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Amantes del placer – Nisha Scail

A mi loca, psicótica, adorable y maravillosa amiga Elena Sánchez, por hacer mis días mucho más divertidos, interesantes y alocados con sus mensajes, locas conversaciones, vídeos y saludos. Eres una de las mejores cosas que me ha reportado el escribir. Gracias por estar siempre ahí. A Vero Thorne, por su sinceridad, por su autenticidad y por ir siempre de frente, es un enorme placer y un orgullo poder llamarte amiga. A mis chic@s del Facebook: Beatrice Pinto, Eva Álvarez, Cristina Gervas, Patricia Entchen, Estela Sigala, M Encarnacion Prieto, Diana Sánchez, María Ivette Flores Ramos, Pamela Hernandez Meneses, Zuly Ricco, Loren Btrz, Silvana Alayon, Melinka Flores, Eva María Rendón Flores, Carolina Castillo Ruiz, Veronikca Sisley, Ari Torres y tod@s las demás. Porque sois como si otra familia, sin importar el lugar, la distancia, la hora o el día, siempre estáis dándome ánimos, apoyándome y eso no tiene precio. Gracias de todo corazón. Y siempre pensando en ti, lector, porque sin ti, nada de esto sería posible. Espero disfrutéis de esta nueva novela. Nisha Scail ARGUMENTO Joselyn Turney está pasando la peor racha de su vida. Si no fuese suficiente con que su socia se hubiese largado con el dinero de la hipoteca, ahora ha descubierto por casualidad que lleva cinco años casada con un hombre al que no conoce de nada y a quién no ha visto en su vida. Decidida a encontrarse con él para deshacer ese supuesto matrimonio, se verá metida de lleno en un lío de proporciones erótico-épicas en el que nadie es quién dice ser y dónde todos tienen cosas que ocultar. Porque G.D. Sheridan no es lo que parece, ni siquiera es lo que ella piensa… Él es mucho, pero que mucho más… CAPÍTULO 1 Josey consultó una vez más el mapa, lo extendió sobre el volante e intentó comparar la ubicación que le había dado el GPS antes de estropearse con la señal que veía a través de la ventanilla. La única señal en veinte jodidos kilómetros a la redonda. Se bajó las gafas de leer hasta la punta de la nariz mientras sostenía su propia lengua contra la comisura de la boca en un gesto de concentración. —¿Dónde narices está ese bendito pueblo? Volvió a mirar el mapa, entrecerró los ojos y siguió con el dedo lo que debía ser la carretera por la que había estado transitando. —Este tiene que ser el cruce que dejé atrás —giró la cabeza como si de esa manera pudiese encontrarle un mayor significado a esas líneas—. Y si lo es, entonces, el pueblo tiene que estar ahí delante. Se acercó lo suficiente al papel como para estar a punto de tocarlo con la punta de la nariz. —¡Ahhhhh, no entiendo nada! El mapa quedó hecho un gurruño y salió disparado por la ventanilla abierta a la misma velocidad que un avión a reacción. —¡Maldita sea tu desconocida estampa, G.D. Sheridan! Si estaba ahora allí, perdida en alguna carretera secundaria del estado de Luisiana, sin el GPS y con el mapa de carreteras hundiéndose en uno de los numerosos charcos que había dejado tras de sí el interminable aguacero, era única y exclusivamente gracias a él.


Echó un nuevo vistazo a la señal e hizo una mueca. Ni siquiera venía en el mapa, el cartel parecía más bien el anuncio de una comunidad o restaurante para banquetes, que una señal informativa de tráfico. —La Magnolia, a 10 Km —interpretó. Afortunadamente la lluvia había remitido y empezaban a verse algunos claros en el cielo a través de los que se podían apreciar los puntos luminosos que marcaban algunas tempraneras estrellas. La tarde se iba deslizando para dar paso a la noche algo que la empujaba a darse prisa—. ¿El nombre de un pueblo? Poco probable, aunque nunca se sabe con los nombrecitos raros que hay por ahí. Dejó escapar un cansado suspiro y se recostó contra el volante. Los papeles parecían reírse de ella mientras asomaban a través de la esquina de la carpeta amarilla que había dejado momentáneamente sobre el salpicadero. —No puedo perder todo el maldito fin de semana con esto —rezongó. Cogió la carpeta y la tiró sobre el asiento del copiloto—. El lunes tengo que estar a las doce en el banco, ¡tienen que concederme una maldita prórroga! Empezó a lloriquear. No es que sirviese de nada pero al menos podía quejarse todo lo que le diese la gana sin que nadie asomase la nariz y le preguntase qué le ocurría. —Necesitamos esa prórroga —se repitió. Estaba claro que el reproducir continuamente la frase en su cabeza no serviría de nada, pero a estas alturas era eso o caer presa de la frustración más absoluta—. Garden Rose necesita esa prórroga. ¡Yo necesito esa jodida prórroga! Y todo porque la zorra de su socia se había fugado quince días atrás con el dinero destinado a pagar la hipoteca de la propiedad que tenían a medias. Le había entregado el cheque, como lo había hecho cada mes, solo para enterarse por una llamada que le hizo el contable un día después de que venciese el plazo del pago, que llevaban un importante retraso sobre las cuotas de la hipoteca. Ese descubrimiento trajo consigo muchos más y ninguno de ellos agradable. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo que estaba pasando? En gran medida se debía a su fe en esa maldita perra, quién había estado no solo cobrando el dinero de los cheques destinados al pago de la hipoteca, sino sacando dinero del fondo común del refugio. A día de hoy, tenía contraída con el banco una deuda hipotecaria que no podía afrontar y la espada de Damocles del desahucio colgando sobre su cabeza. Le habían dado de plazo hasta el lunes para conseguir el dinero y saldar el pago de la hipoteca, de lo contrario, perdería Garden Rose y sus chicas no tendrían a dónde ir.

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