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Absolucion – Luis Landero

¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, piensa mientras se afeita y observa en el espejo su cara radiante de felicidad. Porque es de felicidad, no hay duda, y en ese caso tenían razón los otros, los enterados, los sabios, los expertos. Todo era cuestión de esperar, de ir madurando, de encontrar tu ritmo, de no perder la fe, se lo habían dicho sus padres, sus profesores, sus amigos, sus novias, se lo habían dicho Montaigne y Bertrand Russell y los viajeros anónimos con los que emparejaba el paso en el camino de la vida, que tuviera paciencia, que no hiciera un drama del más pequeño contratiempo, que fuese reconciliándose consigo mismo y con el prójimo y ya vería como al final encontraba su lugar en el mundo. Y ahora, en efecto, lo había encontrado, había surgido casi sin buscarlo, como un obsequio del destino. O mejor, una ofrenda. No, quizá el mundo no es tan azaroso y contingente como a ti siempre te ha gustado creer. Y era curioso. Porque a lo largo de su vida había conocido a todo tipo de gente que no era feliz pero que sin embargo sabía indicar muy bien la senda que lleva a la felicidad. Haz esto, te decían, o haz lo otro, ve por allí, no se te ocurra tomar aquel atajo, ten cuidado no vayas a caer en aquel hoyo o a tropezar en esa piedra, no comas de esa fruta, de esa fuente puedes beber pero de aquella de allá no, sigue todo derecho, tuerce a la izquierda, haz noche en tal mesón, pasa de largo, ¿dónde vas tan ligero o tan cargado de equipaje?, ¿por qué andas tan deprisa o por qué tan despacio?… Siempre le asombró eso, lo mucho que todos saben de la felicidad y lo poco que esa ciencia les aprovecha para poner remedio a sus desdichas. Un día, allá en la adolescencia, un profesor citó en clase una frase de Pascal: «Todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar». Fue como una iluminación, porque eso era justo lo que le ocurría a él, que no sabía estarse quieto en ningún sitio, y esa era la razón por la que no era feliz ni podría serlo nunca. Era llegar a cualquier parte o conocer a alguien, y a los pocos días, o acaso horas, e incluso minutos, la gente y las cosas empezaban ya a fatigarle y a estorbarle. Se llamaba Lino, y hasta su propio nombre le estorbaba también. Lino, le decían, y él miraba extrañado, medio arrugando el rostro, porque aquella palabra que lo nombraba no parecía que tuviera nada que ver con él. Lino, qué absurdo, qué ridículo. ¿Por qué la vida era así de rara, de arbitraria, de inhóspita? Y sin embargo hoy esa palabra tiene un sentido, y hasta suena bonita. Ese eres tú, pues claro que sí. Lino, o Nilo (el río que todo lo anega para que todo vuelva a renacer), como lo llama Clara, el gran amor de su vida, el único, el imperecedero, con quien se casará el domingo, por cierto, aunque hoy es jueves y hasta entonces queda una eternidad. Y el lunes —maletas de cuero, neceseres, carritos rodantes— se irán de viaje de novios a Australia, y al instante resuenan en su memoria algunos nombres emblemáticos de aquel lejano continente: Kimberley, Davenport, Elliott, Alice Springs… ¡Australia! Parece mentira, con qué arte sutil va tejiendo el destino las vidas con los hilos del tiempo y del espacio. Lino: no, no estaba mal escogido ese nombre, y lo pronuncia en alto, y se acerca al espejo buscando en su cara los claros, los sencillos, los misteriosos signos de la felicidad. Estás guapo, le dice el espejo, y él le corresponde con una sonrisa seductora de gratitud, y otra vez piensa en la cantidad de recetas tan sabias como inútiles que le han dado desde niño para ser feliz y cómo ahora la dicha llega porque sí, sin más ni más, sin llamar a la puerta ni dar explicaciones. Ahora, al fin, había acabado su continuo y estéril deambular de un lugar para otro, siempre huyendo sin saber de qué, buscando algo que acaso ni siquiera existía en su imaginación. Por eso, al escuchar aquella frase de Pascal, de inmediato la apuntó en su cuaderno, porque acababa de descubrir en ella el secreto de su carácter, de su más recóndito modo de ser. He ahí su vida definida en unas pocas y esenciales palabras. Sí, eso es lo que le pasaba a él, que no encontraba acomodo en ningún sitio.


¿Por qué? Imposible saberlo. Muchas cosas lo inquietaban y luego lo aburrían. Así que hacia los quince o dieciséis años decidió de una vez por todas que la vida no estaba hecha para él, cómo iba a estarlo, y menos aún cuando un día por ejemplo su padre se acercaba (lo oía avanzar por el pasillo con sus andares destartalados) y con la punta de la garrota lo hurgoneaba en las costillas. ¿No era ya hora de hacerle una visita a don Gregory? Ah, qué tiempos aquellos. Y su madre, allá donde estuviera, soltaba de inmediato su retahila: «Claro que ya va siendo hora», gritaba. «Lávate bien, péinate con agua, córtate las uñas, límpiate las botas y ponte ropa limpia, y sé cariñoso y simpático, y servicial, y sonríe, y no vayas a aparecer allí carraspeando y haciendo cosas raras y con esa cara de funeral que tienes siempre, que pareces un viejo. Y camina derecho, que vas a quedarte medio jorobado de tanto andar encogido, silbando y con las manos en los bolsillos». Y el padre: «Ya has oído», y luego bajaba la voz y la ponía en plan cómplice: «Tú no seas tonto y hazle caso a tu madre, que a lo mejor cualquier día nos hacemos ricos y nos embarcamos los tres para Australia, tu madre, tú y yo. O nos compramos un coche descapotable y nos vamos a Asturias a pescar salmones. ¿No te gustaría? Aquellos ríos no son como estos de por aquí. Los ríos del norte son cantarines, y de aguas bravas, frías y transparentes. Y tú y yo nos vestiremos de pescadores de verdad, con botas altas de goma, chaleco verde y sombrerito tirolés. Como Franco, el muy cabrón». Y la madre: «Y quédate allí hasta la hora de cenar. No vayas a irte a las primeras de cambio, como haces siempre, que ya está bien de esa manía ridícula que tienes de escaparte de todos lados nada más llegar». «¡Hala, date prisa que ya vas con retraso!», lo urgía su padre, y volvía a darle en las costillas con la punta de la garrota. Así que se lavaba, se peinaba, se lustraba el calzado, se ponía su mejor ropa, salía de casa, cruzaba el río, sucio y con vetas de grasa y remansos de espumas venenosas en las orillas, y se metía en el metro como si descendiera a los mismísimos infiernos. No, el mundo no era un buen lugar para vivir (tírate, vamos, ven, ya verás como no duele, le susurraba el tren al acercarse), y por otro lado cómo estarse quieto en un sitio, cómo escapar a la tentación de ponerse en marcha hacia cualquier otra parte, de convertir la vida en una fuga interminable, como ciertos héroes del cine con los que tanto se identificaba y que parecían condenados a vagar por el mundo como ánimas en pena. Cínicos, altaneros y buenos silbadores, y cansados de vivir, como tiene que ser, como él mismo era ya, sin necesidad de haber vivido tanto. Pero sus fugas y aventuras tenían poco de heroicas. La residencia quedaba muy lejos, casi en la otra punta de Madrid, y después del trayecto en metro aún tenía que caminar un buen trecho por unos desmontes y solares, y luego por una zona exclusiva de chalés de gran lujo. Al pasar por allí remansaba el paso para recrearse por entre los claros de los setos y de las puertas enrejadas en la contemplación de los jardines, de los porches (donde solía haber hamacas, livianas lámparas colgantes y poltronas de mimbre), los miradores de cristal velados por visillos muy tenues, que debían de crear dentro un maravilloso ámbito de intimidad, los muros cubiertos de hiedra, las hojas caídas en el césped, porque hasta eso resultaba allí bonito y artístico, las buhardillas forradas de pizarra, el azul fosforescente y nervioso de las piscinas, las canchas de tenis, los cenadores, las glorietas. O el humo de las chimeneas, que no era el humo atareado de las casas pobres sino el elegante y el ocioso, el que parecía hecho para ilustrar una estampa idílica de Navidad. ¿Cómo sería vivir en un lugar así? No, Pascal no tenía razón, qué iba a tener. En una de esas mansiones sí que podía uno estarse quieto y contento para toda la vida.

Y junto a las aceras había aparcados automóviles de ensueño, deportivos y grandes berlinas, y él pegaba la cara a las ventanillas para mirar la velocidad máxima del cuentakilómetros, las palancas y los botones, y casi podía percibir el olor a cuero y a maderas preciosas y a aquel otro aroma indefinible, embriagador, que exhalaban el lujo y el dinero. Luego carraspeaba y seguía adelante. A veces, cuando regresaba ya de anochecida, las luces de las ventanas y los porches se proyectaban desvanecidas por los jardines, titilaban en las gotas de agua del césped recién regado, y dentro de las casas se oía acaso una voz, una risa, una música, el ladrido de un perro guardián, y luego era el silencio acunado por el susurro de los árboles, y en todo aquello él veía signos dichosos de una vida leve, que parecía flotar sobre el tiempo, sobre la sucia y enferma realidad del mundo de diario.

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