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Akasha. La Escritora Fantasma – Olena Beckett

Presté mis pechos turgentes a merced de sus manos y apretándome aún más contra su cuerpo desnudo me acarició con delicadeza deslizando sus dedos hasta el final de mi espalda. Su lengua jugaba con mi piel despertando un escalofrío que empapó el alma y las sábanas. Recorrió el cuello hasta llegar al pecho y alcanzó los pezones. Quise disimular que estaba acelerada pero, cuando mordisqueó mi abdomen, la ingle y coló sus dedos en mi entrepierna, estallé con un gemido de lo más liberador. Excitada y exhausta apreté mis piernas contra su cuerpo y le pedí que me hiciera suya. Deseaba sentirle dentro, ser uno, pero, sobre todo, sentir la fuerza de su sexo penetrándome. Él tenía otros planes, porque sin sacar sus dedos de mí consiguió que volviese a dejarme ir, una y otra, y otra vez, mientras me besaba ferozmente enredando su lengua con la mía. Me dio la vuelta, a la vez que nos poníamos de rodillas y pegó su torso contra mi espalda. Su lengua se instaló en mi nuca. Con una mano sujetaba firme mi pecho y con la otra, seguía moviendo sus dedos sutil y rítmicamente alrededor de mi vulva, acariciando aquella divinidad como si de una diosa se tratara. Mordisqueó mi cuello con tanta sabiduría que perdí la noción del tiempo y de la conciencia. Al despertar, ya no estaba. Un cielo rojizo se levantaba en París. El salón separado de la habitación principal estaba bañado por una luz tenue. Llamaron a la puerta y Eric abrió mientras yo me hacía la dormida y remoloneaba en la cama sin saber qué hora era. Dejó que el camarero empujase el carrito hasta el centro de la sala y le extendió unos billetes para que se marchara. Quería ser él quien manejase la situación. El joven camarero agradeció la propina y cerró la puerta con sumo cuidado para no hacer ruido. Eric se dispuso a preparar la mesa del desayuno. Dudó, pero, finalmente, eligió la mesa del ventanal con vistas a la catedral de Notre Dam. Hacía fresco, era temprano y estábamos en el mes de los enamorados, concretamente el fin de semana del catorce de febrero. <Sí, unos moñas romanticones>. Era el primer viaje que hacíamos los dos solos después de muchos años de dolor y sufrimiento, en silencio, por ambas partes. Yo tenía una sorpresa preparada para él, algo que jamás había hecho, ni dicho, pero que sabía que solo con él haría algo así. Una locura.


Llevábamos juntos más de diez años, conviviendo solo cinco, pero los últimos seis fueron demasiado irreales. Se acumulaban a nuestras espaldas circunstancias poco o nada favorables y ambos necesitábamos desconectar, pasar tiempo juntos, a solas y hacer el amor como antes, cuando nuestros cuerpos se fundían en uno y nos dejábamos llevar por la pasión. Entregándonos a lo desconocido, a lo inhabitado y al placer. Al placer de saberte completo, no por falta de elementos si no porque quien está a tu lado suma y hace de la experiencia una impecable melodía. Nos conocimos en la universidad, dos críos inmaduros, con poca experiencia, pero mucha ingenuidad. Él era el gracioso de la clase y yo la rarita. Él hacía reír y de mí se reían. A él su público lo vitoreaba y a mí me abucheaban. Cuando el mundo supo o, más bien, nuestro mundo, que éramos novios todo cambio y aunque dejé de ser el centro de atención de las burlas, pasé a ser la novia de… Ambos estudiamos bellas artes y aunque él luego se cambió a marketing y dirección de empresas o algo así, terminó dedicándose a su gran y verdadera pasión. La escritura, los libros. Contar historias es su vida y lo hace tan bien que, incluso, para escribir su último libro se marchó un mes entero a Los Ángeles para ponerse en la piel de su protagonista y vivir como él mismo se inventó que vivía. Siempre dice que, aunque la novela sea de ficción, hay que ponerse en la piel de los personajes. Dar emoción. Recuerdo que gracias a él aprobé historia del arte. Tenía atragantada la asignatura y al profesor. “El Bigotes”, le llamaban. Creía estar reencarnado en Dalí y, aunque no llegaba ni al metro sesenta, su extraña presencia hacía que se te cerrasen todos los agujeros del cuerpo. Pero gracias a Eric y a sus cuentos saqué más de un aprobado y no tuve que volver a ver a aquel mal humorado cascarrabias nunca más. Veo aquel día como si fuese hoy. Fui a buscarlo a la salida de la piscina donde trabajaba en verano y me abalancé sobre él rodeándolo con mis piernas. Gritaba loca de contenta y él no entendía por qué, pero lo celebraba igual. Lo empujé con ímpetu hasta meterlo dentro de la caseta del socorrista, cerré la puerta con pestillo y me lo comí a besos de arriba abajo sin dejarme nada. La euforia y la excitación se apoderaron de nosotros. Eric me agarró de la cintura y me levantó para sentarme encima de la mesa. Se colocó entre mis piernas y me besó con tanta pasión que sentí cómo me humedecí.

Se quitó el bañador y yo el vestido y la braguita, y nos doblegamos a la diversidad de dos cuerpos necesitados de amor. Cada vez que nuestros sentidos se encontraban, hasta el alma se estremecía despertando partes de nuestra piel que parecían olvidadas. Mientras recorría despacio a besos mi abdomen hasta acabar entre mis piernas, yo sentía ser invencible, poderosa y tremendamente afortunada por hacer el amor con el hombre con el que tan bien me lo pasaba. Deseosa de jugar con su miembro, bajé al suelo para que me acompañara. Lo cogí, acaricié, besé, chupé y lamí con apetito, respeto y agitación. Lo metí dentro de mí y lo noté tan fuerte y duro que grité de placer. Eric intentaba tapar mi boca para que nadie nos oyese, pero eso me excitaba más y gemí más fuerte, con más ganas y sin prejuicios. Entonces, una oleada de orgasmos empapó nuestros cuerpos haciéndonos estallar de la risa, entre espasmos y últimas caricias. Desnudos y tirados en el suelo de aquel frío habitáculo nos quedamos abrazados unos minutos hasta que la adrenalina desapareció de nuestro ser. Eric es un aclamado escritor de ciencia ficción humorística, si es que eso existe. Su creatividad es abrumadora, la imaginación le brota por los poros y consigue que la historia más surrealista te haga plantearte si eso sería posible. Nunca deja cabos sueltos. Sus novelas se leen solas y, además, consigue que desees volver a leerlas una y otra vez, porque siempre surge una teoría nueva. Él es así, atento, cuidadoso y detallista como la mesa de desayuno que preparó. No le faltaba un ápice de esmero. Dejó en el que di por hecho que era mi plato un rollo de papel color crema que simulaba un papiro adornado con un hilo rojo y se separó de la mesa para comprobar su armoniosa composición. Cuando confirmó que el pequeño jarrón de cristal de Murano y la rosa roja que portaba estaban en el centro de la exquisita mesa quedó satisfecho. Para Eric, todo era una obra maestra, un perfecto engranaje que ha de quedar impoluto antes de ser admirado por otros. Se observó por un instante en el espejo de la entrada confirmando que su peinado seguía intacto y se acercó con ternura a la puerta entre abierta de la habitación. Yo seguía adormilada y con ganas de que él volviera a la cama. Clavó sus sensibles e intrigantes ojos casi verdes en mí, en la silueta que se apreciaba bajo las sábanas de mi cuerpo semidesnudo y alcancé a escuchar un susurro . Dormí profundamente durante toda la noche y parte del día; hacía tiempo que no descansaba tanto y tan bien. Era como si me hubiese quitado un peso de encima y, además, estaba feliz, una emoción que parecía olvidada. Me levanté como un torbellino de energía y acudí al salón para abrazar a Eric y contarle lo bien que me sentía. Todo se lo contaba a él.

No había otra persona en el planeta con la que hablase sin censura y no me mirase como una loca. Él sabía todo de mí. Cómo siento, qué pienso, en qué creo, para qué hago lo que hago y por qué actúo, casi siempre, como si nada malo me pasase. La primera vez que Eric y yo quedamos fuera de la universidad, la primera cita oficial, yo no estaba segura de asistir. Tenía miedo a que se riera de mí, a que no le gustase, a que, finalmente, no fuese lo que él esperaba. Normalmente, cuando no conozco a mi interlocutor y en mi vida diaria en general, soy más de escuchar y observar que de hablar y no callar. Desconozco qué ocurrió en aquella cena, pero hablé hasta de política y de lo mucho que me gusta ir desnuda por casa. Él solo me atendía y sonreía y seguía charlando alegremente en voz alta, abriéndome en canal a un completo desconocido. Fue una velada tan grata e inesperada para mí que, aún hoy me pregunto por qué conversé con él como si le conociese de toda la vida. Al ver que no estaba en la habitación del hotel y, sin reparar en la mesa del desayuno ni de la hora que era, fui a buscar mi olvidado móvil apagado en el fondo de la mochila que llevé por maleta. ¿Qué? No es posible. Y sin quitar la vista de la pantalla, algo alterada y pulsando el botón de rellamar, choqué con la obra maestra tirando al suelo el pequeño jarrón de Muran o que se rompió en mil pedazos. < ¿¡Pero no dicen que este cristal es muy duro!? > Después de cortarme, seguir pulsando el botón de rellamar y recoger los trozos de cristal como pude, tomé conciencia de la hora. Las 11:11 am marcaba el reloj del móvil. Hoy es el día de su sorpresa, el regalo que con miedo y entusiasmo organicé para él. Algo que ninguno ha hecho, pero que los dos deseamos. Una experiencia única que solo con él me plantearía y compartiría y de la que nadie más o solo una más sería participe. En menos de una hora empieza la fiesta, pero dónde diantre está. Me vestí con la ropa del día anterior que estaba tirada en el suelo del baño para bajar a recepción y preguntar por él. Me extrañó que sus cosas no estuvieran también allí y desde la puerta del baño ojeé el dormitorio con incredulidad. No había nada de Eric, no había nada que jurase que él hubiera estado allí, conmigo, durante dos días completos. Con sus dos noches, dos tardes y dos amaneceres… Todavía más nerviosa, volví al salón y vi en el plato lo que simulaba un papiro, tenía que ser una broma, un sueño. Una pesadilla más bien. Con las manos temblorosas, el corazón en un puño y las tripas retorciéndose, respiré profundo y grité. Grité como si me fuera la vida en ello, como si mi madre hubiese muerto otra vez, como si mi gato desapareciese o mi abuela me abandonase.

Grité hasta quedarme sin voz y hasta que los golpes de la puerta me sobresaltaron. ¿Señorita se encuentra bien? abrí la puerta con la cara desencajada, roja y los ojos hinchados de tanto llorar y abofetearme. Sí, me auto castigo y lesiono cuando me suceden hechos inexplicables o, más bien, cuando no soy capaz o, mejor, no quiero comprender. —Estoy bien —respondí a la señora de la limpieza con la mirada perdida en la mujer espectacular que estaba detrás de ella, y adelantándose, dijo: Soy Lilian, habíamos quedado a las doce. Mientras ella le daba un billete de cien euros a la señora y le pedía amablemente que en veinticuatro horas nadie se acercase por allí a no ser que lo pidiésemos, me empujó con delicadeza dentro del cuarto y cerró la puerta tras ella. L 2 ilian es el regalo de Eric. Bueno, sé que dicho así no suena muy bien, pero la contraté para que, durante veinticuatro horas, le colmase de placer, alegría, risas, experiencias y anécdotas para sus futuribles publicaciones . Su anuncio decía: Experta fomentadora de felicidad. Compartiremos experiencias que jamás olvidarás. La idea inicial era hacer un trio pero, como me daba pavor no estar a la altura y, sobre todo, lo que vendría después, decidí que lo mejor era que Eric disfrutase de ella y yo mirase con la intención de aprender y, también, con la de que luego él lo replicase conmigo de alguna manera, o viceversa. Para mí era un plan perfecto, porque todos salíamos beneficiados. Lilian ganaría en un día lo mismo que en un mes, Eric daría portazo a su dichoso bloqueo creativo y yo me iría de París con un máster en felicidad, pero Don Sabelotodo no está y ya no hay nada que celebrar. Aun confusa con todo lo sucedido, me di la vuelta para explicarle a aquella belleza que cobraría por su no trabajo, pero que cancelaba su alegre compañía y al levantar la vista del suelo la vi frente a mí, con una sonrisa de oreja a oreja, desnuda, tal y como venimos al mundo. Es un poquito más baja que yo, huele a violetas, dulce pero sin empalagar y tiene el pelo largo ondulado, color teja natural, ojos verdes con motas amarillas, cara y cuerpo llenos de pecas, labios voluminosos y carnosos, piel suave, rojiza y delicada, además de depilada. Con los pechos y el glúteo bien puestos, un abdomen trabajado, piernas fuertes y tonificadas, brazos largos y fibrosos. Lilian es la mujer más hermosa que he observado jamás. Está cursando el quinto año de medicina y para pagar la carrera trabaja con gusto y dedicación como experta fomentadora de felicidad. Acompaña a personas para que descubran que la felicidad que anhelan habita en su interior, o eso dice, porque los métodos que usa son muy variopintos. Desde practicar sexo, enseñar anatomía, salir a correr, hasta meditar. Para ella todo está conectado. —Una de las cosas que más contenta te pone y que hace mucho que no haces es pasearte desnuda por tu casa. Lo ponías en el test ¿recuerdas? dijo mientras me desabrochaba la camisa. —Sí, pero el plan ha cambiado. —Está bien —pronunció con suavidad en mi oído pero antes te darás un baño mientras me cuentas cuál es el nuevo. Ella es quien elige a sus pacientes antes de concretar la cita, y meses antes de que ella aceptase mi solicitud tuve que rellenar un exhaustivo test de trescientas sesenta y cinco preguntas y esperar dos meses a que confirmase el encuentro.

Además de porque está muy solicitada, compaginar los estudios personales con los profesionales le lleva tiempo y atención plena. Lilian es francesa, pero habla cinco idiomas, entre ellos el castellano, con lo cual no había problema de lenguas. Me cogió de la mano para llevarme al baño y mientras esperaba a que la bañera se colmase con agua templada, tomó el cepillo que había en el lavabo, deshizo la coleta y comenzó a peinarme. Acariciaba mi maltratado cuero cabelludo como si de algodón se tratase y sonreía serena consciente de que yo la observaba a través del reflejo del espejo del baño. Lo que más fascinada me tenía es que sin conocerme de nada y sin haberle contado nada parecía como si supiese qué es lo que yo necesitaba a cada instante. Cuando la bañera se llenó lo suficiente como para cubrir todo mi cuerpo, con un sutil gesto me invitó a entrar. Ella se metió un minuto más tarde junto con lo que parecía un aceite esencial. Menta. El aroma preferido de Eric. Rompí a llorar y la abracé. Abracé a aquella desconocida risueña como si sus brazos fuesen un salvavidas. Deseaba desaparecer, ahogarme en aquella tina y despertar en otro mundo y con otra vida que no fuera la mía.—Ayúdame, por favor supliqué. —¿Qué deseas? preguntó sin dejar de sostenerme entre sus brazos. —A ti respondí de manera automática y sin saber muy bien por qué. Alzó mi cara a la altura de la suya y acariciando el hoyuelo de mi barbilla, dijo: Inhala profundamente, llena bien los pulmones de aire y ríe. Una carcajada profunda y sincera salió de mi garganta e invadió mi cuerpo. Aquella granuja estaba haciéndome cosquillas y no hay peor y mejor sensación que esa. No podía parar de reír, a la vez que le pedía que por favor, parara. Ella hacía caso omiso a mi petición y yo lloraba de la risa, de los nervios y de la excitación de aquel momento tan mágico y surrealista. Después de más de quince minutos de baño y cosquillas terminamos haciendo nuestra propia fiesta de la espuma. Una vez fuera del agua y con jabón hasta en las orejas, Lilian fue a buscar algo dentro de su ideal bolso. Un altavoz portátil de última generación que conectó a su móvil y reprodujo música de todos los tiempos en español. Hizo bien los deberes, aquellas canciones me transportaban automáticamente a revivir recuerdos… ¡Se sabía la letra de las canciones mejor que yo! Aquel aparato tenía más potencia que Monserrat Caballé, sonaba a todo volumen mientras nosotras bailábamos desnudas por toda la habitación del hotel. Saltamos encima de la cama improvisando un concierto de rock and roll, a la vez que Loquillo nos deleitaba.

Usamos los sillones a modo de plataformas y simulamos stripteases. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que reí y disfruté tanto. Era como si mi niña interior hubiese ocupado mi cuerpo de adulta triste y reprimida y estuviese, inocente, disfrutando de la mejor fiesta de pijamas de la historia. Pero claro, cuando sonó: “Por verte sonreír” de La Fuga, comencé de nuevo a llorar, pero esta vez no era por él, sino por mí, porque siempre, por ver reír a los demás, anteponía sus necesidades a las mías. Me salía de forma natural y no era que me arrepintiese de ello, pero no me hacía bien que, por ver sonreír al mundo, yo me olvidase de hacerlo también. Lilian paró la música y antes de que me diese tiempo a pedirle lo contrario empezó a sonar “Amo”, de Axel, la canción que mamá me ponía cuando las migrañas me atormentaban, y terminó de rematarme. Se acercó despacio hacia el sofá en el que estaba, me puso en pie y comenzó a colocar sus menudas manos por todo mi cuerpo sin apenas rozarme. Desde la cabeza hasta los pies, por delante y por detrás, sin dejar nada al azar. Notaba el calor que desprendían las palmas de sus manos y sentí como si nuestras respiraciones se acompasasen. Pasé de llorar a moco tendido a sentir paz. Algo inexplicable y extraño invadió todo mi interior llenándome de calma, una sensación que nunca había experimentado. Por primera vez en toda mi vida, no me sentía culpable. Rebosaba gratitud por cada poro de mi piel por no haberle dicho a Lilian que se marchara por donde había venido. Me sentía bien conmigo misma y acepté aquel instante como lo que era. Único y maravilloso. En otro acto inconsciente e impulsivo la besé. Jamás había besado a una mujer, pero ella era increíble, más allá de su angelical apariencia. Desde el momento en que la vi cuando abrí la puerta con la mirada perdida y el corazón hecho añicos deseé besar esos labios carnosos y rosáceos que invitaban a explorar su sabor y el tacto de su lengua entrelazándose con la mía. Ella no me rechazó, pareció como si también lo desease, es más, como si lo estuviera esperando y, allí, desnudas en medio del salón, todavía con espuma, pelos alborotados y Sabina de fondo, brotamos en un intercambio de fluidos bucales. La paz que sentía se convirtió en excitación, el corazón se aceleró y empecé a temblar. —Tranquila, acompáñame. Cogió una toalla limpia y me la pasó por el cuerpo, cara y pelo para quitarme los restos de jabón. Ella se hizo lo mismo y, después, cogió mi mano en dirección a la cama, pero quedé petrificada. No era capaz de dar un paso. Una parte de mí estaba dispuesta a experimentar todo lo que aquella diosa era capaz de ofrecer, pero otra tenía miedo, y volví a sentir culpa.

Cómo podía estar allí haciendo todo eso, pasándomelo tan bien si Eric había desaparecido. Bueno, me había dejado, abandonado, con un mensaje. Una mísera carta, una jodida pantomima e historieta de las suyas. A punto de entrar en bucle, en barrena y estallar a gritar, llorar y pegarme, sentí un hormigueo entre las piernas que removió mis tripas. Bajé la mirada y vi su rojita lengua jugando con mi vulva, no sé si de la impresión o de la emoción caí al suelo semiinconsciente. Al abrir los ojos por el olor a alcohol del paño que puso en mi nariz, allí estaba ella, desnuda, encima de mí y sonriendo. Su melena pelirroja ahora recogida en un moño mal hecho dejaba a la vista su imponente rostro. Sus pecas parecían constelaciones caídas del cielo y yo sentía estar flotando en el universo. —Señorita, para estar feliz hay que estar despierta pronunció mientras que con una mano quitaba el paño de la nariz y con la otra jugaba con mis pezones. Sin mediar palabra, subí los brazos como un zombie y sin saber muy bien qué hacer con ellos, los apoyé en sus muslos. Ella, con más tablas que yo, tomó mis manos y las puso en sus senos a la vez que dijo: haz lo mismo que yo. Desde el centro del pecho, de fuera a dentro dibuja círculos en dirección ascendente y hacia fuera. Alrededor de las mamas con las yemas de tus dedos, suave, como si pintases un mandala, ve acercándote despacio hasta la areola y, después, repite en dirección contraria. . Ahora, masajea la totalidad de los senos en círculos y presiona suavemente el tejido. Empieza con caricias suaves como una pluma para continuar sensual y más enérgica. Luego, toca los pezones con respeto y firmeza, cierra los ojos, sigue masajeando intuitivamente, respira profundo y disfruta. Estaba tan entregada que decidí ampliar el campo de caricias y después de jugar con su boca y mis dedos, bajé hasta sus caderas y sentí como se movía frotándose conmigo. Inconscientemente, dije en voz alta: métemela. Pero no había nada que meter. Ella río y dijo: espera. Apareció con un kit completo de juguetes eróticos de todos los colores y tamaños. —¿Por cuál deseas empezar?

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Qries

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2 comentarios

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  1. No parece de terror jajaja

  2. MUY BUEN LIBRO

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