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Amos y Mazmorras I – Lena Valenti

Una nunca sabe cuando le va a sonar el teléfono, ¿verdad? El día tiene veinticuatro horas, es largo para muchos y corto para otros… ¿Por qué su maldito teléfono decidió tronar como un histérico incontinente justo en aquel preciso momento? Estaba a punto de responder a la pregunta número quince de su trascendente entrevista psicotécnica: «¿Cómo actuaría si tuviera al asesino de su “hipotética” hija frente a usted?», había preguntado el psicoanalista. Hasta entonces, le estaba saliendo todo muy bien. Controlaba el tic de su pie, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, y escuchaba con porte sereno el interrogatorio de aquel especialista en control mental. Cleo había cuidado su aspecto; informal pero a la vez serio. Tejanos ajustados, zapatos negros de tacón no muy alto; una americana corta del mismo color y, debajo, una camiseta blanca sin florituras y ligeramente pegada al pecho. Se había recogido el pelo rojo en un moño alto, estético y respetable; las gafas de ver de pasta negra que, dicho sea de paso, no necesitaba, otorgaban un toque más interesante y menos aniñado a sus ojos rasgados y gatunos de color verde muy claro. Solo había una mesa que se interponía entre su futuro más preciado y su intrascendente realidad como policía de la ciudad de Nueva Orleans. La habitación en la que tenía lugar la entrevista era espartana, no tenía muebles. En el techo colgaba una lámpara que alumbraba directamente a sus rostros. Las paredes eran blancas y ni siquiera había cortina en la solitaria ventana. Cuanto menos objetos hubiera que distrajeran la atención de los interrogados, más fácil sería leer sus mentes. —¿Señorita Connelly? —Arqueó las cejas con expresión contrariada. ¡Naziiiiiiiiiiii! ¡Naziiiiiiiiiii!, repetía el móvil. —Yo no tengo hija, señor —contestó con cara de «no-está-sonandoningún móvil-que-llame-a-Hitler». Cleo se relamió los labios. Se le humedecieron las manos y, sin querer, sus ojos se desviaron a su bolso. Tenía su iPhone ahí, justo en la silla que había al lado del señor Stewart, pegada a la pared. Si tan solo pudiera cogerlo y… —Estamos aquí para analizar sus reacciones ante escenas de alto compromiso emocional, señorita Connelly. Póngase en situación, por favor. La empatía es uno de los rasgos característicos de los agentes. —¿En caso de que tuviera una hija me pregunta? —carraspeó deseando darle una pedrada al celular. ¡Naziiiiiiiii! ¡Naziiiiiiii! ¡Cógeselo o te dará manguerazos!, cantaba el tono de llamada que había personalizado para su madre, Darcy. Que conste que la quería muchísimo, pero era una de esas mujeres a las que si no le cogías el teléfono a la primera, al cabo de unas horas se presentaban en la puerta de tu casa con dos policías para comprobar si todo iba bien. Sí. Darcy era un poco hipocondríaca.


¡Naziiiiiiii! Cógeselo, esta mujer estornuda diciendo: ¡Auschwitz! No bajaría la mirada. No lo haría. Aguantaría estoica las gafas reflectantes del psicólogo que debía evaluar sus aptitudes psíquicas y emocionales, y haría como si no hubiera un politono alertándole sobre los riesgos de no atender la llamada de una posible ultraderechista. Esperaba que el señor Stewart también tuviera la misma facilidad de abstracción que ella. El hombre, que rondaría los sesenta años, se subió con el índice las lentes de metal. —¿Y bien? —Sinceramente, me cuesta ponerme en ese pellejo… —Levantó la mano y apartó unos de los mechones de su flequillo rojo que le rozaban el párpado izquierdo. Lo llevaba demasiado largo, ya se lo decía Leslie. Pero a ella le gustaba así y, si se lo ponía todo hacia un lado, peinado estilo Kennedy, le favorecía mucho y dejaba de molestarle. «Céntrate, por Dios»—. Supongo que una madre haría cualquier cosa por vengar la muerte de su hijo. Todos somos Sally Field en Ojo por ojo —Mierda. ¿De verdad había dicho eso? El viejo la miró ceñudo, sin comprender su contestación. A Cleo le entró el tic en el ojo izquierdo. ¡Naziiiiiiiiii! ¡Cógelo antes de que te rape el pelo! —Ya sabe —continuó Cleo. Por supuesto que no sabía. Ese hombre tenía pinta de seguir viendo películas del Oeste. A lo mejor desconocía quiénes eran Sally Field y Kiefer Sutherland. —No. No sé. —Entrelazó los dedos sobre la mesa, inclinándose hacia delante con interés—. Explíquemelo. —En la película, Sally Field no descansa hasta ver muerto al asesino de su hija. —¿Eso quiere decir que usted se tomaría la ley por su mano? ¿Que, si tuviera delante al hombre que ha arrancado el último aliento de vida de su pequeña, usted lo mataría? Tragó saliva audiblemente. —A veces, la ley no puede comprender el dolor de una persona al perder aquello que más quiere. —¿No confía en el sistema, señorita Connelly? —Sí, por supuesto que sí.

—La cosa empezaba a ponerse fea—. Pero los impulsos de los seres humanos no son racionales cuando nos tocan aquello que debemos proteger. Puedo entender la ira. —¿Usted lo mataría? Apretó los dientes y se puso en el lugar de Sally. Matarlo o no matarlo, esa era la cuestión. —No estoy segura. Pero, si sin ser la madre de esa niña ya me entran ganas de descuartizarlo; imagínese lo que le haría si lo fuera. —No es la respuesta más adecuada para alguien que desea trabajar para la principal rama de investigación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. ¿Para qué está el sistema entonces? —En mi defensa diré que usted me está describiendo casos extremos. Y creo que cualquier persona con corazón y vísceras respondería como yo. Y, si dicen lo contrario: mienten. —Oh, qué bien. Por fin había utilizado esa frase con convicción y sentido contextual. —Insinúa que todos los agentes del FBI han mentido —sentenció con voz monótona—. Que han pasado los tests psicotécnicos y las entrevistas psicológicas a base de falsedades. ¿Eso insinúa? —No insinúo nada, —desvió los ojos verdes hacia la ventana de aquella consulta en una de las oficinas centrales de Washington. El sol se colaba por las persianas metálicas y alumbraba el lado izquierdo del sobrealimentado rostro del señor Stewart—. Solo digo que, en según qué momentos, la gente no tiene ni el temple ni la paciencia para esperar que otros venguen sus derechos. A mí me encantaría romperle brazos y piernas a ese mal nacido y luego lo entregaría al Estado, deseando que lo enviasen a una cárcel solo para hombres y sin un gramo de vaselina. Pero Sally, la madre en cuestión, lo despellejaría y luego lo quemaría a lo bonzo.

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