella, acercándose peligrosamente a él. —No se merecen. Sólo unos centímetros de aire separaban sus labios. Hablaron unos minutos más, debatiendo sobre las políticas que se aplicaban en Asia y que no parecían existir en América o Europa, criticando las nuevas corrientes arquitectónicas y rememorando anécdotas de su infancia. En un momento dado, Martina jugueteó con su cabello y se echó a reír. —Nestor, ¿te parezco atractiva?

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