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Antes De Partir – R. M. De Loera

Una especie de escozor invadió mi pecho. La mano que sostenía la puerta cayó, inservible. Entretanto, un líquido caliente y espeso resbaló por mi piel. Por unos segundos mis ojos se desmesuraron mientras que la furia todavía recorría los que estaban frente a mí. Lo que me sacó de mi estupor fue el ruido que hizo el jarrón, que perteneció a la familia de mi madre, al explotar. Al parecer la bala me atravesó y salió de mi cuerpo. Un suspiro brotó de mi pecho. Levanté la mano y cubrí el hombro antes de cerrar los ojos. Las dudas y temores se volvieron certezas. Debí saber que sería así. La habitación comenzó a dar vueltas y caí de un sentón, si bien, al querer apoyarme los músculos no me respondieron. La cabeza fue lo primero que rebotó en el suelo y después la espalda y hombros. Aunque me lo prohibí, un alarido escapó de mi garganta al sentir el segundo estallido, un poco más abajo del primero. La respiración se tornó errática cuando, aún con la Colt gubernamental empuñada, él entró sereno y cerró la puerta. Se dirigió a la cocina. Lo escuché dar vueltas, reconocí el repiquetear del cristal y cómo tapaba las ollas. Quizás también apagó las hornillas. Era un día especial, y preparé un estofado de albóndigas con salsa de pepinillos, lechuga con aderezo de mayonesa, pan de centeno y pudín con salsa de limón. Regresó y se acuclilló detrás de mí. Tuve que echar la cabeza atrás en un intento de no perderlo de vista. —Nadie se lleva lo que es mío, Helen. Extendió los fornidos brazos para acomodar los músculos dentro del prístino traje de corte recto. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente nacarada cuando se quitó el sombrero. Un buche caliente se atoró en mi garganta lo que provocó una tos profusa. El dolor en el pecho me acompañó las últimas semanas por lo que creé cierta inmunidad.


Mi cuerpo permaneció adormecido. Él acercó el inmaculado pañuelo. Lo arrastró en la mejilla derecha y luego en la izquierda. Recorrió los labios con ese toque tan suyo, una especie de reverencia y arrebato. Cualquier otro podría creer que me lastimaba, mas, eso nunca sucedió. Jamás estuve en peligro entre sus brazos. Dobló el pañuelo en cuartos y lo guardó en el bolsillo del traje, donde, una diminuta mancha comenzó a formarse. Esos ojos, como el whisky puro, se aferraron a los míos. —Perdóname, Will. —Mis palabras ahogadas. Al parecer sus extremidades ya no resistieron la postura porque cayó. No obstante, eso nunca sucedió antes. William Miller era macizo y distinguido. Un hombre admirado por su comunidad que no le temía a nada y siempre encontraba soluciones. Extendió la pierna derecha y dejó la izquierda doblada. Cubrió la boca con la mano y desvió la mirada. Tras aclarar la garganta, y cual, si fuera una pluma, me levantó hasta apoyar la cabeza sobre su regazo. Llevó la mano a un lado y segundos después sentí el frescor del agua enjugar mis labios. Los entreabrí y saqué la punta de la lengua. Dejó que varias gotas resarcieran mi garganta, no obstante, con cada una de ellas volvía a tocar el líquido para llevar los dedos a su boca. No sé cuántos minutos pasaron hasta que otro ataque de tos me invadió. Quise levantar el brazo ceniciento para cubrirme, pero él lo sujetó con firmeza. Varios puntos rojos cayeron aquí y allá. En el saco, la camisa y la nariz. Me atreví a recorrer el rostro de mandíbula cuadrada con la mirada y me tropecé con la suya.

Un par de lágrimas corrieron por mis mejillas. Era la única responsable de arrebatarle el futuro. Él extendió el pulgar y las recogió para llevarlas a sus labios. Se inclinó y dejó besos sueltos mientras sus manos gruesas sostenían mi rostro con devoción. Anhelé poder rodearlo con mis brazos y sentir la suavidad de su cabello castaño una vez más. El adormecimiento fue reemplazado por el vació que se extendió en mi pecho. Y de tantas cosas por decir ninguna abandonó mi boca. Los hombres partirían hacia el Pacífico al siguiente día. Los japoneses atacaron suelo americano y el país entraba a la guerra. Esa mañana me puse el vestido de rayón que me regaló hacia un mes. Un atuendo de una pieza estilo A, en gris, con hombreras y un diminuto cinto que enmarcaba la cintura. Will vendió el reloj de oro que le perteneció a su padre para poder comprarlo. El dinero que sobró se guardó en un cofre que permanecía debajo de la cama. Eso debía cubrir mis gastos durante algunas semanas. Tuve que retocar los labios cuando boté el desayuno por el retrete. Al mirarme en el espejo sonreí por verme tan desmejorada. El cabello platino perdió su lustre. Necesitaba un poco de rouge para las mejillas, pero no tenía, si bien, un brillo especial lograba hacer resplandecer mi mirada y, estaba segura, de que nadie notaría mi palidez. La semana anterior solicité trabajo en la fábrica Remington que desde hacía tres meses se encargaba de la producción de la Colt. A pesar de la calentura que me mantenía débil desde el mes pasado, acudí a la entrevista. Llené la documentación. Como cada vez, desde hacía tres meses, el orgullo engrandeció mi corazón al escribir Helen Miller en el espacio donde solicitaban mi nombre. La mujer que me entrevistó me informó de mis responsabilidades. Por último, me hicieron un examen médico. Ese día me comunicarían su decisión.

Sin embargo, cuando llegué a la fábrica no me permitieron el paso. Me explicaron que podía desatar una epidemia con mi enfermedad. Fiebre tifoidea la nombraron.

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