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Altagracia – Rafaela Asuncion

Altagracia Gertrudis miraba afuera, al jardín, y vio al primo Julián, sentado a horcajadas sobre el madero que su abuelo les contara que tenía más de cien años de cortado y quién sabe cuántos con raíces, antes de que él, juntando unos reales, comprara la parcela para casarse con la abuela y luego la finca y se instalara como una hacienda pudiente que llamó «Los Horcones», una hacienda próspera de café y otros cultivos. Ella lo miró como hombre, apartando parentesco o quizá ni siquiera pensara en que eran parientes, primos segundos, por parte de su madre, sino en el hombre. ―Altagracia. Se querían mucho, bueno, al menos eso le decía él en sus horas de paseo y a ella le fascinaba el vozarrón pegado a sus oídos. Y un día descubrió que estando junto a él hubiera deseado tocarlo y que la tocara completa, hasta sus partes íntimas. Fue cuando supo, con certeza, que estaba gustándole como hombre, no como familia. ―Altagracia. «Los primos se exprimen», decía Idalmis Gotardo, la vecina y compañera de escuela. Lo de exprimirse fue una palabra que le bailaba en los sentidos hasta que un día, sobre la silla de montar su caballo en la hacienda Los Horcones, iba de caída y él la sostuvo por la cintura y la fue resbalando por su cuerpo musculoso y lo fue sintiendo en ella y pensó que no era normal aquello. Se le exprimió el corazón y caminaron callados los dos sin que ninguno se mirara, como avergonzados por el contacto. Luego supo que lo deseaba tanto qué haría cualquier disparate por tal de tenerlo pegado a su cuerpo. Lo soñó desnudo, todas las noches. ―Altagracia, mija. Aunque a ella no le gustaban los hombres rudos y mal hablado, por la noche lo pensaba diciéndole groserías al oído, y que juntaban sus bocas y la saliva de Julián tenía un regusto a hierro viejo, como el grifo donde bebía su abuelo el agua de las lluvias recogida en un tanque, poniendo su boca directamente, y ella probó un día. Era el regusto al óxido de hierro. Quizá había quedado gravado en su mente infantil y lo repetía en los sueños eróticos, o era el castigo por desear lo censurado por las tradiciones. No le gustaba tampoco su manera de pensar, tan lejos de la realidad, pero era su manera y respetaría esas diferencias. ―Altagracia Gertrudis ¿estás sorda o qué? ―Qué, abuela. ―Llevo una hora hablando y tú por allá por vuelta de las quimbambas. ―Abuela ¿dónde quedan las quimbambas? Él era demasiado para ella. Un hombre de veinticinco y ella con quince. Ella bajita y él alto, no tanto como para integrar el equipo de baloncesto de la escuela, pero mucho más que ella. Era demasiada la diferencia. «Pero a la hora de la cosa emparejan, chica», decía su mejor amiga, Idalmis. Idalmis andaba en los diecisiete.


Fuerte y con un cuerpazo de mujer adulta, como si estuviera casada y con hijos. Todos los varones le decían «la machorra», sin embargo, era dulce en la intimidad de sus amistades y nunca manifestó, ni con un gesto, que fuera lesbiana o invertida, como le decían en el pueblo de San Lucas de los Bajos, aunque ella se imaginaba algo, porque hablaba mucho de los ojos dulces de una de sus amigas, Graciela Aurora. Esas habladurías de los varones molestaban a las otras muchachas y sobre todo a Altagracia. Era su mejor amiga. ―¿Me prestas atención o no te hablo más? ―Dime abuela. ―No escuchaste ni jota de cuanto dije de las quimbambas. Mejor sal y dile a tu primo que vamos a almorzar. Anda ve. Julián era demasiado para ella. Se le acercó y se colocó detrás, detrás del hombre de sus sueños eróticos nocturnos. Y con la mano en la cabeza comparó las estaturas y le daba más bajo del hombro, por sus tetillas. Por sus tetillas, si lo hubiera medido de frente. Y en eso pensaba, en sus tetillas hinchadas que le viera sin camisa en la mañana cuando se aseaba en el baño. Pensó en el baño y se propuso verlo desnudo. Pero antes lo consultaría con su amiga Idalmis, la que todo lo sabía. ¿Estaba dispuesta a todo? A sorprenderlo o acabar para siempre con el tormento de su pasión por el primo. —¿Te quedarás esta noche? ―¿Tú quieres? ―respondió él. Ella no tenía la respuesta adecuada. Era demasiado insinuarse a la cara, sin tapujos. Debía mantener su posición de hembra costara lo que costara. Además, le había advertido su amiga Idalmis: «a los hombres les gustan las difíciles». ―Papá no tardará en llegar del pueblo. Si quieres te regresas con él. ―¿Él regresa hoy? ―Sí, mi madrastra está viendo al médico, por su bebé, tiene ocho meses y algo. La trae y se va.

―Ah, bueno. Regreso con él. Ya ella estaba preparada para toda contingencia: «cuando notes que no te mira, míralo; cuando te mire, aparta la vista. Eso los vuelve locos». Decía Idalmis. ―¿Es cierto que tienes novia? ―¿Quién dijo eso? ―Los pajaritos. ―Como no sea el pajarito de Juanito, no hay otro que cante como una paloma. ―No seas bruto. Es un decir. Entonces, no tienes novia. ―No. Bueno, una ahí, que se me pega y tengo que demostrarle que soy hombre. Siempre ella escuchó en su mundo entre hembras que los hombres tenían que cumplir ciertas reglas de hombría. Pero sería Idalmis, siempre la misma Idalmis, amiga ejemplar y consejera, quien le dijo lo contrario: «cuando se enamoran se arrastran, aran la tierra, te besan el …». Ella, ni en el pensamiento dijo la mala palabra. ―Y ¿por qué la miras como si te gustara? ―Para dejarla actuar. Los hombres tenemos que resolver ciertas cosas, antes de casarnos. Si quieres te explico. Altagracia sintió que se le helaban las manos. Pensar en el matrimonio era pensar en la Luna de Miel y en lo que harían en la cama, eso también era información clasificada de su amiga predilecta. Desde que era una niña, ella sentía cierto placer al tocarse algunas partes del cuerpo. Luego le dijeron que estaba prohibido, que era cosa de Satanás el toqueteo y la autosatisfacción. Pero estaba allí, cada día de su vida, en la cama o en el baño, desnuda y en ropas, cuando sentía los mismos deseos y le llegaba la advertencia del castigo. Ya de quince años, tuvo la curiosidad y se sintió en las nubes, un placer indecible. Nunca lo comentaría con nadie, ni siquiera con su mejor amiga.

Era un pecado inconfesable y ni siquiera Dios sabría de tal conducta lasciva y placentera porque siempre lo haría oculta entre las sábanas, con sus dedos diestros, o con el chorro de agua de la ducha o cuando montara bicicleta. Dios no se enteraría del pecado. *** Los jóvenes que ya la rondaban decían que ella se casaría con un rico. Que ella no miraba a nadie porque su mente estaba en un hombre pudiente, podrido en plata, que la llevaría a vivir a La Habana y con una casa grande y muchos hijos. Ella solo tenía ojos para Julián. Si era cuestión de ser rico él estaba rico, pero de otra cosa. Eso tampoco era para confesarlo a nadie. Jamás salió con ningún chico en el pueblo donde en realidad vivía. Ni al cine ni a las fiestas de quince. No bailaba con ninguno excepto cuando organizaban el baile de quince porque le tocaría cualquiera, al azar, y ella estaba segura de que no la enamoraría. ―Oye Altica, sale con uno y déjate dar un beso, para que te cures del mal. ―¿Cuál mal? ―El de santica. ―¿Santica? ―Que te arrasquen donde te pica. Todas reían su inocencia y ella sabía que no era inocente del todo. Era virgen hasta de un beso, pero no inocente. Sabía de los hombres, por su amiga. Por el primo Julián ya estaba conociendo el amor y el deseo carnal. En los sueños ella no era virgen, y gozaba de forma increíble, aunque los besos de Julián, sin saber por qué, le sabían a hierro viejo, humedecido con agua de lluvia. Y otras veces, besaba a otro, desconocido, y entonces el beso era agrio y ácido a la vez. Un desastre. ―Altica, siempre estás en tu mundo de atrasos. Alejada de la realidad. Despierta, mija. Te vas a quedar pa’ tía. ―No me importa ―contestaba Altagracia.

Sí le importaba, y mucho. No pensaba más que en los días felices que volvieran a la finca y estar con él, con su hombre. Ese sería el momento de verlo desnudo. Se atrevería, hasta el fondo. Primero lo consultó con su amiga Idalmis: ―¿Qué crees? ¿Lo hago? ―Ay, mija, si yo fuera como tú me lo hubiera comido entero. Un hombre, como debes buscarte ¿te imaginas? No un niño bonito de mamá con cara de ver revistas de mujeres en cueros. Esos señoritos de mamá que vemos en la escuela. Un hombre que orine dulce es lo máximo, no que viva toqueteándose. Ella memorizaba cada palabra de los consejos de Idalmis. Cuando llegara el momento, lo haría tal le dijera. A fondo, sin tener miedo. «a los hombres machos varones masculinos no se les tiene miedo, decía su amiga, lo que ellos quieren de ti, tú lo quieres de ellos. Bueno, tú me entiendes». Un día se atrevió. Lo vio desnudo y fue lo mejor que pudo ver en la vida. La hermosura del desnudo del hombre era superior a todas las cosas que le daba la vida. ¿sentiría él lo mismo si la miraba a ella, mientras se bañaba? Se lo preguntó a la prima Mercedes, ya casada, sin dar más vueltas. ―¿Ustedes se miran, prima? ―¿De qué se trata hoy? ―Si se miran desnudos, tú y él. ―Claro, mija. Es normal. ¿qué hay con eso? ―Nada. Te pregunto ¿qué sientes cuando te miran desnuda? ―Es rico. Lo es si quien te mira sabe mirar y es el que te gusta ¿entiendes? ―Entiendo. *** En la hacienda la sermoneaban y cada cual se creía con derecho a manejar su vida, su forma de decir y de hacer las cosas cotidianas. Opinaban del vestir y los peinados, de esto y de aquello.

―¿Por qué no miras lejos, estudias primero y te casas luego con un hombre rico? ―le decía su prima Mercedes, que había notado, sin certeza, que a la muchacha le gustaba el primo Julián. ―Rico está el primo ―decía Altagracia y ambas reían. ―¿Lo viste? ―Sí, por eso digo. ―Es nuestro pariente, chica. Haz como yo. Aguanta hasta que te llegue la hora. No busques por gusto, ya vendrá el que te cuadre. ―¿Te cuadra el tuyo? ―Claro ¿Por qué? ―¿Eres feliz con tu marido, prima? ―Bueno sí ¿por qué tantas preguntas? ―Por nada. ¿Te complace en la cama? ―¡Altica! Eso no se dice, ni a una madre se le cuenta las intimidades. Si te oye abuela Gertrudis te pela al moñito. ―Dime la verdad. La prima Mercedes aflojaba. ―No tanto. Pero no importa. Las mujeres somos distintas a ellos. Fuimos creadas para criar hijos, atenderlos a ellos y sacrificarnos por la familia ¿no te educaron así? ―¿Sientes ganas y él ni te mira? ―¡Por favor, muchacha! ¿De dónde carajo sacas esas cosas absurdas? ―Dime. ―No me casé pensando en esas cosas malditas de la cama. Él trabaja y tiene buen salario. Hacemos una familia y eso me basta. Lo otro es cosa del Diablo, que amenaza a la pareja con lujurias y por eso el hombre se cansa rápido de ti, por hacerlo todos los días. ―¿Ustedes no lo hacen todos los días, mi prima? ―Mira, mejor me voy, que ya me suben las ganas de mandarte pa’l cipote. ―¿Por qué? ―Eres muy preguntona, Altica. Saliste al abuelo Sebastián Gonzaga. Altagracia arremetía con todo: ―¿Es rico eso, prima Mercedes? La prima no pudo resistir más el asedio prolongado. Bajó la guardia y confesó todo.

Además, las preguntas de Altagracia, lejos de herirla, eran como una ayuda espiritual que bien necesitaba, un bálsamo que le sacaba afuera los malos pensamientos. Supo Altagracia, por boca de la prima, cómo comportarse y cómo ponerse cuando se llevaba a cabo el ataque del macho. Aquella imagen no se le olvidaría. Y la prima, luego del encuentro, no quiso acercársele y hablar con ella si no había otra persona de la familia junto a ellas. La frase: «somos muy felices», la dijo una vez y nunca más volvió a repetirla mientras estuviera presente Altagracia. Luego de que confesara que su marido era un pazguato y la tenía flaca y se enfriaba dentro de ella y la dejaba abandonada a mitad del camino del placer; él cansado y ella con deseos de seguir y con fuertes dolores de cabeza. A partir de entonces, no pudo mencionar la palabra felicidad delante de Altagracia.

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