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Adolescentes. Manual De İnstrucciones – Fernando Alberca

Mi padre, psiquiatra infantil y pediatra, se crio entre olivos, viñas, conejos, perdices, cariño y hogazas de pan hechas en casa, a fuego sin prisa y cántaros de leche sin códigos de barra, voceadas en las calles por los mismos dueños de las vacas, subidos en una bestia dócil. Él fue quien me enseñó cómo actúan los buenos padres en la adolescencia. Como las perdices. Por eso, al empezar a escribir este manual de instrucciones sobre la adolescencia, esa etapa fructífera y creativa que los padres pueden convertir en rica y positiva si tienen en cuenta las nuevas formas que exige, he recordado lo que mi padre me contaba sobre las perdices. La perdiz, cuando está incubando con el nido vulnerable a ras de suelo, si oye acercarse a alguien se aleja del nido para protegerlo. La perdiz sale haciéndose la herida, la borracha, como si tuviera las alas rotas, aparentemente torpe, mientras se distancia unos cien metros del nido. El intruso, al verla, cree que la podrá coger, mientras la perdiz lo aleja de sus futuros perdigones. Y cuando está suficientemente lejos y el intruso va a cogerla, de pronto alza el vuelo sin posibilidad de ser atrapada. La misma perdiz cuando los polluelos salieron del huevo actúa de otra forma. Ante un intruso, la perdiz sale del nido, se aleja también, pero a menos distancia. Cincuenta metros bastan. Hace una señal para sus polluelos, que al oírla se esconden bajo el terrón más propicio que encuentran y se quedan inmóviles. La perdiz aguarda al intruso y cuando este se acerca se alza en un vuelo lejano, haciéndose visible. Cuando este se aleja y no supone un peligro, la perdiz regresa y con un nuevo cuchichío avisa a los polluelos de que pueden abandonar su escondite, salir sin peligro, y estos recobran el movimiento y salen a buscar a su madre. Es la niñez. Aunque si los polluelos son mayores, la misma buena perdiz es la que les picotea y molesta hasta que los echa del nido, obligándoles a necesitar buscar su propia comida. Les hace correr, volar, si un intruso se acerca. Salvarse por sí mismos. Ser autónomos. No necesitar a la madre para sobrevivir. Hacerse adultos cuanto antes, capaces, maduros, como hacen muchos padres en la adolescencia de los hijos que aman. Echarlos del nido para que vuelen alto y seguros. Los padres e hijos se picotean mutuamente para que los hijos puedan ser felices por ellos mismos, encontrar el sentido de su propia vida, contagiar su felicidad a muchos… y volver al nido para agradecer a sus padres la sabiduría, la paciencia y el amor. Los seres humanos son más perfectos que las perdices y aman más y mejor, y por eso los buenos hijos siempre vuelven. Pero es la adolescencia donde los padres aman haciendo a sus hijos autónomos.


Picoteándoles. Por amor. 1 CUALQUIER PADRE SE DESESPERARÍA Reconozco que mis padres tienen mucho mérito aguantando lo que me aguantan. Supongo que ya se me pasará, ¿no? Les saco de quicio. No puedo evitarlo. Pero, si me quieren tanto y me conocen como dicen, deberían saber que yo les quiero también, aunque comprendo que lleguen a desesperarse. Yo también me desespero con ellos, no crea. ANDRÉS, 16 AÑOS ¿Qué padre no se ha desesperado alguna vez con un hijo adolescente? A veces por culpa del hijo; a veces, del padre. Si no lo ha hecho, tiene hijos muy extraños que deberían ser llevados a un especialista. O el extraño es el padre, que ni siquiera tiene un mal día cuando un hijo simplemente tensa la cuerda. No olvidemos que los mejores hijos, como los padres, son imperfectos. ¿Tienen entonces motivos los padres cuando se desesperan por el desaire, incoherencia e inmadurez, cambios de humor, malos modos y otras reacciones de los hijos adolescentes? Sobrados motivos, pero ello no justifica cualquier forma. «Yo quiero a mi madre y reconozco que suele llevar razón… Ojalá no la llevara. Pero se equivoca en las formas», dijo Carlos de diecisiete años, y lo dicen también muchos adolescentes. Como muchos padres podrían decir: «Quiero a mi hijo. Puedo incluso llegar a comprender por qué hace lo que hace, pero no puedo permitirle esas formas». Quizá entonces todo sea cuestión de formas. A menudo, cuando menos lo esperamos, sin hacerle nada, se pone insoportable. A su madre y a mí nos desespera. ANTONIO, CON UN HIJO DE 14 AÑOS Pero su padre y su madre también han de ser soportables, soportados por los hijos. La paciencia y el amor son por eso las mayores armas de los padres. Aunque estos tienen cien motivos para la desesperación, también tienen en su mano la clave para una relación feliz con los hijos… incluso en la adolescencia. Decenas de adolescentes que acudieron a mí este año pidiendo asesoramiento en su rendimiento escolar y en sus relaciones familiares —asesoramiento del que he sacado cada cita que reproduzco— me han enseñado que los padres e hijos desean, piden, reclaman y sufren algo muy parecido. Es decir, las claves de la felicidad de padres e hijos son las mismas y son compatibles. Las de todo ser humano: ser amado y sentirse valioso, amar y dar sentido a su vida.

Como padres y como hijos. Yo comprendo que mi hijo pasa por una edad difícil, pero aun así me desespera. Desde que se despierta, cuando lo hace una hora más tarde que los demás y llega a la cocina donde estamos todos: su padre, yo y su hermana pequeña, que le adora pero no sé qué le ha hecho, que le molesta tanto. «Esta niña parece tonta», le dice, y la pobre, que no le ha hecho nada, sufre. Él llega como un señor a desayunar y no habla ni deja que nadie le hable. Es como tener un zombi, al que todo le molesta. Con lo cariñoso y dulce que era de pequeño… Se echa en el sofá, que parece que se derrama. Su padre le dice: «Niño, ponte bien, recoge esas piernas, hombre, que esa no es forma de sentarse». Pero él ni caso, y se enfada encima y se va a su cuarto a quitarse del medio. Como si todo y todos le estorbáramos. GLORIA, MADRE DE LUIS, DE 16 AÑOS Y es que el adolescente realmente tampoco sabe qué hacer con sus piernas. Por eso las pone así. Las piernas le han crecido demasiado de golpe y tanto que no ha aprendido aún a controlarlas. Y junto a las piernas, todo el cuerpo. La inteligencia también. Así descubre que tiene una idea, pero no sabe qué hacer con ella, si expresarla o no, cómo hacerlo para que se entienda bien y cuándo. O simplemente optar por lo más sencillo: no hacerlo. Hasta acostumbrarse a callar más que hablar, porque conlleva menos riesgos y tampoco está muy seguro de si será escuchado o si será más apreciado por decirlo. Juan es un tipo fantástico. Que, como casi todos, no sabe lo mucho que vale. Esta misma mañana me hablaba de sus cosas y, al hacerlo, yo pensaba en lo que me decía y en cómo los adolescentes no controlan su voz. Hablaba sin claridad. Hacía esfuerzos que dejará de hacer muy pronto. Me di cuenta de que movía adecuadamente el aparato articulatorio completo de su cuerpo para emitir la frase que había pensado. Pero su falta de claridad se debía a que mandaba el aire desde sus pulmones más tarde de lo que movía su boca.

El resultado era que, primero, se veía en sus ojos y muecas lo que iba a decir antes de decirlo; segundo, abría la boca, la movía y tercero, expulsaba el aire una décima de segundo tarde. Para cuando llegaba el aire a pronunciar, por ejemplo, la «d» en la frase, la lengua ya se había retirado de su lugar, de los dientes y salía una «d» tan laxa, tan floja, que parecía que hablaba mal. Como un pavo. Solo está descoordinado. Su mandíbula, su lengua, su cuerpo ha crecido más de lo que aún maneja con coordinación. Lo hará cuando tenga más práctica de su cuerpo nuevo. A Fernando Alonso también le pasaba con el nuevo Ferrari. Muy pronto hablará perfectamente. Porque es listo, ocurrente, bueno y extraordinario. Con algo más de práctica de sí mismo. Entre tanto, a mí se me ocurría decirle: «¡Anda, Juan, si lo único que te pasa es que estás descoordinado, qué gracia!». En cambio hice lo que debía: seguir escuchando con más atención lo que decía que cómo lo hacía. Dándole mi paciencia, disimulo y mi tiempo. El adolescente necesita tiempo, paciencia para hacerse con sus cambios y que los adultos no lo ridiculicen mientras lo consigue. Ante la dificultad de su cuerpo que crece, prefiere aparentar la seguridad, con tal de disimular su vulnerabilidad. El resultado es que parece chulesco, pero eso es mejor que torpe o inseguro. Prefiere preocupar a sus padres. Al fin y al cabo, un padre y una madre preocupados son padres que aman a su hijo. Él lo sabe. ENCANTADORES DE PEQUEÑOS Los hijos son conmovedores de pequeños, para que sus padres tengan fuerza y no deserten cuando se despeguen por instinto y contradigan a sus padres al aprender a sobrevivir solos. Ante la desesperación, ayudará recordar lo entrañable que era su niño y mantener la esperanza de que su encanto vuelva. Aunque se oculte durante un tiempo, al final su hijo volverá e incluso mejorado. Con la madurez se manifiesta lo que hubo y ha habido siempre. Pero en la adolescencia los padres cambian mucho, permanecen estáticos y ya no acompañan como lo hacían incondicionalmente a sus hijos. Le ven diferente, escondido tras las caretas juveniles y los clichés adolescentes.

Fachadas tras las que oculta su inseguridad, mientras busca su propia voz. ¿Desesperación? Es lógica, pero no la esperan los hijos. Estos consideran a los padres capaces de una paciencia infinita. Al menos la que requiere aguantar a hijos como ellos. Aún arrastran de la niñez la idealización de los padres. Por eso les exigen virtudes heroicas, hasta lo injusto. Los hijos creen que todos los padres deben ser pacientes, sabios, suficientemente generosos y buenos, oportunos, amorosos y humanos, para tolerar los defectos que ni los propios hijos soportan. Por eso se desesperan cuando comparan lo que les gustaría con la realidad de sus padres: su normalidad. Hasta que maduran y se vuelven menos extremistas y descubren que pese a esa normalidad de sus padres, con su imperfección, son realmente grandes. Mejores cuanto más han engrandecido a los hijos. Pero en la adolescencia los hijos exigen lo que ellos no tienen y llevan mal no tener: eficacia, agudeza con las personas, oportunidad, acierto, control, paciencia y precisión. Ante su impaciencia, los padres han de responder con paciencia. Ante su inquietud, han de actuar con serenidad. Ante su inmadurez, con madurez. Ante su desesperación con comprensión. Aun así, como los padres perfectos no existen y si alguno lo intenta se convertiría en un desastre, no pasa nada si se desespera alguna vez. EL FACTOR HUMANO Los hijos son el factor humano que compensa los errores paternos. Los hijos a solas excusan a sus padres cuando se equivocan, si estos les aman de verdad. Amortiguan los efectos negativos que los errores paternos podrían tener sobre ellos. Los hijos ponen su ingrediente en la educación, su parte, su intervención decisiva y libre. Más madura de lo que su padre podría esperar. Pero lo hacen a escondidas. En su interior. ¡Qué sería de ellos si supieran esto sus padres! Seguramente se aprovecharían y harían a los hijos más vulnerables, dependientes e inmaduros. Este poder de intervención les hace protagonistas de su propia educación y por eso maduran mejor.

Los adolescentes también aguantan mucho a sus padres, como los padres a ellos. Pero los hijos acaban poniendo de su parte para compensar muchos errores paternos. Y lo hacen más generosamente conforme pasa el tiempo, conforme maduran. Debido a su propia humanidad, al cariño que tienen a sus padres y a lo mucho que les necesitarán siempre. Más evidente se hace esto cuanta más paciencia y cariño hayan demostrado los padres a los hijos. Una madre pesada siempre es una madre amorosa. Y ellos lo saben aunque les incomode. —Mi madre es la más pesada del mundo, don Fernando —me dijo Laura, una chica de diecisiete años —. Se pone insoportable. No la aguanto. —¿Te quiere? —pregunté. —Hombre, claro, es mi madre. Pero no hay quien la aguante. —¿Y tú la quieres? —inquirí. —Sí, mucho. Pero me tiene harta. —Entonces, todo está bien —le dije. CONSEJOS HACER Saber que toda situación difícil pasará. Saber que lo que un adolescente dice para hacer daño no lo siente, su intención es hacer daño para compensar su inferioridad y malestar. Recordar que los hijos han de discutir con los padres si algún día quieren madurar y encontrar las fuerzas de crear su propia familia, ser autónomos e independientes: sobrevivir sin los padres. Esperar más y con mayor paciencia. Con buena cara, pese a la tormenta. No preocuparse por acertar. No hay forma humana de hacerlo. Solo querer más y esperar más.

Al final, la educación y el amor que se le dio especialmente hasta los siete años y que se demostró con paciencia a los diecisiete, vuelve a los veintisiete. Confiar en que actuará como ha visto hacerlo a sus padres. EVITAR Desesperarse. Decir lo que se siente, pero no se cree, para que se sientan culpables. Cerrar las puertas. Decir «no cambiarás nunca» o utilizar expresiones similares a «no tienes remedio», «ya he tirado la toalla contigo» y otras lindezas que algunos padres dicen. Despreciar. Vengarse. Arrepentirse de amarle más que de lo que él nos ama. Esperar que dé las gracias. Darlo todo por perdido. Creer que ya no volverá el hijo dulce que un día fue. Inquietarse en exceso por los peligros que le puedan asediar, y no preocuparse por fortalecer en él la seguridad de poder combatirlos y comprobar en el ejemplo de los padres cómo puede batallarse en la vida real. Dejar de confiar en él. Creer que tiene más defectos que virtudes. Creer que no es maduro para su edad y decírselo. Ser negativo. Corregirle más veces al día que elogiarle. Decir: «Esto está bien, pero has de hacer igual de bien otra cosa». Si se elogia, no poner peros. Decir «te lo dije» cuando el hijo se equivoca y ya se le advirtió: él ya lo sabe. Decírselo le alejará de los padres. 2 LA SEGUNDA ADOLESCENCIA: UNA CLAVE PARA ENTENDERLA No sé realmente cómo esta hija nuestra ha pasado de repente de ser una niña tan agradable, tan buena hija, a tan rebelde, a molestarle todo y a ser, a veces, tan tirana con nosotros. Nunca antes nos hubiéramos imaginado su padre y yo que podría acabar diciendo lo que nos dice ni haciendo lo que nos hace. De pequeña siempre fue un encanto, una pataleta alguna vez, a lo sumo.

Como todos los niños. Un encanto que no sabemos dónde se ha metido. MERCEDES, MADRE DE LAURA, DE 14 AÑOS La adolescencia se ensaya entre los tres y los siete años y se repite en sus formas, aunque con mayor intensidad, entre los once y los diecinueve. A los tres años el niño toma más conciencia de su poder y de su libertad. Con este cambio siente la necesidad de comprobar quién sigue llevando la batuta en su vida. Prueba a ver si puede no comer lo que no le gusta, si puede no irse a dormir si no le apetece, si puede quedarse cuando sus padres le dicen que se vaya. O prueba a no ir cuando le llaman. Prueba hasta dónde puede desobedecer, hacer lo que quiere. Prueba a patalear astutamente en los lugares más comprometidos como instrumento de chantaje. Prueba a contradecir, a mentir para quedar mejor… Y lo hace hasta los siete años, porque siente que es el momento de probar qué hacer con la libertad que crece instintivamente en él. Es la ocasión perfecta de aprender dónde están los límites, quién es el jefe de la manada, quién gobierna por experiencia y responsabilidad la casa, lo que la familia debe hacer, lo que los padres han de mandarle. Por el bien de todos. A los tres años comienza, por tanto, la primera adolescencia. Y esta misma experiencia la repetirá entre los diez y los once años, cuando sienta de nuevo crecer, por segunda vez, su libertad y su necesidad de autonomía. Las formas de patalear, de chantajear, de querer salirse con la suya, de querer hacer lo que le apetece, de mentir, de desobedecer o de sus contrarios en la adolescencia es diferente — dependiendo de la madurez—, pero la experiencia de éxito o fracaso cuando tenía entre tres y siete años es la que le hará repetir o no esta conducta de los diez hasta los diecinueve. A partir de esta edad, ya seguirá el camino que más éxito le ha confirmado su conducta hasta entonces. La adolescencia es, por tanto, su segunda oportunidad y la de sus padres.

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