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Amar Es Asi – Jaime Garza Sepulveda

El 24 de diciembre es un día que Sebastián jamás olvidará. Mas el recuerdo será agrio. Feo. De esos que no dejan dormir y te censuran el hambre. Por eso busca entre las calles algo extraordinario. Un tipo volando o un perro hablando. Agua entre llamas o un extraterrestre bajando de su nave. Solo eventos de tal magnitud le restarían protagonismo al vacío que le seca el pecho… a la tormenta que le atrofia las ideas. ¿Estás seguro?, preguntó su madre la noche anterior. Sí, respondió él. Lo cierto es que no le queda otra opción. ¿Es tan poca cosa como para perdonar una infidelidad? Quizás. Pero anoche no lo sintió así. Se estimó dolido. Triste. Incapaz de pasar por alto el agravio. No podría verla a los ojos sin preguntarse si al otro también lo veía así. Con esa mirada brillante, llena de ilusión y admiración. Al tomarla de la mano se le formaría un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces habrían caminado juntos por el parque? ¿Él también le apretaba la mano cuando se ponía celoso? Sebastián se desconecta mientras piensa. El semáforo cambia a verde y él sigue detenido. El único auto con el que comparte la avenida considera prudente empalmársele en el mismo carril y le pita. Sebastián tarda en reparar. El de atrás vuelve a sonar el claxon. Al tercer intento nuestro protagonista regresa al mundo real y acelera.


Mientras lo hace da vida a otro escenario. Uno peor. Ve a su amada en los brazos de ese sujeto al que no le conoce ni el nombre pero del que imagina todo. La abraza con fuerza, Alma se acomoda en su pecho y arroja una mirada distinta… una sonrisa perversa. Aprieta los labios y levanta la cabeza. Se encuentra cara a cara con él y lo besa. Mas no es un beso ligero ni apasionado. Esto va más allá. Roza en la lujuria. Se levanta el vestido y se le monta encima. Él la recibe. La acomoda a su antojo y le cumple el capricho. Sebastián se convierte en un cero a la izquierda… pero bien a la izquierda. No cabe más en la vida de esa desconocida. De esa vulgar, a juicio herido. Ni cabe ni quiere caber. No le gusta esa mujer de mirada dulce y piernas perfectas. De rostro bañado en pecas y cabello a centímetros de la cintura. No le gusta… le encanta. Le fascina. ¿La merece? Quizás. Pero esta mañana no lo siente así. El dolor… la tristeza le nubla el pensamiento. Otro semáforo ignorado, ésta vez sin alguien que lo presione. Cambia un par de veces y él sigue ahí, mas ahora está consiente.

No quiere avanzar. Prolonga lo inevitable. Porque al hacerlo quedará a dos cuadras de ella, y si lo ve con esos ojos de amor que a él tienen al borde de la destrucción, ni el recuerdo de lo ocurrido alcanzaría para recatarle la dignidad. Se hincaría. Se humillaría. Le rogaría por una última oportunidad aunque es a él a quien le deben de rogar, estima. El semáforo cambia de verde a amarillo, de amarillo a rojo y nuevamente a verde. Cinco veces. Entonces se da cuenta de que es inútil y echa a andar el carro. Que sea lo que Dios quiera, dice. Y Dios quiere que Alma lo reciba con el vestido rosa del último escenario. II Sebastián no sabe dónde meter la cabeza cuando le abren la puerta. Saluda de mano a Joel, quien fuera su cuñado durante ocho años. Después a Linda: ex cuñada. La pequeña. La complice en cualquier sorpresa. Hace lo mismo con doña Esther, madre de su ex novia. Y con Raquel, ex cuñada mayor. Le da la impresión de que todos le esquivan la mirada. Luego aparece Alma, bajando las escaleras como una princesa. Linda. Bella. Hermosa… ajena. —Hola —saluda él intentando no partir en llanto. —Hola —responde ella con la mirada clavada en el piso.

—¿Nos vamos? —pregunta Sebastián. —Sí —responde ella. Le pasa por enfrente mientras se despide de su familia con un simple ya volvemos. Él la ve y sigue en su lucha interna para no desbaratarse. Para no voltearla de una y plantarle un beso con sabor al primero. Que le doble las piernas y le nuble la mirada. Ya afuera le abre la puerta del carro, Alma agradece. Cierra con evidente lentitud, a ella parece no molestarle. Rodea el vehículo desde la parte larga. Bien para atrasar el momento. También porque el nudo en la garganta le está por explotar y no le entra en gana que lo vea llorar. Se sube. Prende el motor y da reversa. No hay tráfico. Se incorpora al carril y se dirige al parque más cercano. Estima mala idea encender el estéreo. Capaz se encuentra con una melodía de moda y perpetúa la ruptura. Al escucharla volvería el vacío… la tormenta. Si es que algún día logra superar ambas cosas. Mejor así. Callados. Dando rienda suelta al incómodo respirar de un par de enamorados que están a nada de romper. —¿Cómo estás? —pregunta Alma. Sebastián imagina una respuesta… ‘’…¿Cómo quieres que esté?, si ayer un tipo me mandó un mensaje diciéndome que lleva tiempo saliendo contigo porque supuestamente le dijiste que tú y yo habíamos terminado. Y de no ser porque nos vio en el supermercado, la mentira seguiría en marcha.

Mal. Nefasto. A dos centímetros de la muerte. Porque una cosa es el engaño y otra muy distinta lo que me hiciste. ¿Tan mal novio fui que tienes que inventar que terminamos? ¿Por qué mejor no lo hiciste y punto?…’’ Prefiere decir que está bien. Que más o menos. Que seguro estará mejor con el paso del tiempo. ¿Por qué no reclamarle? Pasa que al tipo le falta licencia… o así lo siente. Incluso hay culpa de por medio. Se ve a sí mismo seis años antes, cortejando a esa mujer alta y de cabello rizado. De amplia sonrisa y mirada encendida. Se encuentra hablándole a pesar de saber que ella también tiene novio. Saliendo. Besándose los jueves por la mañana, mientras Alma lo hace en cualquier pendiente. Y a veces por las noches. Todos los jueves… durante dos años. Antes de que el novio de la otra se enterara y la dejara mal parada. De esto Alma jamás estuvo al tanto. La posibilidad era latente, sin embargo, por eso de la noche a la mañana se convirtió en el mejor novio del mundo. Así si algún día la verdad salía a la luz, tendría argumentos suficientes para continuar con la relación. No hubo necesidad. Al otro le dolió lo que su novia le hizo… con Sebastián no se metió. El temor continuó, no obstante, y nuestro protagonista siguió montado en su papel. El mejor. El comprensivo.

El que entendía siempre y nunca dañaba. A pesar del esfuerzo, y cuando Sebastián menos lo esperaba, Alma intentó dejarlo. Él no lo permitió. Se aprovechó de que la conocía de pies a cabeza y logró que cambiara de opinión. Movió los hilos a su conveniencia, por eso ahora le falta licencia. Ella intentó dejarlo… hacer las cosas bien, calcula. Él lo evitó y ambos acabaron enlodados. —Perdóname. —No tengo nada qué disculparte. —No lo merecías. Sebastián está a punto de confesarlo todo. Contarle lo de la china y los dos años de infidelidad. Narrarle, si es preciso, las mil veces que hicieron el amor mientras mentaban su nombre. Hablarlo sería neutralizar la situación, calcula. Lo dejaría por los suelos, sí. Sin posibilidad de recuperarla, también. Mas a éstas alturas puede más el deber moral… la conciencia que el deseo. Formula el relato. Busca por dónde empezar. Planea no alargarlo. Debe ser concreto, pero claro. Y cuando logra hilar algunas ideas… —Pero tampoco me arrepiento. —¿Perdón? —Lo amo. III 24 de diciembre, tres de la tarde. Sebastián conduce hasta su casa.

El tipo de la radio parece estar al tanto de su pena. Reproduce canciones que le tocan el alma. Cambia de estación y se encuentra con melodías que cantaba con ella. Conecta el celular. Busca por orden alfabético entre las carpetas, y la primera letra de su nombre aparece en cada álbum, en cada canción. En cada artista… en todos lados. Resignado, baja el volumen y concentra su atención en el tráfico. En frente tiene una carro negro… color favorito de Alma. Sacude la cabeza. Voltea a su lado derecho… está vacío. Por el retrovisor ve de lejos un auto color rojo. El rojo nada tiene que ver con ella. Baja un poco la velocidad. Un tanto para aferrarse a la eventualidad… a la rareza. A eso que no sabe a ella en un día donde todo le recuerda a ella. También hay otra razón, sin embargo. La de no llegar con su familia y enfrentarse a la realidad. Atender los cuestionamientos de su madre y decirle que sí, que ya no están de novios. Que la cosa no se arregló. Que terminaron bien. Luego la madrina y el primo. Ellos son más del corte borrón y cuenta nueva. En una de esas hablan mal de Alma con tal de hacerlo sentir mejor. Y de ahí la prima. Ella neutra.

Callada. A Sebastián le ajusta esa postura, mas no le gusta. Pues en el silencio está la verdad. El olvido. El fin de una relación de la que esperó todo, menos el final. Menos ese final. —¡Apúrate! —grita el conductor del carro rojo a quien entre tanto recuerdo le perdió la huella. Está atrás de él. Pone a sonar el claxon porque el semáforo cambió de rojo a verde desde hace varios segundos. Es un Volvo… el carro favorito de Alma. IV Ya entrada la noche, Sebastián platica con su primo. Le cuenta que está bien, que lo superará. Él intenta sacarle más información, pero Sebastián se guarda los detalles. Repite casi robotizado lo que dijo en la tarde. Que fue en mutuo acuerdo. Que él dio la iniciativa y ella aceptó. Algo no cuadra, calcula Eduardo. Si las cosas sucedieron así, ¿por qué se habría ido tan de repente la noche anterior? Le recuerda bien el rostro de muerto… la sonrisa congelada en una línea sin fin y la mirada perdida en el pino navideño. Lo ve parándose de una y saliendo a hablar por teléfono. Caminando de un lado a otro y luego subiéndose al carro. Poniéndolo en marcha una hora después y llamando para avisar que no volverá. Que le entró sueño. Dijo que todo estaba en orden y en la mañana salió con la novedad de que Alma y él terminaron. No. Definitivamente las cosas no sucedieron como las cuenta Sebastián, asegura Eduardo.

La herida está fresca, no obstante. Ya habrá momento para dar con la verdad. V Sebastián no sabe muy bien qué hacer. De una tiene seguirle el consejo a la madrina y al primo. Continuar como si nada hubiera ocurrido. De otra aparece una baraja casi suicida. Aceptarle la propuesta a ella de verse en el museo. Ese que durante ocho años quisieron conocer mas nunca pudieron. Salir como cualquier domingo, con la diferencia de que desde hace un par de semanas terminaron lo del noviazgo. Lo primero tiene su riesgo. Es lo más sano, quizás. Lo correcto, de pronto. Pero al hacerlo Sebastián rompería de tajo con gran parte de su vida. La adolescencia soñadora, la víspera de la adultez. El primer beso de amor y el primer orgasmo. Sentirse rey del mundo por la burda y sencilla razón de caminar con ella tomada del brazo. Lo segundo es lanzarse al mar sin saber nadar. Sebastián se estima rendido ante ese par de ojos espectaculares… esas piernas que lo dejan sin aliento. Querrá besarla y abrazarla. Invitarle un último momento de locura y soñar sin freno. Creer que el destino se pondrá de acuerdo con sus deseos y que el resto de sus días serán perfectos. Lo cierto es que nada de eso ocurrirá. Por eso lo piensa. Por eso le pide un poco de paciencia antes de tomar la decisión. Porque si toma la primera puede perderse.

Y si toma la segunda también. Le falta voluntad para olvidarla y para verla. Quiere verla, claro. Mas como novia. Como al amor de su vida. En veintitrés años jamás consideró la posibilidad de salir con Alma sabiéndola ajena. Falto de jurisdicción para besarla o acariciarle la mano. Gritarle lo mucho que la ama. Sin derecho al celo ni al reclamo. Ser uno más en el mundo de esa mujer que, ahora descubre, tiene más de él de lo que alguna vez imaginó. El celular de Sebastián vibra, cortando el choque de ideas. Medio agradece la eventualidad y se apresura a contestar. Es un número desconocido. —¿Bueno? Una suerte de respiro mantiene a nuestro protagonista al tanto de la respuesta, mas ésta no llega y se anima a colgar. Deja el aparato sobre la barra de la cocina y se dirige a la cafetera. Calcula que requiere una buena limpieza. Hace ya varios minutos que la echó a andar y el medidor aún no alcanza la sexta taza. Va en la cuarta… la segunda. Le causa conflicto el tema. Respetando las reglas del aparato, Sebastián se toma seis cafés negros por la mañana y un par antes de dormir. El doble de lo que realmente bebe. No puede no acordarse de Alma y de una discusión que tuvieron hace algunos meses… —Te tomas ocho tazas. Es demasiado. —Ésta cosa miente. Me tomo cuatro.

—¿Por qué mentiría? —¿Y qué sé yo? Cosas del mercado. —Vaya… qué argumento. —Ya, relájate. —Estoy relajada. La discusión llegó a más. Ella suspiraba con pesadez y echaba los ojos para atrás cada que Sebastián intentaba devolver el tema a la matriz. A lo que realmente era: dos novios discutiendo sobre una maldita cafetera. Pero Alma parecía tomárselo todo muy enserio. Sebastián creyó entenderla. Estimó que tenía que ver con aquella vez que la presión se le disparó y fue a dar al hospital. Ella se llevó el susto de su vida y faltó a la escuela un par de días con tal de cuidarlo. El médico le pidió algunas cosas, entre ellas bajarle a la cafeína. Sí. Debía ir por ahí. —Ya nada va a pasarme, cariño. Igual te prometo bajarle. —¿De qué hablas? Nuevamente el suspiro y los ojos al techo. —¿Qué es lo que te sucede? Desde hace meses discutimos por todo. Te la vives a la defensiva. —Es solo una cafetera. —Esto no tiene nada que ver con la cafetera. —¿Entonces con qué tiene que ver? —Con esto. —¿Qué es esto? —Lo mismo me pregunto. Ella se encerró en su celular sin pedir más razones. Eran las seis de la tarde, llevaban apenas un par de horas juntos, y sin embargo, acordaron despedirse.

Porque tenían pendientes. Porque estaban cansados. Lo cierto es que prácticamente todo el 2017 se les fue en discusiones sin sentido elevadas a grados fatalistas. Ella y su fastidio. Él y su temor. La cafetera le regala la última gota al refractario de vidrio. El medidor marca la sexta taza, se sirve hasta bajarlo a la cuarta. Le da un sorbo a su café mientras intenta sacarse de la cabeza el recuerdo de lo hablado y lo callado. Quizás debió darle por su lado. Decirle que sí, que toma demasiado café. O ya montados en el lío no sacar las cosas de contexto. De pronto y ella tenía razón y todo se trataba de una maldita cafetera. No debió proyectarse. No debió hablar de más. En cambio se guardó lo que verdaderamente importaba. ¿Qué es esto?, preguntó ella. Lo mismo me pregunto, respondió él. Ya ninguno se refería a la cafetera. Hablaban de sí mismos. De lo que querían ser, quizás. Mas ya no eran. Sebastián se acaba la primera taza con una rapidez espeluznante. Está por servirse la segunda cuando el celular vuelve a sonar. Sigue en la barra. Calcula que es el mismo de hace rato.

Nada urgente. Deja que entre el buzón mientras saca del cajón un paquete de galletas. Se sienta y ve que la llamada no proviene de un número desconocido. Se pasa media galleta sin masticar, la emoción le congela las venas. Está por regresarle la llamada cuando recibe un mensaje… —Por favor, vamos al museo.

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