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Algo Mas Que Una Burlona Sonrisa İrlandesa (Socios Irlandeses 3) – Begoña Gambin

Las pocas neuronas que le quedaban a Declan Campbell sin chamuscar, vagaban perdidas por su cerebro, ocupadas en buscar un hueco donde colocarse y ser útiles a su poseedor. No podía comportarse así en un cementerio y menos cuando al que daban el último adiós era su querido tío Keiran. Pero es que a pocos centímetros de él estaba ella. ELLA. Hacía años que no la veía, quince para ser exactos, desde que ella se marchó a estudiar una carrera, no recordaba cuál, en una universidad, no sabía dónde. Él era demasiado joven para fijarse en esas cosas. En cuanto el oficiante del entierro acabó con su cometido, se produjeron unos minutos de silencio y a continuación la gente comenzó a dispersarse. Sabía que debía saludarla, por eso volvió a mirarla de soslayo, aunque con eso solo consiguió detectar el color del fuego. Giró su cuerpo lentamente, como si fuese en cámara lenta y se encontró con su perfil. Tan solo su bella silueta aquilina se ofrecía a sus ojos mientras se despedía de algún amigo. Percibió cómo poco a poco ella también dirigió su cuerpo hacia él, por lo que comenzó a esbozar una sonrisa cordial que se quedó congelada en cuanto chocaron sus miradas, la apartó, parpadeó, tragó saliva, volvió a parpadear e intentó de nuevo sonreír a la vez que volvía a concentrar sus ojos en ella. Por último, tosió ligeramente. Patético. Realmente patético. —Hola —balbuceó pese a todos sus esfuerzos por mostrarse natural. ¡Debía reponerse de inmediato! —Hola —respondió Tara con el rostro inexpresivo a la vez que le tendía la mano. Él la miró como si fuese un bicho extraño a punto de picarlo antes de caer en la cuenta de lo que pretendía la joven. ¿La mano? ¿En serio que le ofrecía la mano en lugar de la mejilla para darse un casto beso? No recordaba a Tara tan puritana. —Ah —exclamó y se la estrechó por fin—, sí. —Cuánto tiempo sin verte, Declan —dijo Tara con voz gangosa. —Es cierto —admitió él mientras observaba su rostro con mayor profundidad—. Oye, ¿te ocurre algo o tu nariz ha crecido desde que no nos vemos? Tara hizo una mueca con su boca, con la misma boca que deseó besar durante años. —Tengo un catarro tremendo que me ha congestionado la nariz. Daba igual, de todas formas estaba preciosa con ese sonrojo natural en la punta. Desde que distinguió su hermosa mata de pelo roja nada más entrar en la iglesia junto a sus propios padres, su mente se había colapsado ante tanto recuerdo que acudía a ella de forma masiva.


Su madre había nacido allí, en Dingle, en la península del mismo nombre, donde él pasaba todas las vacaciones disponibles. En realidad, Declan vivía con sus padres a tan solo unos cincuenta kilómetros de distancia, en Tralee, pero para él esa pequeña localidad era otro mundo. Sus padres lo dejaban en la casa de su tío Keiran O’Sullivan, hermano mayor de su madre, casado con la tía Arlene Dunne —fallecida hacía unos años— y sin hijos; allí disfrutaba ayudándoles en su hotel, pero también tenía un grupo de amigos con los que se divertía. El sentimiento de libertad, a la vez que el de responsabilidad, había ido calando en su forma de ser con el ejemplo del tío Keiran. Pero también otro sentimiento dejó su primera espinita en su corazón en aquel lugar. Declan se enamoró perdidamente de la sobrina de la tía Arlene, Tara Murphy. La muchacha tenía cinco años más que él y lo tenía deslumbrado desde bien pequeño, algo que fue creciendo conforme los años pasaban. Lo mantenía en silencio, la adoraba a lo lejos, siempre pendiente de ella, y ella… Tara lo trataba como a un crío. De niño, ella era una adolescente mandona que siempre le recriminaba las bromas que gastaba a sus amigos o la guasa con la que se tomaba todas sus palabras de reproche. Cuando creció y se convirtió en el muchacho guapo y simpático que conquistaba a todas las jovencitas del lugar, ella se burlaba de su actitud chulesca. Porque sí, él siempre había sido una persona de sonrisa fácil y trato conquistador, pero recordaba con angustia la época en la que le dio por intentar deslumbrarla a ella y terminaba balbuceando como un panoli. Cuando Tara se marchó sin que demostrase hacia él el menor interés, le rompió el corazón. Era la primera vez que alguien lo hacía y fue bastante traumático para él. Desgraciadamente, ya no volvió a verla. Cinco años después, Duncan fue el que acudió al Trintity College de Dublín para estudiar Derecho y cambió su vida tranquila de los veranos en Dingle por viajes, másteres, prácticas de formación, intercambios estudiantiles, y un sinfín de otras actividades que consiguieron borrar de su mente los días felices en la península. Hasta ese momento. —¿Qué es de tu vida? ¿Vives aquí o has venido a despedirte del tío? —le preguntó a Tara con curiosidad. —Vivo aquí, sí. Trabajo en el Dingle Oceanworld Aquarium. Soy bióloga marina. —¡Vaya! Debe ser muy interesante. No sabía nada. —Me lo imagino, hace más de quince años que no nos vemos. En cambio, yo lo sé todo de ti — admitió Tara con una sonrisa socarrona—. Sé que has formado una empresa de creación de videojuegos en Dublín con otros dos socios y que tú te encargas de la parte legal.

Eres abogado. El tío Keiran me mantenía informada; estaba muy orgulloso de ti. —Bueno… yo es que hace más de diez años que no vengo por aquí. —También lo sé. —Ya veo… —Ahora he de irme. Espero no tardar otros quince años en volver a verte, Declan. —Yo también. La observó marcharse. ¡Dios! Ese culo respingón que lo volvía loco antaño había tomado cuerpo y ampliado las caderas. ¡Estaba soberbia! Su melena rizada roja y salvaje le caía por detrás hasta la mitad de la espalda. Su cuerpo reaccionó y el deseo lo inundó como si fuese un chaval y no tuviese la capacidad de controlarse. A su mente acudieron los malos tragos que él tuvo que pasar de adolescente para ocultar su precoz excitación cada vez que evocaba sus pechos de tamaño pequeño que en cierta ocasión pudo ver al desatársele la parte de arriba del bikini mientras se bañaban en la playa cercana al hotel. Esperaba haber superado esa época. No, no lo esperaba: estaba convencido de ello. Su respuesta física tan solo había sido provocada por la inesperada situación. El recuerdo caliente del pasado. —Cariño, el albacea testamentario de mi hermano nos ha informado que debemos estar los tres esta tarde en su despacho. Declan se giró para mirar a su madre, que se había colocado a su lado. —¿Yo también? Pensaba volver esta misma tarde a Dublín. —Imposible. Nos ha dejado muy claro que debemos asistir o no se podrá leer el testamento. Pasó el brazo sobre los hombros de su madre y la arrebujó hacia él. Se la notaba muy acongojada. Había sido un duro golpe para ella. Su hermano Keiran O’Sullivan era el único familiar que le quedaba y el infarto fulminante que había arrasado con su vida había sido totalmente inesperado.

En cuanto su madre lo llamó, Declan acudió de inmediato. No podía ni quería faltar al último adiós de su tío. No es que fuese la situación con la que se sintiese más a gusto, más bien todo lo contrario. Pero junto a él había formado sus recuerdos más queridos de la infancia y juventud. Aunque en esos momentos fuese una tortura para él. —Pues entonces, he de avisar a mis socios, ¿me disculpas un momento? —Por supuesto, cariño. Declan se apartó un poco mientras sus padres se despedían de los presentes al sepelio. Sacó su móvil del bolsillo de su impoluta chaqueta y se puso en comunicación con Connor Murray. —Connor, he de pasar la noche aquí, así que no me esperéis mañana para la reunión de primera hora. —No te preocupes, ahora mismo tenemos todo bien encarrilado y tus legajos, normativas y contratos son lo menos importante; si quieres, puedes permanecer allí unos días. Además — añadió su amigo dándole un tono sarcástico a sus palabras—, te recuerdo que tienes una estupenda secretaria. —Eso sí Seán deja trabajar a Astrid y no la reclama para que le ayude con el argumento del videojuego en el que esté actualmente. Pero no, no hará falta tomarme unos días. Mañana regreso. Capítulo 2 Otra vez estaba allí. No había hecho falta que transcurrieran quince años para poder admirar esa abundante melena cobriza. Se encontraba sentada frente al albacea y de espaldas a él y su familia que acababan de entrar al despacho. Junto a ella había una mujer. Pudo reconocerla en cuanto se giró para ver quién acababa de entrar: era Moira Dunne, hermana de la tía Arlene y madre de Tara. Durante el sepelio de esa misma mañana había podido hablar con ella durante un rato, recordando viejos tiempos. Vivía en una casa cercana al hotel de su hermana, y solía echar una mano en él cuando estaban colapsados de trabajo. Declan recordaba que la madre de Tara, siempre que se encontraba por allí, le preparaba una merienda especial con unos bollitos dulces que a él le encantaban. Después de los correspondientes saludos, los cinco se acomodaron en el lado de la mesa que les correspondía, al otro lado del albacea de Keiran O’Sullivan. El serio y circunspecto hombre comenzó la lectura con voz monótona. Palabras legales se sucedieron una detrás de otra hasta que comenzó el reparto de la herencia.

El albacea nombró a Cillian Campbell, el padre de Declan, al que le cedía su colección de discos de música irlandesa. Luego nombró a Nora O’Sullivan, su madre, y a Moira Dunne, para adjudicarles la misma cantidad de euros, nada despreciable. —Y, por último —continuó el hombre, de cuyo nombre y apellido se había olvidado en cuanto lo oyó—, a Tara Murphy y Declan Campbell, les lega el hotel O’Sullivan Lodge y la vivienda particular adyacente con todo el terreno circundante a partes iguales, además del resto de efectivo que se conserva en sus cuentas personales. —¡Oh! —exclamó Nora. —¡Madre mía! —clamó Moira. Los ojos de Declan se abrieron de forma desorbitada. Jamás se le había pasado por la cabeza que su tío pudiese confiarle su mayor tesoro y prácticamente la mitad de sus bienes. ¡A medias con Tara! —¡Vaya! Está claro que Keiran no me tenía tanto aprecio como a vosotros —se burló Cillian. Unas risas nerviosas relajaron un poco el ambiente solemne. Declan miró a Tara. Ella no había pronunciado una sola palabra. Sus ojos brillaban con una pátina de las lágrimas que pugnaban por rebasar el párpado y surcar sus mejillas, pero antes de que eso ocurriera, la joven elevó sus manos y las restregó en ellos. Sintió el impulso de abrazarla para consolarla, pero se le adelantó su madre. —Ahora bien —continuó de pronto el albacea—, hay unas cláusulas. Todos se quedaron en suspenso. —Tanto la señorita Murphy como el señor Campbell deberán vivir en la casa familiar y encargarse del hotel durante seis meses, o la propiedad pasará a manos del Estado. —¡¿Cómo?! ¡Eso no es justo! —exclamó Declan con un evidente tono de enfado—. Por mi parte es imposible. Estoy dispuesto a venderle mi parte a Tara. —Lo siento, señor Campbell, pero en las cláusulas siguientes especifica que ambos deben cumplir sus deseos, o ninguno de los dos recibirá su herencia. —Pero… —comenzó de nuevo Declan, con tono exasperado. —Declan, aquí no debemos discutir sobre esto —apuntó Nora—. Dejemos que termine de leer todas las disposiciones antes de divagar. —Tienes razón, mamá, como siempre —admitió él. *** —O sea, que tú has trabajado aquí los últimos años —confirmó más que preguntó Declan mientras veía cómo Tara abría la puerta de la vivienda de la casa de su tío.

El joven abogado acababa de llegar de Dublín después de pasar unos días organizando su trabajo y recoger las pertenencias que necesitaba para pasar una larga temporada allí, aunque él pretendía que fuese lo menos posible. —¡Chico listo! No he tenido que repetírtelo dos veces —se burló Tara—. Efectivamente, yo he compaginado mi trabajo en el oceanográfico con el hotel, pero vivo con mi madre. Mañana me mudaré aquí. —¿Es que piensas hacer lo que pone en el testamento? —¡Qué remedio! En serio, que eso me lo pregunte un abogado, me mosquea. —Precisamente por ser abogado sé que hecha la ley, hecha la trampa. Siempre hay algún subterfugio por donde escapar o paliar los daños. —Bien, pues mientras tú buscas tú escapada, yo voy a comenzar por cumplir lo establecido en el testamento. —¿Así, sin más? ¿No piensas luchar? —¿Luchar? ¿Contra quién o contra qué? A mí no me importa vivir aquí y hacerme cargo de hotel. Es más, me gusta. Si trabajaba aquí con el tío no era por necesidad, sino porque me agrada el trato con los clientes y complacerles en todo lo posible para que se vayan con un buen sabor de boca y con la sensación de haber acertado con el destino de sus vacaciones. Yo siempre que viajo deseo que ocurra, por eso me gusta tanto proporcionarlo. —Pues yo no puedo quedarme aquí medio año. —Entonces se perderá el legado de nuestros tíos. ¿Estás seguro que prefieres no intentarlo? Me extraña mucho que una empresa de videojuegos no esté al tanto de las nuevas tecnologías y no sea capaz de dirigirse desde lejos —ironizó Tara—. ¿Quizás todavía no sepáis que existe internet? —Veo que has agudizado tu vena guasona. —Tuve un gran maestro. Mientras hablaban iban recorriendo la casa hasta llegar a la planta superior, donde estaban las habitaciones. —Si quieres, te puedes quedar en tu antiguo cuarto. El tío lo mantenía tal y como estaba por si volvías algún año. Un sentimiento de arrepentimiento oprimió su corazón. Durante los últimos diez años había sido un tremendo egoísta. Había pagado todo lo que le había dado su tío con unas llamadas esporádicas y las reuniones familiares en Navidad. Abrió la puerta con lentitud. Le costaba enfrentarse a la cruda realidad, pero allí estaba; tal y como la recordaba.

Con su papel pintado con cuadros azules y blancos en las paredes, el escritorio de madera con sus botes llenos de lápices y bolígrafos, la cama enfundada en la colcha con dibujos geométricos en los que predominaba el mismo color de las paredes. Hasta su ropa estaba colgada en el armario. —Sí, yo dormiré aquí. ¿Y tú? —Yo voy a elegir la habitación de invitados que tiene cama de matrimonio. Con el tiempo me he hecho muy cómoda. —¿Y ahora qué? —Ahora nada. Yo me voy a mi casa, dormiré allí y, aprovechando que mañana es sábado y no trabajo en el oceanográfico, pero sí aquí, vendré con algunas de mis cosas y te presentaré al personal, ¿te parece? —Está bien. Yo aprovecharé para examinar bien el testamento. —Tú verás. Si quieres perder el tiempo, por mí… ¡Mañana nos vemos! Conforme exclamó sus últimas palabras, se giró sobre sí misma y desapareció. Una vez eliminada la distracción que para él suponía Tara, decidió recorrer de nuevo la casa. Estaba todo lleno de recuerdos de su tío y de su mujer, la tía de Tara. Las floridas cortinas con las que les gustaba decorar todas las ventanas, el pulido brillante de los muebles que tía Arlene se empeñaba en frotar y frotar. El sillón preferido de su tío, frente a la chimenea, con un reposapiés donde leía un libro antes de irse a dormir. La inmensa mesa de la cocina donde él y sus amigos, día sí y día también, merendaban rodeándola. Montones de momentos felices revivieron en su mente como si acabaran de suceder. Las risas lo llenaban todo. Y por encima sobresalía su sentimiento hacia Tara. Un amor puro, inocente al principio y lleno de deseo y excitación después, pero constante durante todos esos años.

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