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Amos y Mazmorras VI – Lena Valenti

Siguiendo la carretera de Luisiana que bordeaba el río, en White Castle, estaba Bayou Goula, como un lugar espectral y perdido en el mundo. Era una de las iglesias más diminutas que se conocían. Era de madera blanca y estaba rodeada por casas antiguas y vecinas, un cementerio y varias plantaciones de azúcar. El teléfono de Sophie estaba apagado, así que Nick no había podido localizarla a través de la aplicación del iPhone. Sin embargo, años atrás, cuando entró en el FBI y se hizo amigo de los ingenieros de seguridad informática, consiguió algo que, de algún modo, asegurara que Sophie estuviera protegida; algo que, en caso de que desapareciera, le facilitara la búsqueda. Hasta entonces no lo había necesitado. Era una pegatina minúscula y transparente que se adhería a cualquier objeto. Disponía de un circuito localizador que daba una señal al móvil, una vez que te habías descargado la correspondiente aplicación. En la actualidad, se comercializaban, las llamadas Stick n’Go. Aunque ninguna era de tan largo alcance como la que le había facilitado el FBI. Gracias a eso, Nick estaba justo delante del edificio del que salía la señal. Ella no lo sabía, pero la pegatina estaba pegada permanentemente en el interior de la alianza de Sophia. Ella o su anillo estaban allí. ¿Por qué? Nick echó una ojeada a la zona desde el interior de su coche. En aquellos primeros días de septiembre, todavía hacía calor. De madrugada, una niebla diluida se aposentaba sobre la maleza, lo cual le daba un aspecto gótico y fantasmal a la iglesia abandonada. Nick llamó a Cleo inmediatamente. Aquello no le gustaba nada. —Oye, Connelly. —¿Nick? ¿Sabes algo? —Necesito refuerzos en White Castle. Estoy frente a la iglesia abandonada de Bayou Goula. —¿Cómo? ¿Qué haces ahí? ¿La has encontrado? ¿Has encontrado a Sophie? —Sophia tenía un localizador en la alianza. Sigue llevándola, aunque nos hayamos separado —añadió algo confuso—. La señal sale del interior del edificio. —¿Crees que está ahí dentro? Nick fijó sus ojos dorados en la puerta de la pequeña capilla.


—O está ella, o está el anillo. Y las dos posibilidades son igual de extrañas. —Ahora mismo vamos para allá. Avisaré a Magnus y… —No, Cleo. No quiero ni a los medios ni a la policía aquí. Los Ciceroni odiaban los escándalos. Querían llevar aquel asunto con discreción, como él. Sophie era la madre de su hija, Cindy, y la mujer de la que había estado perdidamente enamorado. No iba a permitir que tuviera que soportar escándalo alguno, ni que lo que le había pasado abriera los telediarios. —Pero, Nick… La denuncia está en comisaría…, y es su jurisdicción. —No me importa. Te necesito a ti y a Lion. Llama a tu hermana y al ruso. Venid hasta aquí. No sé qué mierda hay ahí dentro. Lo único que sé es que Sophia ha estado ahí. Y, tal vez siga estándolo, y no por propia voluntad. —Entendido, Nick. No hagas nada sin nosotros, ¿de acuerdo? Vamos para allá. —Os espero. Pero no tenía ninguna intención de esperar a nadie. Sophie podía estar ahí dentro, maldita sea. Nick ya había presenciado escenas demasiado violentas como para que su mente pensara que no iba a suceder nada malo y que ella estaría bien. Su exmujer no pintaba nada en ese lugar perdido de la mano de Dios. Sin perder de vista la puerta blanca de Bayou Goula, imaginando que cualquier despiste podría resultar letal, metió la mano bajo el asiento de piel negra del piloto y abrió un compartimento privado.

Sacó su HSK plateada y con mango negro. La cargó entre sus piernas. Debía mantener a raya sus pensamientos; de lo contrario, la desesperación haría que se despistara, que cometiera un error. Y cualquier error podría resultar fatal. Medio agachado, aceleró el paso, tratando de mantenerse a una altura por debajo de la ventana, para que no lo descubrieran. Apoyó la espalda en la pared al lado de la puerta. Habían forzado la cerradura. Alargó la mano y agarró el picaporte. En cuanto lo moviera, quien fuera que estaba al otro lado vería que lo habían descubierto. Ajustó el puntor rojo de su arma silenciada. Tendría pocas oportunidades. No había margen de error alguno. De repente, una imagen cruzó su mente. Un recuerdo de lo que Sophie y él habían sido juntos. De sus juegos y de su complicidad. Como cuando jugaban a asustarse el uno al otro y se escondían por la casa. No la de sus padres, sino la que consideraban que era de ellos, la de Washington. Dalton los perseguía con curiosidad y un gesto alegre. Sophie se escondía entre las habitaciones y el jardín, y él tenía que dar con ella. Y Nick sabía lo nerviosa que se ponía cuando la acechaban, tanto que hasta se mordía esas uñas perfectas que siempre llevaba. Después, cuando se encontraban, Dalton ladraba como un loco, y los dos reían, carcajeándose el uno del otro, entre besos y abrazos. Nick sacudió la cabeza y tragó saliva: lo echaba de menos. Pero esta vez el juego era muy distinto. Para empezar, aquello no tenía nada de lúdico, nada que ver con aquellos jueguecitos de enamorados. Fuera lo que fuera lo que le había sucedido a Sophia, daría con la respuesta, aunque fuera en aquel lugar sagrado.

Eso sí, si a su exmujer le habían hecho daño…, y ese dios todopoderoso al que habían consagrado aquel lugar había contemplado la escena sin hacer nada…, entonces… no atendería a razones. * * * Sophie sentía un dolor sordo en el brazo derecho, así como en parte del hombro y la espalda. Como si fuera un recuerdo hormigueante de una quemadura. Sumida en las brumas de una inconsciencia parcial, intentaba abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado. Sentía la boca seca, tan y tan seca que tenía la sensación de que su lengua era un estropajo usado. Frente a ella, en lo que parecía un banco de madera oscura y vieja de los muchos que había, reposaban toallitas blancas manchadas de sangre. ¿De quién era esa sangre? ¿Dónde estaba? Lo único que recordaba era que, al poco de salir del aeropuerto de Luisiana, sintió un aguijonazo en el cuello. Después de eso, la más impenetrable oscuridad dejó paso al olvido. Un sonido metálico, molesto e incesante, atoró sus oídos, como si se le hubiera metido en la cabeza y rebotara de una pared cóncava y huesuda a otra. —Ese ruido… —murmuró con dificultad, apoyando la cabeza de nuevo sobre la superficie de madera en la que estaba recostada y boca abajo. Suelo. Suelo de láminas de madera añeja, polvorienta y desgastada—. Haz que pare… Pero el ruido no cesó. Ni tampoco desapareció el mareo y la laxitud de su cuerpo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los brazos. ¿Dónde los tenía? ¿Por qué no los sentía? —Por favor… ¿Hay alguien ahí? Ayúdenme —pidió apenas sin fuerzas —. Tengo una hija… Pero nadie contestó. No quería creérselo. No quería pensar de nuevo en aquello. Pero la situación se parecía mucho a cuando la habían secuestrado en las Islas Vírgenes, cuando, durante horas, la habían retenido contra su voluntad… ¿Sería tan desgraciada de vivir lo mismo una segunda vez? ¿Y Nick? ¿Se preguntaría dónde estaba cuando ya no supiera nada de ella? No, ¿verdad? Porque ya no la quería. Hacía dos semanas que no lo había llamado. Y él tampoco se había puesto en contacto con ella. Le había explicado lo que le pasaba, el miedo que sentía, la sensación de que la estaban vigilando… Pero él se rio de ella. No la creyó. En medio de aquel limbo, intentó recordar la última vez que habían hablado

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