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Antologia De Relatos Romanticos. San Valentin 2020 – Varios Autores

Inmaculada Piñero entró en el juzgado dispuesta a defender un caso difícil. Se trataba de una mujer que, durante un periodo de su vida dominado por las drogas, había perdido la custodia de su hija de cuatro años en favor del padre. Tres años más tarde, y completamente rehabilitada, luchaba por recuperarla. El caso la había marcado, como madre que era, y estaba dejándose la piel para ayudar a su cliente. El abogado del padre luchaba por que no se le concediera ni siquiera la custodia compartida y solo tuviera derecho de visita, siempre bajo la supervisión de una tercera persona. Durante varios días, había aportado documentación de médicos, psicólogos y personal sanitario. Isabel Blanco estaba totalmente rehabilitada, lo había logrado gracias a su profundo deseo de recuperar a su hija, y ella estaba dispuesta a ayudarla. Las mujeres debían apoyarse unas a otras, estaba convencida de que lo lograrían, a pesar de que el abogado paterno era un hueso duro de roer. El magistrado que llevaba el caso no daba pistas de hacia qué lado se inclinaría, pero estaba segura de que tenía que imponerse la justicia, y no se podía privar a una madre de su hija por un error del pasado. Se reunió con su cliente en la antesala del juzgado donde se libraba la causa y allí se enteró de una triste noticia: el juez había sufrido un derrame cerebral aquella madrugada y habían tenido que sustituirlo. La vista se aplazaba cuarenta y ocho horas para que el nuevo magistrado tuviera ocasión para ponerse al día. —¿Quién es el sustituto? —preguntó a uno de los empleados presentes. —Uno que tú conoces muy bien —respondió con sorna. —Conozco a todos los magistrados de este juzgado —dijo sacando su voz más dura de «letrada de hierro», cómo sabía que la llamaban. —A este, de forma muy especial. —¡No puede ser! ¿Raúl? ¿Mi marido? —En efecto, su señoría el magistrado Hinojosa. Cerró los ojos con fuerza. ¡Debía haber un error! Nunca coincidían en un caso, había sido un acuerdo al que llegaron cuando él consiguió la judicatura, y siempre habían logrado mantenerlo. Él rechazaba los casos en que ella estaba implicada, y viceversa. Se apartó un poco para telefonearle. Raúl respondió al primer timbrazo, como si esperase su llamada. —Dime, Inma. Mal asunto. Ni cariño ni preciosa. Solo Inma, lo que significaba que no hablaba Raúl, sino el juez.


—Acabo de enterarme de que vas a juzgar mi caso. —En efecto. —Raúl, decidimos evitar estas situaciones. —No he podido negarme. Serrano ha sufrido un derrame cerebral del que no se va a recuperar y en este momento no hay otro compañero disponible. No se convertirá en algo habitual, descuida. —No me gustaría que alguien cuestionara tu sentencia. —Puedo asegurarte que el hecho de que seas mi mujer no influirá en mi imparcialidad. Desde este momento y hasta que, una vez estudiados a fondo los documentos del caso, dicte sentencia, serás solo la abogada Piñero. Y te agradecería que, para evitar suspicacias, no me llames durante las horas de trabajo. —De acuerdo, señoría —recalcó el tratamiento. Cortó la llamada y regresó junto a su cliente para informarle de que se había cancelado la sesión aquella mañana. Dos días después, se volvieron a reunir en el juzgado de familia. Inma evitó mirar a su marido, sentado frente a ella, para que nadie pudiera adivinar cómo le ponía verlo desempeñar su papel de magistrado. En aquel momento, era solo el juez que llevaba el caso. Ya se lo demostraría aquella noche cuando llegaran a casa. Era la víspera de San Valentín y aún no sabía qué sorpresa había escogido Raúl para celebrarlo, pero ella se le iba a tirar al cuello en cuanto asomara por la puerta. Que su hija Marta ya se hubiera ido de casa tenía sus ventajas. Se sentaron en espera de que se leyera la sentencia. Raúl presentaba su aspecto más profesional y por mucho que lo miró no logró encontrar sus ojos. Su marido se tomaba muy en serio su faceta profesional. Pero a medida que escuchaba su entusiasmo, se fue viniendo abajo. La sentencia no era ni por asomo la esperada. Negaba de forma tajante la custodia a la madre y limitaba las visitas a una hora semanal, en presencia de un familiar y en la casa paterna. Sintió la furia crecerle dentro, pero logró controlarse.

Miró a su marido, que permanecía serio y circunspecto, evitando sus ojos. Él la conocía lo suficiente para saber cómo se sentía y también el enfrentamiento que tendrían cuando estuvieran a solas. El tipo del que ambos querían evitar no aceptando los mismos casos. Inma aguardó a estar en su casa para dar rienda suelta a su furia. No quería montar un espectáculo en el juzgado y mucho menos dar pie a habladurías sobre su matrimonio. Raúl la esperaba tranquilo, con una copa en la mano. En el ambiente, flotaba el olor de una infusión relajante, lo que la enfureció aún más. ¡Si esperaba calmarla con tila, valeriana u otra de sus mezclas iba apañado! Estalló nada más verlo. —¡Te sentirás satisfecho con tu sentencia! —La considero justa. —¿Justa? ¿Te parece justo privar a una madre de su hija? —En este caso, sí. Mostraba la expresión imperturbable con que se revestía en los juicios. —Deja la cara de juez para los tribunales, ahora te estoy hablando yo. —Me está hablando la letrada Piñero, puesto que me reclamas una sentencia. —Claro que te la reclamo, porque sé qué ha sucedido. Has dictado en mi contra para que no te acusen de favorecer a tu mujer. —Eso no es cierto. He fallado de acuerdo con mi criterio de justicia. No me puedo creer que cuestiones mi imparcialidad. —¿No sientes lástima por esa pobre madre? Está rehabilitada y lleva limpia de dogas casi un año. —He visto los informes médicos. —¿Y te los pasas por el forro? —No me los he pasado por ningún sitio. Solo que no he pensado en ella a la hora de dar mi veredicto. —¡No, claro que no! Has pensado en el padre. Los hombres os apoyáis unos a otros. Vosotros cometéis un error y os creéis merecedores de ser perdonados, pero si lo hace una mujer, entonces pierde todo derecho a enmendar sus errores.

—He pensado en la niña. —¿Y crees que estará mejor con su padre y con la novia de este? —De momento, sí. —¿De momento? —Inma, he leído los informes psicológicos de la pequeña y siente miedo de su madre. —Porque los recuerdos que tiene no son agradables, necesita cambiarlos. Pero ahora, gracias a ti, eso no sucederá. —Habrá una revisión del caso en un año y, si para entonces tu cliente ha sabido ganarse el afecto de su hija, se planteará un cambio de sentencia. De momento, no permitiré que una pequeña pase miedo para que tú te salgas con la tuya. —Este es el motivo por el que no debemos trabajar en los mismos casos, porque acabaremos tirándonos los trastos a la cabeza. —No he podido evitarlo. —¿Seguro, su señoría? —Seguro, letrada. Incapaz de contener su enfado, Inma salió del salón y se encerró en el despacho. El resto de la tarde y la cena la pasaron en un tenso silencio. La noche, cada uno en un extremo de la gran cama, evitando tocarse. Y amaneció el día de San Valentín. Era una fecha que para ambos tenía muchos recuerdos y siempre la celebraban con intensidad. Desde aquel año en la Facultad de Derecho en que él le envió un precioso centro de flores con un poema de Bécquer. Cada año le correspondía a uno organizar algo especial para el día de los enamorados, y aquel año, el honor era de Raúl. Pero Inma se sentía tan enfadada que no deseaba ninguna celebración. Sin siquiera un beso fraternal, se marcharon a sus respectivos trabajos. Sumergirse en papeleo y legajos la hizo relajarse un poco y olvidar que aquel era un día especial. No fue a comer a casa, tomó algo cerca del bufete y continuó trabajando. Raúl no la había llamado, debía estar tan enfadado como ella. A media tarde, llamaron a la puerta del despacho. Se acercó hasta el portero electrónico. No esperaba ningún cliente.

—¿Sí? —¿Inmaculada Piñero? Una entrega. Abrió con la esperanza de que no fuese una bomba enviada por algún cliente ofuscado. Minutos después salía del ascensor un repartidor cargado con un precioso centro de flores, idéntico al que Raúl le había enviado en la facultad. Sintió el corazón golpearle con fuerza en el pecho mientras recibía el obsequio, daba una propina al repartidor y buscaba la tarjeta que estaba segura de encontrar. Halló unas palabras manuscritas en la alargada caligrafía de su marido. «Volverán del amor en tus oídos Las palabras ardientes a sonar, Tu corazón, de su profundo enfado Tal vez despertará. Pero mudo, absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te quiero…, desengáñate. ¡Así no te querrán!». Espero que el señor Bécquer no se ofenda porque haya cambiado su poema, pero ya sabes… no soy poeta y tengo que usar los versos de otro para expresar lo que siento. Te quiero con locura, amor mío. Ayer, ahora y siempre. Sintió que el enfado se evaporaba de inmediato. Que el maldito zalamero de su marido había tocado su alma una vez más. También, muchos años atrás, cuando le había mandado un centro de flores idéntico a ese, ella estaba muy enfadada y, aunque se negó a reconocerlo, él ablandó su corazón con unas flores y unos versos. Entonces lo había llamado para darle las gracias. En ese instante, se las daría en persona. Con una sonrisa, apagó el ordenador y se marchó a casa para celebrar San Valentín como la fecha merecía. En los brazos del hombre que la amaba y al que ella también quería con locura. Inma y Raúl son personajes secundarios de ¿Solo amigos? y Más que amigos. https://www.megustaleer.com/autor/ana-lvarez/0000104205/ Un atardecer en el reloj del sol Arlene Sabaris El atardecer dibujaba el cielo con tonos naranja y dorado que se colaban por las nubes, preñándolas de luz. El sol se despedía en su espectacular ceremonia, ensimismando al fotógrafo que intentaba capturar los últimos instantes de vida de aquella tarde moribunda. La contextura menuda del joven le permitía moverse rápidamente, casi saltando por los adoquines que cubrían la calle. Ella lo miraba extasiada, prendida de su imagen juguetona, danzando en plena Zona Colonial, con su camiseta blanca con un símbolo de paz impreso en azul claro al centro, y sus pantalones en mezclilla.

El sonido de la campanilla de un heladero resonaba insistente para atraer a los pequeñines que caminaban en los alrededores en compañía de sus padres. La plaza de España, en la ciudad primada de América, Santo Domingo, era uno de los lugares favoritos de Iveth y Gastón, no solamente para que él hiciera fotos, sino también para pasear, bailar, visitar los museos o simplemente observar a la gente conversar en los parques; pero también era el lugar favorito de muchas familias para disfrutar una tarde de domingo, volar cometas, montar bicicletas o arriesgarse en la pendiente con un par de patines. Gastón debía tomar fotografías para un reportaje del periódico local, sobre la historia de los más icónicos elementos de la Zona Colonial, a propósito de los 525 años de su fundación. Su novia lo acompañaba solo por el placer de estar con él y porque, claro, le encantaba visitar esa parte de la ciudad, sobre todo cuando ya caía la noche. El Museo de las Casas Reales se erguía imponente al inicio de la plaza, y el Reloj del Sol que se situaba justo al frente, a simple vista parecía los restos de una antigua columna olvidada. En el mismo lugar en el que fuera establecido desde 1753, la estructura proyectaba las seis de la tarde usando el movimiento de la tierra y la sombra generada por el triángulo isósceles integrado en la parte superior. Iveth se dirigió al borde de la inmensa muralla colonial, donde los arcaicos cañones reposaban y servían de asiento y marco de recuerdos a los que recorrían la plazoleta. Se sentó en uno de los muros, tratando de que sus pantalones largos en mezclilla le protegieran del contacto con el empedrado caliente. Él seguía tomando fotos de la vista general de la plaza y suspendió todo por un instante para acercarse a ella, con la sonrisa a flor de piel. —Iveth, ¿crees que mañana habrá menos gente a esta hora? —le preguntó enfocando hacia ella el lente de su cámara. —Es sábado, amor. Mañana es domingo y habrá misa en todas las iglesias, así que probablemente habrá más personas aquí. ¿Por qué? —le preguntó a la vez que acomodaba uno de sus rizos rebeldes. —Solo pensaba en que tal vez podíamos volver para ver el reloj más temprano, hacer las fotos cuando la sombra esté, no sé, a las tres de la tarde —le dijo, soltó la cámara y la dejó colgar de su cuello para darle un sencillo beso en los labios. —No voy a regresar mañana, tengo cosas que hacer, Gastón. Además, ya le dijimos a Gabriela que iríamos a su fiesta para conocer el sexo del nuevo bebé. No puedo faltar, empieza a las cuatro de la tarde y prometí ayudarla —respondió ella en tono de protesta. —Muy bien, de acuerdo. ¿Y qué te parece si venimos después? —indagó con la esperanza de que contestara de forma positiva. —Gastón, no es saludable trabajar en fin de semana, ¿no crees? Podemos hacer otra cosa — replicó ella convencida de que era una muy mala idea. La blusa blanca de finos tiros que dejaba descubierta parte de su espalda, exhibiendo sus pecas, no era suficiente para librarla del sofocante calor de aquel febrero en mitad del caribe. Ya habían tomado fotos por al menos dos horas desde el principio de la calle Las Damas, y estaba cansada de caminar. Ignoró el comentario de su novio y se puso de pie para acercarse al heladero que seguía agitando sin cansancio su campanilla. Pidió un helado de frambuesas y empezó a comerlo, no sin antes preguntarle a su acompañante si quería uno también, a lo que él se negó. Gastón la miraba inquieto.

A sus veintiséis años, una mezcla de emoción y nervios lo invadía; la mujer despampanante con la que apenas tenía un par de meses saliendo, la que, aunque no lo parecía, lo superaba en edad por casi diez años, la que ya se había casado y divorciado antes de que él siquiera terminara la universidad, se paseaba a su alrededor comiendo un helado de frambuesa, ajena a lo que él estaba a punto de hacer. Se había enamorado de ella de manera instantánea. Salía de una piscina cuando la vio entrar saludando a un amigo en común con el que conversaba. Llevaba una blusa ajustada de tirantes en color piel que revelaba un escote atractivo y cubierto de pecas, con un pantalón de yoga negro que llegaba a sus tobillos. El cabello castaño pelirrojo envuelto en un moño que dejaba escapar los rizos por todo el borde de su bellísimo rostro ovalado. Sus gafas oscuras ocultaban unos ojos marrones de infinita profundidad, que solo había podido ver en detalle cuando Andrés los presentó. Se disculpó por la humedad de sus manos y la desnudez de su bien formado torso cuando la saludó por primera vez, sin embargo, aquel primer contacto había definido el resto de su vida, así lo veía él. El francés, recién llegado, se había enamorado perdidamente de la dominicana que sin dudas había quedado también prendada de él. Salieron juntos esa misma semana y desde entonces se hicieron inseparables. El trabajo de ella como gerente general en una agencia de viajes le daba la libertad de compartir en distintos espacios con el fotógrafo, que con los meses se convirtió en su delirio. Ninguno de los dos esperaba que la relación creciera tan vertiginosamente, sin embargo, pasaron juntos la Navidad, el Año Nuevo y cada día libre que pudieron durante seis meses. Gastón estaba convencido de que ella era la mujer de su vida, y había elegido ese fin de semana para pedirle que lo fuera formalmente. Las fotos, aunque eran un compromiso real, no fueron más que la excusa para llevarla al lugar y al momento del día donde quería pedírselo. Esperó a que ella terminara de comer el helado y la tomó de la mano para conducirla de nuevo al borde de la muralla, donde la cargó y la sentó para que quedara de frente. Del sol quedaba un rastro moribundo oculto en las nubes teñidas de rojo, y la brisa tímida continuaba agitando el cabello de ambos. —Eres la mujer más hermosa que vi en toda mi vida… —dijo él acariciando su mano. —¡Oooh! Gracias, amor. Tú eres el hombre más galante que he conocido yo —lo interrumpió ella sosteniendo con ambas manos el rostro de Gastón, sumergida en laguna azul de sus ojos. —Desde que te conocí, la palabra amor cobró sentido para mí. Contigo descubro cada día todo lo que puedo ser, y la mejor parte es que no tengo que dejar de ser yo, un amante de la sencillez que se esconde en el vaivén de una ola o en la complejidad de un retoño que florece. No te ríes de mis locuras, pero ríes conmigo. —Gastón… ¿qué…?—dijo ella confundida, soltando su rostro con las manos temblorosas, mientras su corazón latía con fuerza descomunal. —Déjame terminar… Y no quiero ver a ninguna otra mujer nunca más. Por eso… —continuó, puso una rodilla al aire y la otra en el suelo, y sacó de su bolsillo una pequeña caja dorada. —¿Gastón…? —repitió con la voz ahogada en un sollozo.

—Te pido que te cases conmigo. —Abrió la caja y expuso ante ella un anillo de compromiso que brillaba con el reflejo de los últimos rayos de sol. Los ojos de Iveth se nublaron enseguida y saltó del muro para abrazar a Gastón, que seguía arrodillado en la plaza empedrada con la mano extendida. Lo rodeó y entonces él se puso de pie, tomó su mano para ponerle el anillo y, sin perder la sonrisa, ambos se fundieron en un beso húmedo y largo que duró hasta que la luna iluminó la plaza. Y así fue como Iveth y Gastón se comprometieron al pie del reloj del sol, en el instante en que la sombra del sol desaparece y deja de marcar la tarde para que la noche se apodere del cielo. Los curiosos se acercaron y llenaron la plaza de aplausos que la pareja no escuchaba, y la muralla que siglos atrás había sido testigo silente de la guerra, en ese momento era testigo del amor.

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