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Abisal – Armando Cuevas

Un sonido electrónico hizo vibrar el suelo durante unos segundos. Los focos exteriores de la estación subacuática se encendieron horadando la oscuridad. El paisaje que se dibujó era fantasmagórico, de un color ceniciento, con ausencia de vegetación, tan yermo como una llanura apocalíptica. La luz convirtió el zooplancton en diminutos copos de nieve mecidos por una tormenta raquítica. El espectáculo era hipnótico. Un pez de cuerpo alargado, casi trasparente y de grandes mandíbulas dentadas, zigzagueó indiferente frente a la pequeña ventana de acrílico óptico, y luego desapareció engullido por la espesa y tenebrosa inmensidad del océano. Unos pasos apresurados resonaron contra las paredes metálicas del largo corredor curvo, iluminado por unos puntos de luz a ras del suelo. Un hombre corría con desesperación. Cada vez que pasaba delante de una de las ventanas, su bata blanca refulgía gracias a la claridad proveniente del exterior. Era menudo, con un cuerpecillo casi infantil, amplias entradas y un pelo ralo que le caía sobre los hombros. Jadeando, sin dejar de mirar atrás, el hombre fue bajando el ritmo de su carrera hasta detenerse completamente exhausto. Con la respiración entrecortada, tragando saliva con dificultad y empapado en sudor, se apoyó en la pared de acero reforzado y miró a través de la ventanilla circular de veinte centímetros de espesor. El frío del océano se transmitió a su frente y se sintió reconfortado. Se ajustó las pesadas gafas de concha y aguzó el oído. Nada, silencio. Permaneció un par de minutos recuperando el aliento, sin dejar de observar el exterior, absorto en aquel horizonte acuático. Cuando se sintió con fuerzas, separó la cara del plástico helado y miró hacia la penumbra amenazadora que dominaba el corredor. Contuvo el aliento y volvió a escuchar con suma atención, la vida le iba en ello. Nada, silencio. Por fin se atrevió a reanudar la marcha. A lo largo del pasillo de sección circular se abrían pequeñas ventanas cada cinco metros, iguales a la que se había asomado. No se entretuvo más. No volvió a mirar al exterior. Hizo un rápido cálculo mental y determinó que le quedaba poco para llegar al Nodo Sur. Desde allí tomaría el Pasillo Sur y éste lo llevaría hasta el Soma, el centro de la estación.


Pronto estaría a salvo. Trató de mantener la calma. No lo consiguió. Las manos le temblaban cuando llegó a la puerta que unía el pasillo con el Nodo Sur. Era gruesa y grande, y con código de apertura. Tecleó en el panel digital esperando escuchar el sonido hidráulico que la abría, pero éste no se produjo. Volvió a hacerlo. En el panel apareció un mensaje en letras rojas. CÓDIGO ERRÓNEO. Probó dos veces más, tres, cuatro… —¿Qué demonios pasa, Susi? Gritó con desesperación, mirando al techo. —¡Susi, te estoy hablando! «Perdón. ¿Es usted el doctor Melek?». Respondió por fin una voz de mujer. —Sí. Quiero acceder al Nodo Sur y la puerta no se abre. La voz femenina volvió a resonar contra las paredes, parecía provenir de todos lados. «Ahora lo veo. Está sudando a pesar de que la temperatura es de 22º. Y percibo en su voz un cierto tono de nerviosismo. ¿Se encuentra bien?». —Perfectamente —contestó, con la vista fija en la cámara situada en una esquina del techo—. Sólo quiero abrir esta maldita puerta. «Entiendo. Déjeme comprobar algo». Y al instante continuó.

«Me temo que el código de apertura se ha cambiado hace cinco minutos. Usted está usando uno obsoleto. Tendrá que conseguir el nuevo introduciendo su clave personal en el panel». —¿No puedes abrirme tú? «Ya sabe que no, doctor Melek, hay que seguir el protocolo». —¡Maldita sea! Cada vez más alterado, el hombre se dirigió de nuevo al panel y, con dedos trémulos, comenzó a teclear. La secuencia de números y letras era muy larga, y se equivocó varias veces. Finalmente, consiguió entrar en el menú principal para solicitar el nuevo código. El procedimiento era minucioso y lleno de pasos, y los nervios no ayudaban. Un ruido a su espalda lo hizo volverse como un rayo: la puerta al final del pasillo que acababa de recorrer, se abría. Con auténtica desesperación regresó la vista al panel y leyó: SU NUEVO CÓDIGO SE ESTÁ GENERANDO. NO SE RETIRE. EL PROCESO DURARÁ UNOS SEGUNDOS. Se escucharon unos pasos. No eran rápidos, indicaban un andar pausado. El doctor Melek se volvió de nuevo y lo vio. Aún no había llegado a la altura donde se ubicaba ninguna ventana y estaba sumido en las sombras; sin embargo, no le hizo falta distinguir su rostro para saber de quién se trataba. El hombre que se acercaba también vestía bata blanca, aunque con múltiples salpicaduras, y llevaba algo en la mano derecha. Paralizado por el terror, el doctor Melek continuó con la mirada clavada en él hasta que llegó al ventanuco circular y la luz proveniente de los focos exteriores lo iluminó; entonces no tuvo ninguna duda: las salpicaduras eran de sangre y lo que colgaba de su mano era una enorme hacha. Un pitido hizo que se volviera hacia la pantalla digital. Unas letras verdes parpadeaban. SU CÓDIGO VA A GENERARSE. —¡Vamos, vamos! —musitó, aferrado al panel. RECUERDE QUE SI INTRODUCE ERRÓNEAMENTE EL CÓDIGO TRES VECES, DEBERÁ REPETIR EL PROTOCOLO PARA SOLICITAR UNO NUEVO. —¡Sí, joder! ¡Lo sé! ¡Lo sé! SU NUEVO CÓDIGO ES EL SIGUIENTE. TOME NOTA.

AF36GK —AF36GK —repitió, memorizando. Los pasos detrás de él continuaban con la misma cadencia: pausados pero constantes. Ya lo tenía encima. —A —repetía mientras tecleaba—, F, 3, 6… No pudo pulsar la G. Un golpe terrible de hacha le seccionó la mano derecha a la altura de la muñeca antes de rebotar en el lateral de la pantalla digital. —¡Agrrrr! —gritó el doctor Melek, absorto en el chorro de sangre arterial que salía de la herida como un surtidor. —Nuestro fluido vital —oyó decir al hombre, señalando el charco rojo y brillante que se iba formando en el suelo. —¡Está loco! —farfulló el doctor, agarrándose el muñón. —¿Loco? Tiene gracia que digas eso. ¿Adónde vas? Trastabillando, dejando un reguero de sangre a medida que se alejaba, el doctor caminó por el pasillo. El hombre lo observó hasta que lo vio detenerse frente a una de las pequeñas ventanas. —Ah, entiendo, un ataque de nostalgia. Puedes echar un vistazo fuera, no tengo prisa. El doctor Melek habló sin girarse, absorto en el océano profundo. —Será inútil. —No lo será. Os mataré a todos —respondió el hombre, endureciendo el tono. Las fuerzas le fallaron, y el doctor terminó hincado de rodillas junto a la pared de acero. El hombre se acercó y lo miró como si lo viera por primera vez en su vida, aunque llevaban trabajando juntos más de un año. —Será rápido. Sentirás algo parecido a un destello luminoso. Luego, nada. Al menos eso dicen. Levantó el hacha con ambas manos y calculó la trayectoria. —¡Espere, no lo haga! —suplicó el doctor, con los ojos encharcados en lágrimas.

—Buen intento —dijo el hombre, socarrón, antes de descargar un terrible golpe que consiguió que la pesada hoja de acero se chavara profundamente en su cabeza, produciendo un ruido seco y definitivo. De inmediato, un coro de gritos lejanos y lastimeros resonó contra las paredes de acero durante unos segundos para luego extinguirse. Con decisión —después de mover la cabeza de un lado a otro, haciendo crujir las vértebras cervicales igual que haría un púgil antes de afrontar un nuevo round—, el hombre arrancó el hacha incrustada en la cabeza del doctor Melek y se marchó por donde había venido. PRIMERA PARTE 1 LA LISTA Una semana después. Washington D.C. EE.UU. El sol caía en el horizonte y su luz ambarina se reflejaba en las tranquilas aguas del río Potomac. Asomado a la ventana del último piso del edificio Gretel, Marc Clayton, director general de la Corporación NeWorld, observaba el bellísimo espectáculo con los ojos entornados y la cabeza a mil por hora. No era un hombre al que la presión afectara demasiado, ni se bloqueaba ante las dificultades —no habría llegado tan arriba si así hubiera sido—, sin embargo, aquella tarde estaba especialmente intranquilo. Y no era para menos, un alto cargo militar estaba llegando y sabía por experiencia cuánto se complicaban las cosas cada vez que un uniforme aparecía para meter las narices en sus asuntos. Clayton estaba solo en su enorme despacho, decorado por su exmujer en un estilo extremadamente minimalista: pocos muebles, líneas rectas y colores pastel combinando los beis con los azules claros. En las paredes, prácticamente vacías, colgaban dos cuadros: en el lado derecho un Christopher Wool de dos por dos metros, lleno de manchurrones grises y curvas en negro, que siempre le pareció una tomadura de pelo; y un Gerhard Richter en el izquierdo, de igual tamaño pero lleno de vivos colores. Éste sí le gustaba. Lo eligió personalmente. Le costó una fortuna, pero sabía que además de alegrar el despacho supondría una magnífica inversión a largo plazo; asunto ése fundamental para Clayton, ya que antes que científico era un hombre de negocios. De hecho, hacía tanto tiempo que no ejercía como biólogo, que a veces le costaba recordar sus años de investigador, cuando era un joven entusiasta lleno de ganas por hacer cosas importantes. Y las hizo, pero no manejando microscopios, pipetas o placas de Petri, sino ascendiendo poco a poco hasta llegar a lo más alto de la Corporación NeWorld. Debió renunciar a muchas cosas para lograrlo: amigos, compañeros, novias, familia… Si quería ascender tenía que ser implacable, y consideró que cualquier sentimiento representaría una carga que lo debilitaría. Y lo consiguió a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos: a los cuarenta y cinco años ya era subdirector y cinco años después, director general. Dejó de mirar por el ventanal y paseó por su despacho. Clayton medía un metro ochenta, era delgado y siempre lucía un perfecto bronceado. Aunque sus ojos demasiado juntos, sus labios estrechos y su falta de mentón lo alejaban del canon de belleza masculina, su porte y elegancia le hacían un hombre atractivo. Siempre vestía trajes Armani, camisas Charvet de algodón fino, corbatas Drake´s de seda y zapatos Santino hechos a medida.

En un momento dado se detuvo en una esquina, frente a una sencilla pero carísima vitrina donde se exponían una serie de objetos sin una relación aparente: un casco de bronce griego, unas mandíbulas de tiburón blanco, un fósil de diente de Tiranosaurio Rex… y la pieza más preciada: un violín rescatado del Titanic. También era la adquisición más reciente de su pequeña y heterogénea colección. Pasó el dedo por su maltrecha madera, recordando el día que se hizo con él. Un millón de dólares, aunque lo valía. Coleccionar objetos antiguos lo apasionaba. Tocar el pasado representado en aquellos exclusivos trozos de metal, piedra, madera o hueso, le evocaba la futilidad de la vida humana y la necesidad de disfrutar cada instante sin escatimar en nada. Por eso le gustaban las cosas caras, los negocios turbios y las mujeres llenas de pecados. El lujo y el riesgo. Ambas cosas le recordaban, cada día, que estaba vivo. «¡Qué demonios!», se dijo haciendo vibrar levemente la única cuerda del violín que continuaba intacta, «me lo merezco y me lo puedo permitir». Él solito había conseguido llevar a NeWorld a cotizar en bolsa, convirtiéndola en un gigante de la industria alimenticia y farmacéutica. Y no había sido fácil. A veces, tuvo que tomar decisiones arriesgadas; y otras, como cuando aceptó el contrato con el Departamento de Defensa, vender su alma al diablo. Un timbre sonó suave y melódico. Fue hasta su mesa y pulsó un botón en el interfono. —¿Sí? —Señor Clayton, el coronel Adams ya está en el edificio — oyó decir a su secretaria. —Bien. Cuando suba, hágalo pasar de inmediato. —Entendido. La reunión sería un «cara a cara». Sin intervención del consejo. Había algunos temas que era mejor tratarlos en privado. Al día siguiente lo convocaría y expondría una versión descafeinada, dando la información mínima para justificar los gastos extraordinarios. Él sabía perfectamente cómo manejar a ese grupo de vetustos chupatintas sin agallas que se habían ido acomodando en sus sillones. Resultados, eso era lo que les importaba; y de momento, las cuentas de la empresa estaban saneadas: todos ganaban dinero y los accionistas estaban contentos.

Para qué preocuparlos innecesariamente, tal vez sólo se tratara de un fallo sin importancia. O eso deseaba creer. Un par de golpes sonaron en la puerta. —Adelante —invitó Clayton, después de aclararse la garganta. La puerta de madera de cerezo se abrió y apareció su secretaria. Tras ella venía un hombre vestido de uniforme. —El coronel Adams —anunció escueta. —Gracias, Raquel. Puede dejarnos. Y no me pase llamadas. —Sí, señor —contestó la secretaria, una mujer agradable a la vista, pero no tan atractiva como para distraerlo. La eligió así: eficiente y neutra, justo lo que requería el puesto. El coronel Adams permaneció junto a la puerta hasta que ésta se cerró a su espalda, entonces avanzó con paso decidido al encuentro de Clayton, que lo esperaba con la mano extendida. —Dejémonos de formalismos —soltó el coronel, mirando la mano vacía de Clayton suspendida en el aire—. Esto no es una visita de cortesía. —Por favor —dijo Clayton, indicando la silla frente a su mesa, mientras notaba el calor subiendo por sus mejillas. El coronel era un hombre bajo pero fornido, de anchos hombros y grueso cuello. Iba bien afeitado, y el poco pelo grisáceo que lucía sobre sus sienes estaba cortado al uno. Su rostro era vulgar, de mofletes caídos y nariz chata, pero sus ojos oscuros, semiocultos bajo unas cejas muy pobladas, mostraban una intensidad abrumadora. Tras tomar asiento, se quitó la gorra de plato, la puso sobre sus rodillas y clavó su intimidatoria mirada en Clayton. Su gesto y su actitud dejaban bastante claro quién mandaba allí. —Póngame al día. Clayton también se sentó antes de responder. —Intenté decírselo por teléfono. Si me hubiera atendido, podría haberse ahorrado el viaje.

—No diga gilipolleces, el Pentágono está aquí al lado. —Está bien —resolvió Clayton, admitiendo que si él se consideraba un tiburón, aquel coronel era un cachalote, y de los grandes—. Hace una semana que perdimos el contacto con Utopía. —Cuénteme algo que no sepa. —Aparentemente las comunicaciones funcionan. La boya de superficie está en perfecto estado y nada parece indicar un fallo técnico. El mini robot que bajamos no registró daños estructurales, incluso las luces exteriores estaban encendidas; por ello, también hemos descartado un problema por falta de energía. —¿El elemento humano, quizá? —concluyó el coronel, sacando una pitillera del bolsillo interior de su chaqueta.

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