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A Quemarropa – Richard Stark

Parker era un profesional. Cada uno de sus trabajos era garantía de éxito. No importaba cuán difícil o peligroso pudiera ser: si conseguía reunir un buen equipo y los beneficios eran razonablemente elevados, no había banco o caja fuerte que se le resistiera. Incluso bajo las condiciones más desfavorables, su sangre fría y su falta de escrúpulos pasaban por encima de cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Por ello, cuando su mujer y sus socios creyeron que sería una buena idea traicionarle y huir con su último botín, cometieron sin saberlo el mayor error de sus vidas. Peor aún: cuando le dispararon a quemarropa para acabar con su vida, deberían haberse cerciorado de que, efectivamente, Parker jamás sería capaz de levantarse de nuevo para cumplir la más sangrienta y cruel de las venganzas. A quemarropa, publicada por primera vez en 1962, no solo es una de las obras cumbre de Richard Stark (seudónimo de Donald E. Westlake), sino que ha acabado convirtiéndose en un título imprescindible de la literatura criminal norteamericana.


 

Cuando un tipo de rostro insolente se ofreció a llevarle en su Chevrolet, Parker le dijo que se fuera al infierno. El tipo replicó: «Al diablo contigo, cerdo», sacó el Chevrolet del arcén con un brusco golpe de volante y se alejó hacia las cabinas de peaje. Parker escupió en el carril derecho, encendió su último cigarrillo y cruzó el puente George Washington. El tráfico de las ocho de la mañana prosiguió su mmmmmmmmmmmm, concentrado en este lado y en dirección a la ciudad. Más allá, carriles y carriles vacíos que llevaban a Jersey. Debajo, exactamente lo mismo. En el centro, el puente temblaba y oscilaba a impulsos del viento. Siempre lo hace, pero él nunca se había fijado. Era la primera vez que lo atravesaba andando. Notó que se estremecía bajo sus pies y se impacientó. Tiró la colilla al océano, escupió al tapacubos de un vehículo que pasaba y siguió caminando a grandes zancadas. Secretarias y oficinistas le miraban al pasar en sus coches y sentían vibraciones más arriba de sus medias. Era corpulento y musculoso, con hombros anchos y brazos demasiado largos en mangas demasiado cortas. Llevaba un traje gris, deformado por los años y la falta de planchado. Sus zapatos y calcetines eran negros y estaban agujereados: los zapatos en la suela, los calcetines en el talón y la punta de los dedos. Sus manos, que balanceaba con los dedos curvados junto a los costados, parecían moldeadas en arcilla por un escultor con tendencia a lo monumental y al que gustaran las venas. Su cabello era castaño, seco y mate, y volaba alrededor de su cabeza como un tupé barato a punto de desprenderse.


Su cara era un trozo de cemento descantillado, con ojos de ónix agrietado. Su chaqueta revoloteaba al viento, y sus brazos se balanceaban con desenvoltura mientras caminaba. Las oficinistas le miraban y se estremecían. Sabían que era un granuja, sabían que sus manos habían sido hechas para abofetear, sabían que su rostro jamás se iluminaría con una sonrisa al mirar a una mujer. Sabían lo que era, daban gracias a Dios por tener un buen marido, y no obstante se estremecían. Porque sabían cómo caería, de noche, sobre una mujer. Como un árbol. Los oficinistas le rebasaban, asidos al volante de su automóvil, y apenas se fijaban en él. Un simple vagabundo que andaba por el puente. Ni siquiera tenía coche. Unos cuantos le vieron y se acordaron de si mismos antes de «llegar», cuando ellos no tenían coche. Creyeron identificarse con él. Creyeron que era lo mismo. Parker atravesó el puente y giró a la derecha. Recorrió una manzana en esa dirección hacia la entrada del metro. Frente a él se extendían la calzada y las aceras, los grises edificios de apartamentos y los semáforos que pasaban del rojo al verde y del verde al rojo en todos los cruces. Y mucha gente, en movimiento. Bajó los escalones que conducían al metro. El sol primaveral desapareció y su luz fue sustituida por tubos fluorescentes sujetos a paredes de azulejos blancos. Se acercó al mapa de la red de ferrocarriles subterráneos y se detuvo ante él, rascándose el codo y sin mirar el mapa. Sabía adónde quería ir. El tren con destino al centro llegó en aquel momento, ya abarrotado, y las puertas se abrieron. Más gente se introdujo a empujones en él. Parker se volvió, abrió la puerta que ostentaba un «SE PROHÍBE LA ENTRADA» y la traspuso. A su espalda alguien gritó: «¡Eh, oiga!».

Más allá, las puertas del tren metropolitano empezaban a cerrarse. Dio un salto, se abalanzó sobre la gente que viajaba en el vagón, y las puertas se cerraron tras él. Fue hasta el centro, bajó en Chambees y se dirigió a la Delegación de Tráfico de Worth. Por el camino, pidió una moneda de diez centavos a un marica de caderas anchas y a todas luces postizas, y se detuvo en una sucia cafetería para tomar un café. Gorreó un cigarrillo a la camarera de la barra. Era un Marlboro. Arrancó el filtro, lo tiró al suelo y se colocó el cigarrillo entre los labios exangües. Ella se lo encendió, inclinándose hacia él con el pecho sobre la barra, como un ofrecimiento. Él se dejó encender el cigarrillo, hizo una inclinación de cabeza, echó la moneda de diez centavos sobre el mostrador y se marchó sin una palabra. Ella le siguió con la mirada, roja de furor, y arrojó la moneda a la basura. Media hora después, cuando la otra chica le dijo algo, la llamó perra. Parker siguió hasta la Delegación de Tráfico y permaneció de pie ante la larga mesa de madera mientras rellenaba un impreso de carnet de conducir con una de las anticuadas plumas de mango. Secó el impreso con un secante, lo dobló cuidadosamente y lo metió en su cartera, que era de cuero marrón y estaba completamente vacía. Salió de la delegación y fue a la oficina de correos, administrada por el gobierno federal, donde había bolígrafos. Extrajo la licencia y se encorvó sobre ella, rellenando con pequeños y rápidos trazos el espacio reservado para el timbre estatal. La tinta del bolígrafo era casi del mismo color, y Parker recordaba el timbre con claridad. Cuando hubo terminado, parecía auténtico para cualquiera que no lo inspeccionara demasiado. Parecía como si el sello de goma no hubiese sido bien entintado o lo hubieran movido al apretarlo sobre el papel, o algo por el estilo. Emborronó aún más la tinta húmeda con el dedo, se lamió el dedo para limpiarlo y volvió a meter la licencia en la cartera. Después estrujó y dobló la cartera antes de guardarla nuevamente en el bolsillo de la cadera. Fue andando hasta Canal Street y entró en un bar. El interior estaba oscuro y hacía frío. El camarero y el único parroquiano dejaron de mascullar al final de la barra y le miraron con expresión parecida a la de un pez en una pecera. Pasó junto a ellos, sin hacerles caso, y empujó la puerta que conducía al lavabo de caballeros. Se cerró de golpe tras él.

Se lavó la cara y las manos con agua fría y sin jabón, porque no había agua caliente y no había jabón. Se humedeció el cabello y se lo peinó con los dedos hasta que le pareció bien. Se pasó la palma de la mano por la mandíbula y notó las púas de una barba incipiente, pero aún no se veía demasiado. Extrajo la corbata del bolsillo interior de la chaqueta, la alisó con los dedos, para eliminar las arrugas, y se la puso. Las arrugas seguían notándose. Llevaba un imperdible sujeto al forro de la americana. Lo cogió y prendió la corbata a la camisa, donde el imperdible no se viera. Estirada de este modo y con la chaqueta abrochada, no quedaba mal. Y tampoco se veía que la camisa estaba sucia. Volvió a mojarse los dedos en el lavabo, y formó algo parecido a un doblez en las perneras de los pantalones, que resiguió varias veces hasta lograr una raya bastante aceptable. Después se miró en el espejo. No tenla el aspecto de un Rockefeller, pero tampoco el de un vagabundo. Parecía un trabajador que hubiera pasado muchas horas sentado. No estaba mal. Tendría que conformarse. Sacó por última vez el permiso de conducir y lo tiró al suelo. Se agachó junto a él y lo frotó contra el piso hasta que estuvo razonablemente sucio. Después lo estrujó un poco más, limpió el exceso de suciedad y lo metió en la cartera. Volvió a enjuagarse las manos y se dispuso a salir. El camarero y su parroquiano dejaron de mascullar nuevamente cuando pasó, pero él se fijó. Salió al exterior y se dirigió hacia el oeste, en busca del banco apropiado. Necesitaba un banco que tuviera muchos clientes del tipo que él remedaba. Cuando encontró el que quería, se detuvo unos segundos y se concentró en variar la expresión de su cara. Dejó de parecer indigno y dejó de parecer malhumorado. Siguió esforzándose y cuando estuvo seguro de parecer preocupado entró en el banco.

A su izquierda había cuatro mesas, dos de ellas ocupadas por hombres de mediana edad con trajes de color y corte discretos. Uno de ellos hablaba con una anciana que no conseguía hacerse entender en inglés. Parker se dirigió al otro y añadió una sonrisa a la expresión preocupada. —Hola —dijo con un tono de voz más suave de lo habitual—. Tengo un problema y quizá pueda usted ayudarme. He perdido el talonario y no recuerdo mi número de cuenta. —Eso no es ningún problema —contestó el hombre con una sonrisa profesional—. Si me da su nombre… —Edward Johnson —dijo Parker, dándole el nombre que había escrito en la licencia. Extrajo su cartera—. Tengo un documento de identidad. Tome. Le alargó el permiso de conducción. El hombre le miró, asintió y se lo devolvió. —Perfectamente —aprobó—. ¿Era una cuenta corriente? —Así es. —Un momento, por favor. —Descolgó el teléfono, habló un minuto y esperó, sonriendo con expresión tranquilizadora a Parker. Después habló de nuevo unos segundos y pareció desconcertado. Tapó el micro del teléfono con la mano y dijo a Parker—: Aquí no tenemos ficha de su cuenta. ¿Está seguro de que es una cuenta corriente? ¿No será una cuenta de ahorros? —Compruébelo —dijo Parker. El hombre siguió pareciendo desconcertado. Habló por teléfono unos momentos y después colgó, con el ceño fruncido. —No tenemos ni una sola cuenta a ese nombre. Parker se levantó. Sonrió y se encogió de hombros.

—Así son las cosas —dijo. Salió y el hombre de la mesa se quedó mirándole, con el ceño fruncido. En el cuarto banco donde probó, Edward Johnson tenía una cuenta corriente. Parker obtuvo el número de la cuenta y el saldo actual, así como un nuevo talonario para reemplazar al que había perdido. Edward Johnson sólo tenía seiscientos dólares y pico en su cuenta y Parker se compadeció de él. Salió del banco, entró en una tienda de ropa masculina y compró un traje y una camisa, calcetines y zapatos. Pagó con un talón. El dependiente comparó su firma con la del carnet de conducir, y llamó al banco para averiguar si tenía bastante dinero en la cuenta para cubrir el talón. Así era. Llevó los paquetes a la estación Greyhound de la calle 34, y fue al lavabo de caballeros. No tenía ninguna moneda de cinco centavos para abrir la puerta de un retrete, de modo que entró arrastrándose bajo ella, tras empujar los paquetes hacia el interior. Se puso las prendas nuevas, guardó la cartera en uno de los bolsillos y dejó la ropa vieja junto al retrete. Anduvo hacia el norte hasta que llegó a una tienda de artículos de piel. Compró un juego de cuatro maletas por valor de ciento cincuenta dólares. Enseñó el permiso de conducir para identificarse, y ni siquiera llamaron al banco. Acarreó las maletas a lo largo de dos manzanas, y entonces obtuvo treinta y cinco dólares por ellas en una casa de empeños. Atravesó la ciudad y lo hizo dos veces más, de una tienda de maletas a una casa de empeños y consiguió otros ochenta dólares. Tomó un taxi hasta la calle 96 y Broadway, y trabajó un rato en Broadway, esta vez comprando relojes y empeñándolos. Después fue a la avenida Lexington, hacia el centro de la ciudad, y siguió la misma técnica. En total llamaron cuatro veces al banco para preguntar si tenía bastante dinero en su cuenta. Ni una sola vez pusieron en duda la validez de su permiso de conducir como identificación. Alrededor de las tres, había reunido algo más de ochocientos dólares. Utilizó otro talón para comprar una maleta de tamaño mediano y excelente calidad y después pasó media hora de compras, pagando en efectivo. Compró una navaja de afeitar, espuma y loción, un cepillo de dientes y pasta, calcetines y ropa interior, dos camisas blancas, tres corbatas, un cartón de cigarrillos, una botella de vodka de cincuenta grados, un peine y un juego de cepillos, y una cartera nueva. Todo, excepto la cartera, fue a parar a la maleta.

Cuando la maleta estuvo llena, dejó de comprar y comió un bistec en un buen restaurante. Dio poca propina e hizo caso omiso de la rencorosa mirada del camarero al marcharse con la maleta. Tomó un taxi hasta un hotel de tipo medio, donde dieron crédito a su carnet de conducir y no le hicieron pagar por adelantado. Obtuvo una habitación con baño y dio una propina excesiva al botones

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