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Algo mas que una tierna sonrisa irlandesa (Socios Irlandeses 2) – Begoña Gambin

Ya lo había hecho. Era doloroso, pero no había tenido más remedio. Seguro que pronto se arrepentiría porque echaría de menos a mucha gente, pero era necesario. Era preferible evitar males mayores y consecuencias más penosas; no quería dejar de sentir el amor y admiración que sentía por sus seres queridos. Por primera vez en su vida estaba sola más de unas pocas horas. Era uno de esos actos que la vida te lleva a realizar sin querer. Que no suceden porque sí. Un cúmulo de situaciones, una saturación del espíritu y un hartazgo físico y psíquico nos obligan a tomar decisiones que no habríamos tomado nunca si las circunstancias no nos hubieran arrojado a ello. Si alrededor de nuestro mundo, de nuestra vida segura y confortable donde nuestra familia son las vigas que la sustentan y las paredes que nos protegen, todo siguiese igual y no se convirtiese en un caos. Cuando llevas una vida sobreprotegida en exceso, tomar esa decisión es como arrancarte la piel a tiras sin anestesia, como sangrar de forma descontrolada. Por eso es un momento importante, decisivo, y que te pone a prueba. Debes elegir un mal menor, aunque te desgarre por dentro, o una vida llena de falsedad y sin principios. Y ella había elegido. El ascenso del avión le revolvió el estómago, en parte por el vértigo del hecho en sí, y en parte porque ya no había vuelta atrás. Iniciaba una nueva vida lejos de su ciudad natal. De su país querido. Elegir un lugar donde crearse una historia nueva fue difícil. Miró durante horas el globo terrestre que tenía en su habitación; le dio vueltas y más vueltas. Apoyó su dedo índice sobre decenas de lugares, hasta que se decidió por uno. Allí tenía alguna amiga de la universidad, además de que controlaba perfectamente el idioma, a nivel nativo, ya que era la segunda lengua oficial en su país. Se tocó las puntas de su pelo sin darse cuenta, como hacía cada vez que se sentía nerviosa. Las decisiones duras suelen crear dudas, y ella era toda una indecisión andante, pero era imprescindible que huyese si quería ser la dueña de su propia vida. Una solitaria lágrima recorrió su dulce faz desde el rabillo del ojo hasta el mentón y cayó en el cuello de su blusa rosa chicle para difuminarse. Se pasó la mano con suavidad por la cara para eliminar el rastro húmedo que había dejado, como si eso pudiese borrar también la congoja que le apretaba el pecho y hacía palpitar su corazón. Hasta ese momento había podido controlar las tremendas ganas de llorar que persistían en su ánimo desde que había tomado la decisión.


Ante el miedo de que esa lágrima fuese el preludio de un descontrolado lloriqueo, suspiró con fuerza, reclinó la cabeza en el asiento y cerró los ojos en un intento de concentrar su mente en un futuro donde sus errores y sus aciertos se debiesen solo a su propia elección. Pero se equivocó. Su mente buscó otros pensamientos que nada tenían que ver con su porvenir, sino con un pasado que seguía influyendo en su presente. Siempre le interesaron las biografías de las mujeres que han hecho historia en sus respectivos países y, por ende, en el mundo entero. Esas mujeres que saltaban por encima de las normas no escritas, o incluso de las escritas, para hacerse oír, para demostrar su valía y declarar ante todos que pensaban y hablaban en alto porque tenían algo que decir. Cada vez que encontraba en la librería algún libro sobre alguna de esas mujeres, no dudaba en adquirirlo. Era la fuente en la que se abastecía de fuerza y el espejo donde intentar reflejarse. Gracias a ellas, había tenido la energía suficiente para forjar su propia identidad. No le agradaba haber tenido que llegar a esos extremos pero, si no lo hubiese hecho, en esos momentos se sentiría inmensamente desgraciada y habría hecho terriblemente infeliz a su mejor amigo. Él no era cualquier amigo. Había estado en su vida desde que había nacido tan solo unos meses después que él. Sus manos eran las que más veces habían entrelazado las suyas, las que más veces la habían consolado ante cualquier tropezón. Pese a tener la misma edad, él había cuidado de ella siempre, había sido su paño de lágrimas y el guardián de los secretos que escondía en su corazón. No podía fallarle. En vista de que sus pensamientos no la dejaban en paz, volvió a abrir los ojos y miró a su alrededor en busca de otras historias. Su asiento lindaba con el pasillo; la primera persona con la que tropezó su mirada fue la que estaba sentada al otro lado del corredor, en diagonal a ella. Por lo que divisaba de él, se trataba de un hombre vestido con un traje sastre azul de muy buena calidad. Por el borde de la manga se veía el puño de una camisa blanca impoluta cerrado con un gemelo de oro. ¿O quizás no fuesen de oro? Era extraño que un tipo con esa elegancia viajase en clase turista. «No es oro todo lo que reluce», pensó. Elevó sus ojos hasta el perfil del hombre y pudo observar que su pelo, peinado hacia atrás, brillaba de gomina o de cualquier otro potingue similar; su mentón era duro y su nariz, aguileña. Sobre sus muslos reposaba un maletín de piel negra. Quizás fuese un banquero, o a lo mejor un representante de joyas. Por eso llevaba los gemelos. O quizás era un ladrón de guante blanco… Agarraba el maletín con las dos manos de una forma muy sospechosa… Bajó la mirada hasta su pie, que se movía inquieto, como si tuviese el baile de San Vito.

Este baile era algo curioso que había leído en la Wikipedia hacía poco tiempo, según recordó. Se trataba de un fenómeno social producido principalmente en los países centroeuropeos entre los siglos XIV y XVII, y que consistía en grupos de personas que bailaban de manera irregular hasta que se derrumbaban de agotamiento. Lo más llamativo era que, entre los estudiosos de hoy en día, no había consenso en cuanto a la causa de la manía del baile, pero hubo verdaderas epidemias durante esos siglos, que afectaron a miles de personas. Un movimiento extraño desvió su interés hacia el asiento que había a su lado, al otro lado del pasillo. Sin ser muy descarada con su observación, solo pudo ver el regazo y piernas de una mujer. Sobre estas se había colocado una manta ligera, de esas que dan en los vuelos cuando es un trayecto largo. Ella había guardado la suya en el bolsillo del respaldo que tenía delante. Miró de reojo, pero no pudo detectar nada anormal. Habría sido su desbordante imaginación. Pero todavía no había apartado la mirada de las piernas de la mujer cuando observó que las estiraba y las separaba una de la otra. Parecía que estaban en tensión, rígidas. Otro movimiento le llamó la atención: algo se movía bajo la manta… Curiosa, decidió colocarse de lado, como si fuese a dormir, y con los ojos entornados, a través de sus largas pestañas, tuvo una visión perfecta de lo que ocurría. Al lado de la mujer, que por cierto era una joven de aproximadamente su edad, unos veinticinco años, estaba sentado un hombre que había deslizado su mano por debajo de la manta. Notó cómo un fuerte arrebol le cubría el rostro al comprender lo que sucedía bajo ese trozo de tela. Unos sonidos casi imperceptibles salieron de la garganta de su compañera de pasillo. Sabía que no estaba bien lo que hacía; debía apartar su mirada, pero sus ojos permanecían hipnóticos en la vibración, cada vez más rápida, que se notaba en la manta. Con ímpetu, se volvió a girar y se puso derecha en el asiento. ¡Qué vergüenza! Jamás se había tenido por una mirona de ese tipo. Sí que solía observar a la gente que le rodeaba y fabular sobre sus vidas, creando historias que a veces tenían poco de reales y mucho de fantasía. ¡Pero esta era muy real! La joven que compartía pasillo con ella estaba disfrutando de un rato de goce a la vista de cualquiera que, como ella, dirigiese la mirada hacia ese asiento. Le pareció excesivamente atrevido, pero también excitante. Ella no había sido criada para dar la nota de esa manera, sino para todo lo contrario. El sexo era tabú en su círculo familiar. Quizás rayaba en el puritanismo, así que era otro de los asuntos que tenía que meditar… Capítulo 1 Once meses después, diciembre 2017 Megan, de reojo, observaba a su jefe, Declan Campbell, con su amigo y socio, Seán Gallagher. Eran las personas más distintas con las que se había topado en su vida.

Mientras Declan era el prototipo de tío bueno (pelo largo rubio, ojos grises, boca sensual y un cuerpo de escándalo cubierto por un elegante traje gris marengo), Seán era lo opuesto: pelirrojo con perilla y bigote, repleto de pecas, ojos verdes y con los brazos llenos de tatuajes tribales. Era unos pocos centímetros más bajo que su amigo, y su cuerpo, enfundado en unos pantalones de sarga beige con múltiples bolsillos y una camiseta negra, era de complexión atlética, posiblemente de nacimiento, porque era difícil verlo sin una pantalla de ordenador frente a él. Pero, pese a todas esas diferencias, se llevaban de maravilla. Los tres socios de Dagda eran el ejemplo perfecto para demostrar que los polos opuestos se atraen. Cualquiera que los viese juntos sin saber que eran excelentes amigos, habría pensado que no tenían nada que ver entre ellos y que estaban unidos en ese momento por una coincidencia del destino pero que, en cuanto pudiesen, se desperdigarían en búsqueda de alguien más afín a cada uno de ellos. ¡Qué equivocado estaría! Su jefe era el abogado de la empresa en la que ella trabajaba como su secretaria y Seán era el responsable de la programación de los videojuegos que se creaban en Dagda. —¿Y Connor? —indagó Seán extrañado. —Me ha dicho que ahora vendrá, que empecemos sin él —le respondió Declan. —¡Buff! Últimamente siempre llega tarde, ¡con lo puntual que es él! —Creo que está sobrepasado de trabajo, Seán. Los últimos meses hemos aumentado las ventas en un cien por cien. Hemos duplicado, y eso conlleva el doble de trabajo. Tú tienes nuevos empleados en tu departamento, pero él se niega a recibir colaboración. Yo le ofrecí la posibilidad de que Megan lo ayudase una temporada, pero se ha negado. Los dos socios desviaron su mirada hacia la secretaria. Era una joven simpática y amable que siempre estaba dispuesta a tender una mano donde y a quien fuese necesario. Trabajaba en Dagda desde hacía unos diez meses, y los tres amigos la apreciaban mucho. Bueno, unos más que otros… Con Connor, el economista de la tríada, había tenido que demostrar su paciencia hasta que se hizo a él. Era el más introvertido de los tres, hosco y huraño pero, en cuanto detectó que su lado oscuro se debía a su gran timidez, supo cómo llegar hasta él para romper esa barrera y conocer su lado protector y educado. Con respecto a Declan, con quien batallaba a diario, no tuvo ningún problema desde el primer segundo. Era un joven alegre, guasón y optimista con el que daba gusto trabajar. Estaba encantada de colaborar con él, además de que era un gustazo verlo a diario: era guapo a rabiar. Lo de Seán… era otro asunto. El primer día que lo conoció, cuando estrechó su mano, una descarga eléctrica le recorrió todo su cuerpo. Era la primera vez que le ocurría algo así, y la confusión la hizo parecer esquiva ante él. El joven la escrutó y frunció el ceño, lo que provocó que ella se sintiera rechazada, así que, en un principio, los dos decidieron rehuirse.

No era lo mismo que con Connor, porque al economista se lo veía venir de frente, pero con el programador la cosa cambiaba. Así que se dedicó a observarlo desde lejos y ver cómo se interrelacionaba con el resto de personal de la empresa. Megan, durante los últimos años, había tenido que analizarse en profundidad para saber quién era y qué quería hacer en la vida, por lo que había logrado conocerse hasta las entrañas y aprendido a ser franca consigo misma; por eso reconoció la atracción que sentía por Seán. Debido a ello, de forma inconsciente, lo evitaba. Pero ¿y él? ¿por qué no se comportaba con ella igual que con el resto? Quizás no habían tenido una buena impresión el uno del otro. Recordaba el ceño fruncido del joven, algo que no había vuelto a ver desde entonces, por lo que decidió darle otra oportunidad. A ella no le gustaban los malos rollos, y él era uno de los socios de la empresa, parte esencial de Dagda. Había oído hablar maravillas a su jefe de él por su destreza frente a un ordenador y calificarlo de genio informático. Además, una fuerte curiosidad por conocer a la persona había propiciado que, durante los últimos meses, iniciase un acercamiento que parecía que tenía sus frutos. Su aspecto exterior le había llamado la atención desde el mismo momento en el que lo había visto y, a priori, le pareció un hombre desaliñado y friky, aunque poco a poco se fue acostumbrando a su forma de vestir. En el entorno que frecuentaba antes de que comenzara a trabajar allí, nadie usaba ese tipo de indumentaria tan estrafalaria para ella. Quizás fuese esa forma desastrosa de vestir, o su curiosa fisonomía, pero sin querer sus ojos siempre lo perseguían y lo veía reír con sus socios, darles unas palmaditas en la espalda con camaradería o hacer malabarismos con tres tazas de café para invitar a sus amigos. Lo vio hacer varios viajes con su coche para llevar a algunos de sus colaboradores a sus respectivas casas un día que llovía a mares. Observó cómo se preocupaba por ellos cuando una epidemia de gripe arrasó con su equipo de programadores. Le complació darse cuenta de que, en su departamento, en contra de lo más habitual en ese sector, se cumplía a la perfección la paridad de género. Y llegó a la conclusión de que era una persona amable y cariñosa. Con todos, menos con ella. La joven se levantó de su silla y se acercó hasta los dos socios. —Lo he intentado, Declan, pero ha rechazado mi ayuda. Dice que no tiene tiempo para explicarme lo que podría hacer. —¡Mira que es cabezota! —exclamó Seán a la vez que le dedicaba una sonrisa a Megan. Ternura. Eso es lo que le venía siempre a la cabeza a la joven cuando veía relucir la sonrisa de Seán en su rostro. Tenía una tierna sonrisa, por lo que se sintió identificada con él, pese a lo distintos que eran. —Bueno, pues peor para él —intervino Declan—.

Lo dejaremos en paz una temporada pero, si esto sigue así, tendremos que tomar medidas drásticas. —Y yo te apoyaré —afirmó Seán—. Si sigue así, Connor va a caer enfermo. Al joven se lo vio afectado. Megan detectó que la preocupación por su amigo era sincera y profunda, y un leve revuelo en su estómago le indicó que eso le había gustado mucho a ella. No entendía el porqué pero, cada vez que detectaba algo que le agradaba del joven, un gusanillo interior precedía a la complacencia que la embargaba. Le gustaba que él fuese así. Un parpadeo de sus ojos consiguió que apartase la mirada de Seán para dirigirla hacia su jefe; le había parecido que había dicho su nombre… —Perdona, Declan, ¿me decías algo? —indagó con voz confusa. —Sí, bella durmiente. —No… no… estoy despierta… —balbuceó. —Pues yo diría que necesitas un café para espabilarte del todo. Te decía que Seán necesita que lo ayudes a hacer el inventario de su departamento. El año pasado fue un desastre, así que prefiero que lo guíes para que luego nosotros podamos hacer nuestro trabajo con mayor diligencia. —Por supuesto que sí. Estaré encantada. Me entusiasman los inventarios, ya lo sabes. Descubrir todo lo que se ha ido guardando durante un año y de lo que ni se sabe que está ahí; son como pequeños tesoros. Y, como nunca he hurgado en ese departamento, seguro que será muy divertido. Siempre le había gustado organizar armarios, y un inventario era lo más parecido en una empresa.

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