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Africa Con Un Par – Alvaro Neil

En cuclillas, agazapados en su idea, deshojan el tiempo entre sus manos y aguardan con una paciencia milenaria. Otean hacia el Norte, justo de donde yo procedo, y aunque nuestras miradas se chocan no salen de su ensimismamiento. El sol de noviembre que atiza fuerte por estas latitudes no ayuda a la espera. Hasta las nubes están del lado de la policía que patrulla con extremo celo detrás de la verja. Cientos de africanos vigilan desde su atalaya sin perder comba de todo lo que ocurre. Tras haber recorrido miles de kilómetros y tras haber empeñado el dinero que no tienen, estos hombres (mujeres no vi), se han visto frenados bruscamente por una lengua de mar; como el caballo que rehúsa en el último segundo saltar la ría. Mis planes tienen algo en común con los suyos, mas ellos van en busca de la supervivencia y yo de las vivencias. Después de rodar mil kilómetros por España he llegado a Ceuta, que aunque forma parte de lo que se denomina España, no lo parece. Por las calles corre el viento que trasporta la siempre incómoda arena, y se oye hablar por igual español y árabe. África será mi casa los próximos años. Ignoro cuántos. Y posiblemente me toparé con muchos hermanos de los que ahora aguardan en la colina a que llegue la noche, para abordar una patera con la que cumplir su sueño. Simplemente pretenden tener un trabajo y ahorrar un dinero con el que poder ayudar a sus familias. Para conseguir tan humano objetivo se juegan su única propiedad: su vida. Pero esta generosa apuesta no es comprendida totalmente por el Primer Mundo (en la escala del materialismo), que los convierte en “sin papeles”, creando así una especie híbrida a mitad de camino entre el animal y el ser humano. Un “sin papeles” tiene derecho a trabajar en su país de origen pero no en otro país. Poco importa que haya nacido donde no existe trabajo. Algo tan accidental como el lugar de nacimiento marca el presente y el futuro de estas personas que ahora veo pasearse a escondidas por las policiales calles de Ceuta. Ellos huyen de África y yo pretendo recorrerla en bicicleta. Me siento un intruso en su casa, como un invitado accidental al banquete. Con un excelente equipamiento y con dinero camuflado en mis alforjas, voy a jugar a la aventura. Pero los verdaderos aventureros de este siglo son los “sin papeles”, como Karim, a quien tuve ocasión de conocer más tarde en Senegal. Nadie me hubiera hecho un reproche. Todo el mundo lo hubiera entendido y, hasta hoy pienso, hubiera sido lo más lógico. Pero la idea la desterré tan pronto asomó en mi interior.


Cualquier solución, por mala que fuera, era para mí mejor que dar la vuelta. Al menos así lo veía en aquel momento. Me encontraba a unos ochocientos kilómetros de casa; una distancia fácilmente salvable en un día de autobús. Y para colmo de calamidades ese fin de semana era el puente de la Constitución. En Sevilla, al igual que en toda España, estaba colgado el cartel de “cerrado por vacaciones”. En ocasiones hay que dejar al destino obrar, pero en otras hay que forzarlo con la determinación con la que se ataca un tornillo oxidado. Alguien me había dicho que el dueño de una armería era un incondicional de las bicis. Tal vez él pudiera ayudarme a resolver el problema. “El problema” ya lo había visto venir, pero cometí el error de cerrar los ojos y hacerme el despistado. El cuadro de la bici era demasiado flexible. Era de aluminio y óptimo para la competición pero no para cargar más de sesenta y cinco kilos, sin contar con mi propio peso. Cuando Ángel, un ex ciclista profesional que me invitó a su casa en Mérida, probó la bici cargada su cara reflejaba su opinión. ─¿Te parece que vibra demasiado? ─le pregunté confiado en que me mintiera. ─Así no puedes pedalear ─fue su sincera respuesta. Llamé por teléfono a Koos, el dueño de Bike Tech, que ya estaba al tanto del problema desde el día de la salida, y me dio la solución. Ya había solicitado un cuadro de cromoly a la fábrica Fort, en la República Checa. El cuadro debía llegar a Sevilla el cinco de diciembre, y el seis de diciembre se efectuaría el cambio de montura. Diego no contaba en la armería con todas las herramientas precisas para pasar Kova al nuevo cuadro, pero a cambio derrochaba imaginación y sonrisas. Empezamos a las cuatro de la tarde, y poco a poco fuimos superando los problemas de cables demasiado cortos, fundas que se deben alargar o tijas de sillín que se hunden en el nuevo cuadro. La armería Mark II estaba cerrada y trabajábamos en el taller. Diego hablaba por sus manos, como su abuelo, que fue el inventor de la olla a presión aunque Magefesa le robó la idea. Dos horas después de haber empezado, Diego ya tenía grasa hasta en las cejas, pero su cara se iluminó al ver rodar a Kova por la puerta de la tienda. Eran más de las nueve de la noche cuando terminamos de trasplantar el cuadro, y ahora sentía que mi viaje era absolutamente imparable. Si mi estrella había sido capaz de sacarme de ese lío, sin haber tenido que regresar a Oviedo a solucionarlo como hubiera parecido más lógico, todo iba a salir bien en adelante. Aunque “bien” no quiere decir “sin problemas”.

Como tuve ocasión de ir aprendiendo por África, “bien” significaba “con soluciones para los problemas”. Hachís barato El norte de Marruecos es un paraíso terrenal para los amantes del hachís. No hay siquiera que ir a la tienda a comprarlo. Por todas las esquinas, a la salida y a la entrada de los poblados, incluso en cada curva de la carretera, los marroquíes enfundados en sus chilabas van susurrando: ─Hachís, bueno, barato, más barato que Mercadona. Se ponen bastante pesaditos y por el camino iba investigando la mejor respuesta. Aquella que hiciera que me dejaran en paz. Pero ninguna funcionaba mejor que otra. Incluso algunas les ofendían enormemente. En un arranque de sinceridad, harto ya de tantos ofrecimientos que había rechazado con múltiples excusas (no les valía siquiera que les dijera que ya había comprado), a uno le dije que no fumaba, que no me gustaba esa mierda. ─Pues si no te gusta, ¿para qué has venido a Marruecos? Me quedé mudo, hasta asustado de comprobar que para él no había otra razón de visitar el reino de Hassan II que atiborrarse de hachís. Las cosas mejoraron un poco al llegar a Fez, aunque no totalmente. Simplemente cambiaron de oferta. Un atardecer que me paseaba por sus laberínticas callejuelas un chico me abordó. Me enseñó su cartilla de la Seguridad Social de la época en que había vivido en Barcelona como inmigrante, trabajando a destajo en la construcción, y me acompañó a buscar algo para comer. El local me hubiera pasado desapercibido pues era un espacio minúsculo de dos por cuatro. La principal atracción era un fogón que bramaba como un horno industrial. La sartén, pieza de colección, tenía una costra de grasa en su base que dificultaba enormemente que el aceite alcanzase la temperatura adecuada. El dueño, sin prestar demasiada atención a este hecho, iba sumergiendo las sardinas en aquel líquido viscoso. No había lugar para las mesas, y eran sustituidas por una balda de treinta centímetros de ancho que recorría la pared, y que en condiciones normales no hubiera servido ni como librería. Rachid era musulmán y tenía unos veinticinco años, y a medida que conversábamos un poco me iba percatando de que no sabía demasiado francés, y muy poco español. Los ocho meses que dediqué a aprender la lengua de Voltaire en Oviedo eran más que suficientes para charlar con Rachid. Ya se habían encendido las primeras luces del alumbrado y decidí regresar a mi cuarto tras el pequeño banquete. Rachid me acompañaba y de camino nos desviamos por un parque, lleno a partes iguales de árboles y de plásticos. Mi accidental compañero quería mear. Al terminar de evacuar me explicó, con dos palabras y algo de mímica de alta escuela que, como muchos de sus compatriotas, tampoco él tenía prepucio, y ese era el motivo de que la tuviera tan grande.

Para confirmármelo, me mostró el inequívoco bulto que se erguía insolente tras la tela de sus vaqueros. En ese instante y, afrontando la salida más próxima del parque, decidí que Rachid podía irse a tomar por el culo en dirección a la Meca si le placía. Regresé a mi habitación desoyendo sus explicaciones, aunque no tenía muy claro cuál era el camino de regreso. Ordené las provisiones que había adquirido en el mercado y preparé las alforjas para el camino que en unos once días me debía conducir hasta Marrakech. Allí recibiría la visita de unos amigos que volarían desde España para pasar junto a mí la Navidad. La primera de las diez que me esperaban fuera de España. Pero para llegar hasta allí opté por seguir un camino que se adentraba en las partes más recónditas de las montañas marroquíes, lejos de turistas y centros poblacionales, en donde podía tener una relación mucho más directa con la naturaleza Al sur de Fez se ubica la residencia de verano de Hassan II, en Ifrane. Una zona infestada de chalés sin personalidad y de militares que chupan frío en las garitas. La nieve ya se había hecho con un lugar en las ocres montañas del Alto Atlas, regalando un poco de color al paisaje monocromático. Incluso algunas mañanas el cielo azul, sin rastro de contaminación, se sumaba al pintoresco escenario. A tres mil metros de altura y con sólo tres tonalidades, marrón, azul y blanco, era aquel un cuadro de una belleza tan simple y sincera que no había escapatoria para el goce. En Midelt me desvié de la ruta principal, a pesar de contar con mejor firme, y me adentré por el Circo de Jaffar. Un camino que serpenteaba hacia las alturas, lejos de poblados y personas, para pasar muy cerca de Ayach, una cima de 3737 metros en el mismísimo corazón del Alto Atlas. El río, crecido por las tempranas nevadas de la temporada, había borrado la pista. Un hombre me mostró con la punta de su bastón el inicio del sendero que debía conducirme a Imilchil. Los primeros kilómetros me divertí recorriendo esa pista sin coches, que por causa del desbordamiento del río debía ir saltando de uno a otro lado de sus márgenes. El sol también encontraba dificultades para alumbrar el camino, y las sombras de los peñascos iban siendo cada vez más alargadas y negras. La tarde se iba esfumando y con ella mis esperanzas de llegar a algún lugar donde descansar. Comenzaba a dudar de si estaba en el camino correcto, aunque imaginaba que la única posible salida de aquel laberinto era imitar el discurrir del río. Siguiendo su curso tenía que llegar necesariamente a alguna aldea. Me encontraba en el fondo de un cañón de caliza que tan sólo recibía unas horas de luz durante el día. En consecuencia, la nieve se había trasformado en hielo haciendo muy peligroso el descenso. Intentaba que los ochenta kilos de Kova no se lanzasen en aquella pista, pues si tenía que frenar en aquella deslizante superficie, irremediablemente me iría al suelo. Varios árboles jalonaban la pista, ocultando con sus sombras una plancha de hielo que confirmó mis peores presagios. Impulsivamente toqué el freno delantero.

Todo sucedió en una milésima de segundo: salí volteado, como si en mi sillín se hubiera accionado un potente resorte, y rodé por el suelo como una peonza. Mi primera mirada fue para Kova, que yacía veinte metros detrás de mí con la rueda delantera girando locamente como recriminándome mi pilotaje. Yo tenía barro por todas partes y, gracias a que iba despacio y llevaba el casco puesto, me libré de partirme la cabeza. Aunque pronto dejé de usarlo y lo sustituí por un turbante, que me brindaba más calor que esa pieza de plástico con diseño aerodinámico. A un milagro le achaco que tras el batacazo sólo se rompiera un poco el guardabarros delantero y un alerón del avión de la Comandante Maxi. Con lo bonito que lo había dejado Mauricio, mi amigo de São Paulo… Tenía que buscar pronto un carpintero que rehiciese el fuselaje. Ver a Maxi pilotando el avión roto me destrozaba el alma. Sabía que eso iba a ocurrir muchas veces, pues era inevitable que la bici se cayese y el avioncito se quebrase. Al ir en la parte frontal del portabultos delantero, la chica estaba bastante expuesta. Encontrar a alguien que lo reparase era a partes iguales una obsesión y algo mágico. Los carpinteros observaban con asombro a la Comandante Maxi, y no entendían muy bien cuál era la función de ese avión más pequeño que la palma de mi mano, en una bici cargada de alforjas. Algunos me preguntaban si con el movimiento de la hélice cargaba un generador para conseguir luz por la noche, o si alimentaba un motor que accionaba en las subidas. Pero no se esconde en ella ninguna finalidad material. Es tan sólo, aunque no es poco, alguien con quien converso, una compañera de viaje. Hay que intentar huir de dotar a todo gesto, a toda acción, de un significado lógico o práctico. Por ejemplo la belleza de las montañas del Alto Atlas no responde a una finalidad: son hermosas en sí mismas. Están ahí para ser admiradas y el esfuerzo de llegar a estos parajes acrecienta su majestuosidad. En la vida cuanto más difícil es un sueño más lo valoramos y más dentro de la piel se nos queda metido. Con los últimos reflejos del atardecer entré en un pueblo cuyo nombre ni siquiera aparecía en el mapa. Tenía noticias de que a las afueras, en un promontorio alejado del camino, existía una casa forestal. Molido por la paliza del camino y con la moral tocada por la caída, recosté la bici en la puerta y pedí asilo, consciente de que si me lo negaban no era capaz de dar una pedalada más. Los hombres que la ocupaban, persuadidos más por mi desencajado rostro que por mi palabrería, me cedieron un lugar en la cabaña. No hablaban casi francés y entre ellos se comunicaban en bereber. A las dos horas de haber llegado al refugio ya me habían calentado un par de litros de agua para poder lavarme. Los metí dentro de mi bolsa de agua de Ortlieb y me encaminé hacia el exterior.

El cagadero servía al mismo tiempo de baño, pero no olía excesivamente mal pues las paredes eran simples tablas de madera que no encajaban entre sí. Aunque con la misma facilidad con la que se esfumaba el olor entraba por las rendijas el frío del invierno. Coloqué la linterna sobre un viejo clavo doblado y busqué un asidero en el que colgar la bolsa con el agua. Como no lo encontré, con una mano sujeté la bolsa mientras con la otra me enjaboné. Traté de terminar con aquel trámite lo más rápidamente posible dado que se me congelaba hasta el pensamiento. De mi cuerpo helado, al contacto con el agua caliente, se desprendía un vaho misterioso que se elevaba hacia el cielo marroquí. Alcé la vista siguiendo aquella columna de vapor y me di cuenta de que el bañocagadero tampoco tenía techo. Regresé a la cabaña, de donde salía un riquísimo olor a verduras. Mis amigos ya estaban sentados delante de un suculento plato de cuscús que, unido al calor de la sala proporcionado por una chimenea, me sumió en una modorra absoluta. Mis anfitriones no tardaron mucho en darse cuenta de que yo estaba “K.O.” y despejaron la sala para que pudiera dormir. Salí al exterior a lavarme los dientes. Las estrellas se daban codazos para hacerse sitio en el firmamento y la Luna asistía atónita a esta lucha estelar. La Vía Láctea me marcaba claramente el camino a la cama. Un día espectacularmente despejado me esperaba al amanecer. El sol, perezoso, no alcanzaba aún a bañar esta parte de la montaña. Por ello y para entrar en calor decidí hinchar un poco las ruedas de la bici, al tiempo que le pedía perdón por el revolcón de ayer. Mi termómetro marcaba tres grados bajo cero. Eso hacía que el barro estuviese compacto permitiéndome rodar sin problemas. No quería volver a provocar a mi destino con una nueva caída. La pista seguía ascendiendo, y un nuevo paso de montaña (¿el último?) me sirvió de desayuno. Las cimas se erguían ante mis ojos lentamente, como el conejo sale de la chistera del mago. Sus suaves penachos recortados sobre un cielo azul se asemejaban a las onduladas curvas del cuerpo de una mujer flotando en el mar. Una melodía me salió al paso durante los últimos metros del ascenso.

Ocurrió en la parte más dura, en la que tuve que echar el pie a tierra, pues ya el barro comenzaba a derretirse formando una pasta alrededor de los frenos y en el guardabarros. Levanté un poco la vista en busca de aquellos sonidos. Un pastor daba un concierto para un grupo de cabras que no le prestaban demasiada atención, ya que andaban más preocupadas por encontrar algunas hierbas en la ladera de la montaña. El pastor llevaba tiempo observando mi errático avance, imprimiéndole con su melodía un aire de película de Fellini. Arrancaba sus notas a una especie de guitarra fabricada con una lata. No conocía más que un par de acordes; sus manos, callosas y sucias, no eran demasiado ágiles. Pero en aquel escenario alejado de la civilización, su música estaba dotada de una belleza y una fuerza sobrecogedoras. Compartí con él mi última pieza de fruta y algunos dátiles, mientras volvía a regalarme una y otra vez la misma canción. Algunas cabras se acercaron, atraídas más por la piel de la naranja que iba alfombrando el suelo que por su gusto musical. Encontré en aquellas notas las fuerzas suficientes para afrontar los últimos trescientos metros, y arrastré a Kova sobre placas de hielo y nieve. El descenso era pedregoso, pero placentero por las impresionantes vistas del Alto Atlas. Descendí con suma prudencia, pues ni Kova, ni Maxi, ni mi moral podrían aguantar otra caída como la de ayer. En un par de horas gané de nuevo el asfalto, y un viento de cola me permitió volver a meter el plato mediano. Me acercaba a uno de los puntos más turísticos de esta parte de Marruecos: la Garganta de Todra. Unos murallones de ciento sesenta metros labrados por la acción del río, y ahora también por multitud de coches que acercan a los visitantes. Había descendido más de mil quinientos metros y la temperatura había ascendido en sentido inversamente proporcional. Los hoteles más económicos tenían precio europeo y el camino era tan estrecho que no había donde colocar mi tienda. A la salida de la Garganta, los pocos lugares para un posible vivac habían sido inteligentemente ocupados por los pastores. Un hotel estaba agrandando sus instalaciones, horadando la roca para convertirla en frescos nidos de amor. Un par de hombres, con pico y pala, extraían la piedra de la montaña. Aún quedaba mucho trabajo para que esa madriguera pudiera llamarse habitación de hotel. Pero era más que suficiente para meter mi bici y pasar la noche. Al amparo de la luna, cuya luminosidad se veía potenciada al reflejarse en los peñascos, me di una ducha con un par de litros de agua fría. La había cargado en el último pueblo; aunque con ello añadía peso a Kova, me aseguraba la ducha diaria y tener líquido al menos para hacer un arroz. Con el hornillo y un poco de paciencia preparé la cena mientras tarareaba la pegadiza melodía que me había regalado el pastor.

Enfrente de mí, los bereberes se disponían a dormir al abrigo de sus deshilachadas tiendas. Los ladridos de sus perros, amplificados por la Garganta del Todra, no fueron impedimento para que yo conciliase el más dulce de los sueños. Para llegar el veinticuatro de diciembre a Marrakech y abrazar a mis amigos, tenía aún que superar un último puerto. Pero las condiciones meteorológicas se complicaron enormemente. La nieve descargó durante toda la noche en las alturas, justo hacia donde me dirigía. El paso de Tizin Tichka (2260 metros) estaba cerrado. Totalmente bloqueado por la tempestad de nieve. Rodaba por una pista con treinta centímetros de nieve. Mis neumáticos, lisos, patinaban en las primeras rampas. Con toda la ropa encima y el poncho protegiéndome de la nieve que caía, más parecía el muñeco de Michelín que un ciclista. Un coche estaba cruzado en uno de los últimos desniveles que conducían hasta la carretera. Sus dos ocupantes desenterraban enormes piedras que la nieve había sepultado, y las cargaban con sumo esfuerzo en la parte de atrás del coche. Tan extraño deporte sólo obedecía a una razón. Su pick-up tenía la tracción en las ruedas delanteras, y sin peso en la parte trasera no podían subir la cuesta. Al verme con la bici totalmente cargada sus ojos se iluminaron. Y lo hicieron aún más cuando averiguaron que iba hacia Marrakech, su destino final. Cuando el cielo te envía un regalo así no conviene despreciarlo. Metí la bici en la caja del coche y me senté a su lado para sujetarla. Con alguna dificultad llegamos hasta la cima. Allí comenzaba la carretera que descendía hasta Marrakech. Un reguero de coches aguardaba que una máquina quitanieves despejara el camino. Sólo los coches con cadenas, o los valientes, podían circular. Mi amigo pertenecía a la segunda especie. Despacito y con buena letra bajamos la montaña hasta un lugar donde ya no había nieve. En un pueblo de carretera paramos a almorzar y a recuperar el calor perdido.

Tiramos las piedras que nos habían servido para salir de la trampa de nieve, cada una de quince kilos, y al anochecer entramos en Marrakech.

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