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Amor Y Odio. En La Alemania Nazi – Ryan Armstrong

Tenía sangre en las manos. Y debajo de las uñas. Tenía sangre en el alma. Estaba sangrando sin parar. Cuando observas a alguien matar a un hombre, algo cambia en ti. Cuando has matado a un hombre, pierdes parte de ti mismo. Al penetrar en la tierra de las sombras, la víctima se lleva algo de tu luz consigo para encontrar el camino a casa. Cuando has matado a muchos hombres, tu alma sangra, y cuantos más matas, más sangre pierdes, hasta que te vuelves un despojo empalidecido. Ya no eres un hombre, ni siquiera un animal. Los animales matan para comer, los humanos matan por deporte. En nuestro caso matábamos para erradicar. Alimaña. Eso es lo que eran los judíos, según nos decían. Ratas, ladrones, y una raza infrahumana. Me repetía esto a mí mismo; es lo que me habían inyectado en la cabeza y lo que intentaron inyectar en mi corazón. A mi alrededor todos lo creían. Estas creencias eran como un virus. Incluso si al principio no creías en ellas, no había vacunas para prevenir el contagio del odio. Odio, odio visceral. Gritaba ¡Malditos! y ¡Te odio, maldito judío, te odio! con mis compañeros. Lo sentía en la médula durante un segundo. Conozco el odio y eso es lo que el judío representa, me decía a mí mismo. El judío es quien nos hace odiar. En él vertemos todo nuestro odio. En él.


Alrededor de él y de su pequeña nariz judía, torcida como es. Pero yo no compartía estas creencias, ninguna de ellas. No odiaba a los judíos ni creía en las mentiras que contaba Hitler. Me hallaba vigilando a la gente del Tercer Pabellón del gueto. Me habían asignado ese puesto una semana antes. Era la sección del gueto que recibía a los judíos enviados desde todas partes de Baviera. Estaba rodeada de edificios achaparrados de color marrón, todos amontonados. El exterior estaba cercado con alambre de púas, y me hallaba posicionado a la entrada del pabellón, donde se procesaba a los prisioneros. La paleta de este mundo solo consistía de los colores del hielo sucio y de la nieve. Afuera hacía frío, y el viento era cortante. Me atravesaba por completo. Pegaba duro. Parecía congelar a los prisioneros del gueto, que se volvían lúgubres. Pero el frío ponía rabiosos a los otros guardias, como perros que están siendo atacados. Ladraban las órdenes a los prisioneros judíos. Prisioneros que no habían cometido crímenes reales. Gerhard había estado golpeando a un hombre mayor por no haberse arrodillado lo suficientemente rápido cuando se le dio la orden. —Arrodíllate, muchacho, cuando se te ordena. Te advertí que no estabas trayendo la comida de los soldados con rapidez, ¿y ahora ni siquiera te arrodillas cuando te ofrezco misericordia? — dijo desdeñosamente. —Señor, lo, lo siento —tartamudeó el hombre—. Me muevo lo más rápido que puedo… Pero Gerhard ya no quería escuchar más. Pudo oírse el golpe del rifle contra el cráneo del anciano. Se desplomó en el suelo. Estaba sangrando y sus ojos se pusieron en blanco. Temblaba como si estuviese padeciendo convulsiones.

Gerhard le ordenó que dejara de sacudirse. El hombre no lo hizo. Me sentía terriblemente mal, ahí sentado, pero ya había estado antes en ese lugar, y sabía lo que venía a continuación. ¿Qué podía hacer? No tenía autoridad; era solo un guardia bajo las órdenes de Gerhard. Gerhard levantó nuevamente su rifle para destrozar el cráneo del hombre contra el suelo cubierto de nieve y hielo. El suelo estaba ya salpicado con la sangre del anciano, de color carmesí. Como el prefacio de la inevitable conclusión que se acercaba. —¡No! —gritó una mujer—. ¡Deténgase! Se arrojó sobre el hombre para protegerlo y cubrió su cuerpo con el suyo, como una madre que escuda a su hijo. Era demasiado viejo para ser su hijo y ella demasiado joven para ser su madre. —Papá —la oí murmurar al oído del anciano. Ahora entendía. Observé los brazos robustos de Gerhard para ver qué sucedía a continuación. No la había oído, por lo cual momentáneamente bajó su rifle. No porque hubiese sentido compasión durante un instante, sino por la curiosidad de que esta joven arriesgara su vida por un anciano, y porque disfrutaba contemplar el terror en los ojos de sus víctimas. ¿Por qué se entregaría a sí misma cual una ofrenda? Como un sacrificio. ¿Acaso no lo sabía? ¿O no lo entendía? Esta era una sentencia de muerte para ambos. Era una mujer valiente. Sentí respeto por ella. Ni siquiera había mirado a Gerhard. Entendía las consecuencias. No le importaba, y no iba a suplicar. Pero no iba a dejar que su padre se fuera solo.—Judía —la interrogó Gerhard maliciosamente—, ¿por qué estás intentando salvar a este viejo? Su perversidad no tenía límites. Me estremecí.

Se volvió hacia mí. —Dispárale, dale un tiro en la cabeza, Hans. Lo miré y me eché a temblar por dentro. Temblé porque aunque ya había matado hombres, siempre lo había hecho en el campo de batalla. Y nunca cometí ningún asesinato. Jamás asesinaría a una mujer. Reflexioné durante un instante, solo un instante. Apunté con el rifle y le pegué un tiro. Estaba tan cerca que la sangre me salpicó la cara, y sentí su sabor metálico y avinagrado. Pude percibir el hedor a piel quemada. Pude oír su jadeo. Supe lo que había hecho. Tenía que hacerse. ¿Qué otra alternativa había? Capítulo 2 Muertos. Estaban muertos. Había matado a uno de ellos. Se me revolvió el estómago, estaba tan descompuesto que vomité sobre la nieve. Arrojé el miedo y la repulsión que sentía sobre ella. Advertí su sabor ácido, mezclado con un gustillo metálico cuando me limpié la boca con la manga. Me acerqué al cadáver y me incliné para contemplar unos ojos que se habían diluido en la noche del sueño eterno. Los cubría una capa fina que ya los estaba volviendo de cristal. Inhumano. Gerhard ya no era humano. Se hallaba ahora en la tierra de las sombras, y ya se había llevado una parte de mí consigo. Aunque no se llevó mucho, porque era un cerdo miserable.

Él era el animal, no los judíos. Había sido incluso más cruel que los demás guardias supervisores. Y eso ya decía bastante. No te ponían a supervisar guardias a menos que fueras inhumano. Y ahí está la ironía; sostener que los judíos son inhumanos. Pero entonces estaba Gerhard, que mataba como mínimo una persona al día. Casi siempre los vulnerables. Mataba a los viejos, normalmente hombres. Le gustaba ensañarse con ellos; desconozco si disfrutaba contemplándolos sufrir, o si se complacía viéndolos acobardarse. Los jóvenes no se amedrentaban tanto. No sé por qué. Quizás su juventud los hacía creer que tenían más control del que verdaderamente disponían. Me hallaba mirándolo fijamente a los ojos cuando un miedo repentino se apoderó de mí. Estaba aterrado. Me sentí como uno más de los judíos, atrapado en una jaula. Supe que sacrificarían al animal que era. Cuando se percataran de mi terror, me tratarían incluso peor que a los judíos, porque para ellos sería en traidor. Había abandonado mi raza. Era inferior que la «alimaña». El miedo hacía que me sintiera encerrado en un coche veloz que se dirigía hacia un árbol a ochenta kilómetros por hora. Como si hubieras acelerado el coche al límite, la carretera no estaba preparada para recibirlo, y te desviabas bruscamente de ella. De repente ibas a estrellarte contra el árbol. Sabías que era tu último momento sobre la Tierra. Tenías claro el dolor que te esperaba y que te cubriría con la intensidad de una bala dirigida a tu cerebro. Lo presentías en las vísceras, un dolor penetrante que hiere profundamente y te deja sin aliento, como lo harían diez puñetazos al abdomen.

Eso era lo que yo sentía. Miré a mi alrededor, de pie, protegiéndome el estómago con el brazo. Pronto caminaría entre las sombras, sombras que eran mejores que este lugar. Solo que no quería colisionar contra ese árbol para llegar allí. Me erguí y miré hacia el cielo invernal, desprovisto de vida. La nieve estaba cayendo sobre mis ojos, y tenía que entrecerrarlos para poder ver. Se me humedecieron con los copos, trocados en lágrimas sobre mi rostro. Elevé la mirada para ver si los guardias de la prisión habían alertado a los demás. Quise esconderme, pero mi cuerpo no se movía. Estábamos solos en el patio. Miré a mi alrededor hacia las puertas oscuras de los guetos, hacia las ventanas de los «residentes». Los nazis tenían «sus judíos», aquellos que denominaban mascotas. Aquellos que, por una comida extra y la garantía de no recibir una paliza o un tiro, traicionaban a su propia gente. ¿Qué sucedería a continuación? Observé al anciano. Había dejado de agitarse; simplemente yacía allí. Pero sus ojos ya no estaban vueltos hacia atrás. Pensé que estaría muerto; ya no sufría convulsiones. Aún reposaba allí, y la mujer empezó a moverse, como si despertara de un trance. Me observó fijamente, cubierta de la sangre de Gerhard, muerto como el maldito cerdo que era; con el cerebro y mechones de pelo dejando entrever la profunda brecha que le había partido la cara en dos. —¡Qué has hecho! —gritó mirándome—. Lo has matado, ¡monstruo! Acababa de salvar su vida, no pude entenderla. ¿Acaso Gerhard me había dado la orden de matarla porque ella sabía que él había estado violando muchachas judías por las noches? ¿Había sido ella una de sus víctimas? ¿Por qué razón no lo querría muerto? ¿Para que sufriera la humillación que resultaría de semejante revelación? Seguramente estaba conmocionada. No pude imaginarme otra explicación. —¿Por qué no nos dejaste morir y escapar de este lugar? Una maldita bala en la cabeza es mejor que lo que nos van a hacer ahora, incluso a ti. Se hallaba en lo cierto.

Sabía que nos estaban viendo. Que podían casi escuchar nuestros susurros. No había secretos aquí, y por eso él la quería muerta rápidamente. No quería correr el riesgo de que ella vociferara algo sobre el afecto que él prodigaba a su «alimaña» selecta. Sus mascotas. Nunca se recuperaría de la vergüenza. La tomé de la mano pero ella permaneció aferrada al viejo. Apreté los dientes, molesto por su ingratitud, y la obligué a ponerse de pie. —Mi padre —dijo. Los ojos del anciano se habían vuelto de cristal, ya vagaba libre a nuestro alrededor. Ya habitaba en la tierra de las sombras. —Está muerto y tenemos que irnos. Ahora mismo —le dije con firmeza. Y eso hicimos. Dirigió una mirada fría, calculada, a los ojos de su padre, para confirmar que había fallecido. Antes de marcharse, murmuró brevemente una bendición judía. —¡Tenemos que escondernos! —exclamó y me sorprendió al aferrarse de mi mano. Ya podíamos escuchar el tumulto que se dirigía hacia nosotros por la izquierda. Gritos provocados por el disparo. Buscó mi otra mano con calma, se hizo con el rifle, lo colocó en las manos de su padre, y entonces me guió hacia el área residencial del gueto. Había anochecido, estaba entumecido por el frío. Ya no tenía idea de lo que podía llegar a suceder. Pero el corazón se me llenó de esperanza. Quizás pueda expiar mi alma, imploré silenciosamente, deseoso de que nadie pudiese ver los pensamientos que exhalaba al aire de aquel invierno alemán de 1940. La mujer dijo que pronto estaríamos allí, mientras recorríamos los callejones en la penumbra de los edificios del gueto.

Pude oír el bramido de los guardias al salir y encontrarse con el cadáver de Gerhard. Pero ya habíamos penetrado en la oscuridad, fuera de su vista. Capítulo 3 Era un niño cuando murió mi madre. No es normal tener que ver morir a tu madre a los nueve años de edad. La recuerdo tal cual era, llena de vida. Apenas era una mujer, pues me tuvo cuando era prácticamente una niña. Mi padre dijo que tenerme la había forzado a crecer. Estaba resentido de que me amara más que a él, ahora me doy cuenta de ello. Mi padre era un borracho ruin; prefería la compañía solitaria de una botella que la de su familia. Una noche apareció embriagado, rugiendo de furia. Nadie sabía por qué estaba enfadado, ni siquiera él mismo. Me gustaba más cuando salía a beber y no volvía en toda la noche, pero aquella noche sí regresó a casa. Tropezó y se dio de bruces contra el suelo. Le gritó a mi madre por no secar bien los suelos después de limpiarlos. —Pero cariño, me pediste que los limpiara y los sequé con un trapo cuando terminé —explicó ella con nerviosismo. —Perra condenada, no eres digna de mi afecto —dijo arrastrando las palabras. —Bien, pues limpia tú los putos suelos. Supo que había cometido un error tan pronto como dejó escapar esas palabras y se tapó la boca con la mano. Acababa de volcar gasolina sobre el fuego de su furia. Se le contrajeron las pupilas como si un fogonazo de luz hubiera estallado frente a ella. Como el flash de un fotógrafo que capturara en una foto su terror. Derribó la mesa preparada para cenar y asió la olla donde hervían las patatas, las burbujas escapaban por los bordes con un calor abrasador. Odio el resto de esa historia. Lo odio como todo «buen» alemán odia a los judíos. Visceralmente.

Con los intestinos. Con el alma. Se acercó a ella, que temblaba, tan asustada que no conseguía moverse. Sonrió burlona y maliciosamente. Vertió el agua sobre mi madre. Pero hirviendo como estaba, aquella agua era como ácido. Había oído gritos antes y desde entonces, pero el ruido que salió de la boca de mi madre fue como un gruñido. Gutural. Como un animal. He visto judíos recibir tiros en los guetos, y hombres chillar por sus madres en el campo de batalla, pero esto fue distinto. Era dolor, dolor en estado puro. No supo cómo llorar o suplicar, porque a diferencia de un tiro que te mata, ella estaba viva; y a diferencia del dolor de un disparo, que es localizado, su dolor estaba en todas partes. Comprendí lo que tenía que hacer mientras sus gritos de agonía se convertían en sollozos sin lágrimas, pues se le habían quemado los conductos oculares. Me dirigí hacia la habitación de mis padres, al cajón donde mi padre guardaba su pistola. Regresé y mi padre se rió de mí al verme apuntarle con ella. Pero yo no sentía miedo. Incluso a los nueve años de edad, tenía muy claro que el hombre en posesión del arma no teme al hombre al que apunta con ella. No lo pensé dos veces. Fue como un parpadear de ojos. Apreté dos veces el gatillo y le metí un par de balas en el pecho. Se desplomó secamente sobre el suelo y ya no se movió. Mi madre estaba delirando y decía algo que no pude entender. Pero por su dolor y la forma de quejarse, comprendí que me estaba rogando. Usó la energía que le quedaba para señalarse a sí misma, y supe que estaba implorándome que le disparara. Cuando bajé el arma, sus alaridos se volvieron más intensos.

A su modo, estaba suplicando. Empecé a llorar. —Oh, no, mamá, buscaré ayuda. Llamaré a un doctor. Aulló más alto. —Lo único que siento es dolor. Un doctor no puede arreglar esto. Quiero morir —dijo, hablándome en un lenguaje animal basado en alaridos—. No puedo hacerlo sola, por favor ayúdame a morir, hijo. Te amo. La angustia me desbordó, empecé a berrear. Mi llanto mezclado con sus gemidos sonó como los chillidos de un animal antes de la matanza. La amaba tanto, tanto, y la amo hasta el día de hoy. Le apunté temblando a la cabeza, me acerqué para calcular mejor el tiro. Oí a mi padre emitir un leve quejido mientras me acercaba a ella. No quería errarle, quería que fuera rápido. Intenté pensar solamente en ello, en ayudarla a liberarse del dolor, y no en lo que estaba a punto de hacer. Le apunté directamente a la cabeza. Ella dejó de quejarse, una verdadera proeza. Tuvo que usar hasta la última gota de la energía que le quedaba para lidiar con el terrible dolor de no emitir sonido alguno, guardárselo. Lo hizo para hacerme saber que me amaba y que lo que estaba por suceder era lo que ella deseaba. Le coloqué el arma cerca de la sien, temblorosamente. Me sorprendió cuando me tocó la mano y dejó escapar un gritó breve. Estaba diciéndome que me amaba, de la única forma en que podía hacerlo. Yo también la amaba y se lo dije.

No pude abrazarla, el dolor habría sido insoportable para ella. Apreté el gatillo y la bala la mató en el acto. Estaba sollozando cuando oí a mi padre arrastrar las palabras para rogarme que lo ayudara. Ahora me tocaba a mí reír con desprecio. Le encajé un puntapié en el pecho y aulló como el perro que era. Le descargué tres tiros en la cabeza. No por compasión, sino por odio y por venganza.

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