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Apollyon – Jennifer L. Armentrout

La sangre me hervía en busca de pelea. Los músculos me lo pedían. Todos mis pensamientos estaban envueltos en una embriagadora bruma ámbar de poder. Yo era el Apollyon. Tenía control sobre los cuatro elementos, y el quinto y más poderoso: Akasha. Alimentaba al Asesino de Dioses. Yo era su energía, su as bajo la manga. Yo era el principio y él era el final. Y juntos, lo éramos todo. Sin embargo, lo único que podía hacer era andar de un lado a otro. Enjaulada y sin poder, debido a las marcas grabadas en el cemento sobre mi cabeza y a los barrotes forjados por un dios. —Álex. Pero, por supuesto, no estaba sola. Oh no. Mi infierno personal era una fiesta para dos. Bueno, en realidad era un trío… o un cuarteto. Sonaba más divertido de lo que realmente era. Voces… tenía muchas voces en la cabeza. —¿Te acuerdas? Eché la cabeza hacia atrás. Sentí cómo mis músculos se estiraban y mis huesos crujían. Luego repetía los movimientos hacia la izquierda, moviendo los dedos: meñique, corazón, índice… una y otra vez. —Álex, sé que puedes oírme. Miré por encima del hombro, torciendo los labios. Chico, tenía un asunto pendiente del tamaño de un T-Rex con aquel pura sangre. Aiden St.


Delphi estaba al otro lado de los barrotes. Allí quieto, como una fuerza inamovible. Sin las protecciones de Hefesto o Apolo entre nosotros, se habría convertido en algo intrascendente. No. No. No. Mi mano voló por voluntad propia hasta la rosa de cristal. Sentí sus suaves y delicados bordes. Él lo era todo. Sentí un dolor agudo en las sienes y solté un gruñido. Le miré con odio y volví la mirada hacia la pared de cemento. —Tendrías que haber seguido dándome el Elixir. —Nunca debería haberte dado el Elixir —corrigió—. No era la forma de llegar a ti. Reí con frialdad. —Oh, pues llegaste bien a mí. Hubo una pausa. —Sé que sigues ahí, Álex. Bajo esa conexión, sigues siendo tú. La mujer a la que amo. Abrí la boca, pero no tenía palabra alguna, solo recuerdos de estar junto a un arroyo y decirle a Aiden que le quería, y luego un montón de pensamientos y acciones en las que él era el protagonista. Meses, o incluso años, de recuerdos pasando por delante mío una y otra vez hasta no poder distinguir entre el pasado, el presente y lo que sería mi futuro. Como si supiese qué estaba pensando, dijo: —Hace unos días dijiste que me querías. —Y hace unos días estaba completamente colocada y escondiéndome en armarios, gracias a ti. —Me giré justo a tiempo para ver cómo se encogía.

Bien—. Tú fuiste quien me dio el Elixir. Aiden respiró con fuerza, pero no apartó la mirada avergonzado o culpable. Me miró a los ojos y me sostuvo la mirada, viendo aquellos ojos que sabía que odiaba con toda su alma. —Pues sí. Respiré profundamente. —En algún momento acabaré saliendo de aquí, Aiden. Y te mataré. Lentamente. —Sí, y a todos mis allegados. Ya lo sé. Ya hemos pasado por esto. —Se inclinó contra los barrotes. En su rostro no había ni un atisbo de barba, se lo veía suave. Llevaba puesto el uniforme de Centinela, completamente negro. Pero bajo sus impresionantes ojos se podían ver unas oscuras sombras. —Sé que, si consigues salir, no me harás daño —continuó—. Lo creo de verdad. —Qué triste. —¿El qué? —Que alguien tan atractivo como tú sea tan estúpido. —Sonreí y vi cómo entrecerraba la mirada. Cuando vi aquel brillo plateado, supe que había dado en el clavo. Durante tres segundos me hizo muy feliz, pero luego me di cuenta de que seguía en una maldita jaula. Cabrear a Aiden ayudaba a que el tiempo pasara más rápido, pero no cambiaba nada. Había mejores cosas por hacer.

Solo me quedaba esperar el momento oportuno. En mi cabeza había un ruido de fondo. Constante. Lo único que tenía que hacer era conectar con él, pero en cuanto Aiden sospechaba que iba a hacerlo, empezaba a hablar. Fui hacia el colchón en el suelo, me senté y apoyé la barbilla sobre las rodillas. Me quedé mirando cómo Aiden me miraba. Mientras, intentaba apartar la voz que aparecía cuando se quedaba callado. Ni me gustaba, ni la entendía. Aiden se pasó una mano por el pelo y se apartó de los barrotes. —Sabes qué está pasando ahí fuera, ¿verdad? Me encogí de hombros. ¿Tenía que importarme? Lo único que me importaba era poder salir de allí y conectar con mi Seth. Y entonces, si mi padre seguía esclavo en los Catskills, lo liberaríamos. Mi Seth me lo había prometido.

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