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A que huele la nostalgia – Pat Casala

Frío, oscuridad, dolor. Solo puedo sentir eso. Una negrura que invade mi mente mientras los pensamientos acerca de los desgarradores sucesos de hace un instante se llevan los minutos. No quiero abrir los ojos, no estoy preparada para descubrir la realidad que me envuelve, para enfrentarme a ella, para observar el alcance de la desgracia, ni mucho menos para asumirla. Si lo hago, si miro a mi alrededor, si conecto mis oídos y mi cerebro para revelar mi entorno, seré incapaz de resistirlo. No podré. Jamás. Porque lo he perdido todo y no sé si algún día podré recuperarme del golpe. Estoy sentada en el suelo, con las piernas levantadas y el cuerpo envuelto sobre ellas. Las rodeo con los brazos para encogerme sobre mí misma y hacerme invisible, pequeña, ausente. Escondo mi cara en las rodillas e intento con todas mis fuerzas ignorar al resto del mundo, como si solo existiera yo y mi pena, mi dolor, mi desesperación. No quiero estar aquí, y a la vez tampoco deseo estar en ningún otro lugar. Solo necesito que las agujas del reloj retrocedan unos minutos para cambiar algunas de mis decisiones. Pero el tiempo solo avanza hacia delante y nada puede deshacer lo sucedido. Aprieto más los brazos contra las piernas. Necesito abrazarme fuerte para sentir un poco de calor porque, a pesar de estar en agosto y del calor que azota las calles de Barcelona, siento cómo un hielo desgarrador se ha instalado en mi piel. -¿Señorita? -Me llega el murmullo de una voz masculina y noto una mano posada en mi hombro-. ¿Está bien? ¿Puede levantarse? Debo examinarla. No contesto. No puedo hacerlo porque equivaldría a entender los sucesos, a procesarlos, a darles una consistencia real. Y si lo hago, moriré de dolor. -¿Me oye? -insiste el hombre-. Soy médico, he venido con la ambulancia. Debo asegurarme de que no ha sufrido ningún daño. Una sonrisa acongojada curva mis labios.


Y las lágrimas vuelven a empaparme la cara, las rodillas, el pantalón. ¿Daño? ¿Cómo iba a sufrir algún daño? Me detesto por eso, por haberme ido, por haber desobedecido otra vez, por llegar justo en el peor instante. -No estaba aquí cuando… -susurro obligándome a hablar y a exorcizar una parte de mi culpa. Porque eso es lo que siento. Culpa, remordimiento, ansiedad. Se me rompe la voz, igual que el corazón se me desintegra en mil pedazos. -Necesito reconocerla -insiste el doctor. Su tono muestra unas notas de impaciencia-. ¿La ayudo a levantarse? ¿O puede usted sola? El llanto se vuelve más consistente, arrecia, se transforma en un ente carente de control. Durante un par de minutos el médico me permite desahogarme, pero al final rompe el mutismo de nuevo. -Señorita, de verdad, ha de dejarme examinarla y después hablar con la policía. Necesitamos sus datos y hacerle algunas preguntas. ¿Por qué estoy aquí en vez de con ellos? ¿Porque no estaba en la casa? ¿Cuánto quería a mis padres para abandonarlos así? ¿Quién me mandaba salir a hurtadillas para dejarlos solos ante el peligro? Me abrazo todavía más fuerte y encojo el cuerpo sobre las piernas. Las preguntas siguen ametrallándome la cabeza y no me lo perdono. Jamás conseguiré absolverme por haber sobrevivido. Escucho el rumor de unos pasos acercándose y luego siento las manos de alguien bajo los brazos, en las axilas. -Te vamos a llevar al hospital. -Esta vez la voz pertenece a un hombre joven y tiene una firmeza imponente, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes a pesar de su edad-. Soy el agente Paco Herrero y quiero ayudarte. ¿Puedes decirnos tu nombre? Me pone en pie. Pero yo me rebelo manteniendo las pestañas muy juntas y sin dejar de llorar. -¿Cómo te llamas? -El hombre insiste a pesar de verme la cara descompuesta-. ¿Cuántos años tienes? Chica, si no hablas, no podemos ayudarte. Temo la siguiente pregunta en su lista del interrogatorio. ¿Dónde están tus padres? Si se atreve a pronunciarla, me destrozará.

¿Acaso podría contestarle sin sentir cómo se quiebra hasta la última fibra nerviosa de mi cuerpo? Pronunciar esa palabra de siete letras lo convertiría en real. Y no estoy preparada para hacerlo. Quizá nunca lo esté. Pero, a pesar de mantener los ojos cerrados, de negarme a responderle a ese señor, de intentar con todas mis fuerzas aferrarme a la esperanza de hacer desaparecer la última media hora, nada logrará mi propósito. Necesito no pensar en lo que ha pasado, no preguntarme por el después, por el futuro, por el significado de lo sucedido ni cómo acabo de perderlo todo de un plumazo, sin tiempo para prepararme. El dolor se convierte en un millar de rayos atravesándome la piel para rasgar hasta el más ínfimo pedacito de mi cuerpo. La capacidad de asumir la desgracia se ha evaporado entre los escombros. Si llego a ser más obediente, si no hubiera hecho lo que me apetecía como siempre, si hubiera escuchado a mi madre… Entonces estaría muerta. Como ellos. Muerta… ¿Podré soportar la culpa? ¿La de no estar ahí? ¿La de haber sobrevivido por ser rebelde? Trago saliva para rebajar la ansiedad concentrada en un nudo en mi estómago porque mi mente perversa no deja de repetir una última y atronadora cuestión. ¿Merezco vivir? El policía me levanta un poco más para sentarme en lo que supongo es una camilla. Yo continúo con los ojos cerrados, apretando tanto los párpados que arrugo la cara. -Voy a reconocerla y para eso necesito que se estire. -El médico parece un hombre agradable-. Dígame si le duele algo, por favor. -Nada. -Apenas consigo articular un susurro cargado de ansiedad-. Lo he visto. No estaba ahí y lo he visto todo. Otra vez las lágrimas se ocupan de sumergirme en una maraña de sensaciones demasiado intensas como para no desesperarme. Algunas imágenes se repiten en mi mente con una cadencia angustiosa para volver a destrozarme una y otra vez, como si pudieran llegar a mi corazón para clavarse en él y desmigajarlo en bucle, sin detenerse, lanzándole puñaladas traperas con demasiada rapidez como para darle tiempo a rehacerse. El médico me explica sus movimientos. Cada una de sus palabras entra por mis pabellones auditivos y se pierde en la bruma de mi caos mental, de esa culpabilidad que me atenaza, del angustioso compás de los recuerdos recientes que me bombardean sin piedad ni correlación temporal. Escucho el grito desgarrador que he soltado al llegar, justo en el instante en el que he descubierto cómo mi vida volaba por los aires. Es como si el sonido se hubiera instalado en mi cerebro para aguijonearlo con ese tono agudo, repleto de un llanto desesperado y de la incomprensión, la negación, la imposibilidad de aceptar lo que mis pupilas me mostraban.

En ese instante me he tapado los oídos. Evoco ese gesto y lo repito en mi ahora. Antes necesitaba silenciar mis labios y el pitido ensordecedor que se ha instalado en mi cerebro tras la explosión. Ahora solo quiero olvidar, hacer desaparecer todos los sonidos externos y perderme en la absurda intención de no querer reconocer la realidad. Estaba cerca cuando todo ha sucedido, pero no lo suficiente como para sentir la onda expansiva en todo su esplendor. Solo me ha lanzado hacia atrás sin casi fuerza, pero con la suficiente como para hacerme caer sentada. Y entonces he encogido el cuerpo y me he escondido entre las rodillas, como si ese gesto pudiera borrar el edificio destrozado, los escombros, los gritos de la gente, la realidad. Su muerte. -Félix me esperaba -mascullo sin venir a cuento, con una necesidad extraña de decirlo en voz alta, de darle consistencia a mis excusas-. No podía permitirme el lujo de no aparecer. No podía, ¿lo entiende? El llanto arrecia. Recuerdo los besos de Félix, cómo me ha hecho sentir en la cúspide porque le he robado el novio a Elsa y eso me ha llenado de emoción en ese instante. En ese momento solo sentía codicia, celos, necesidad de mostrar mi superioridad. ¿Y para qué? ¿Para llegar a casa y ver cómo todo se desvanecía? ¿Para descubrir que esa vida ya no existe y no tengo ni idea de qué me espera a partir de ahora? ¿Para enfrentarme a la caída de la fortaleza construida a lo largo de los años con sudor y lágrimas? -¿Quién es Félix? -La voz del policía se acerca y en ella intuyo un poco de nerviosismo, como si mi comportamiento errático le molestara-. ¿Qué relación tiene con los hechos? Tu vecina me ha dado datos acerca de ti. Alba Ferrer, hija del matrimonio del quinto segunda. Vivías con tus padres y tu abuela materna. Tienes dieciséis años. Y eres una chica complicada, rebelde, con tendencia a desobedecer y a discutir a gritos en casa. No sé por qué la descripción en boca de este hombre me destroza. Conflictiva, inconformista, incapaz de acatar las normas. Esa soy yo. O solo lo era porque no podré seguir igual a partir de ahora… Nunca recuperaré lo que he perdido esta noche. Nada volverá a ser de la misma forma ni tendré con quién discutir ni contra quién rebelarme. ¿Qué va a ser de mí? Un temblor involuntario me sacude.

El llanto parece haberse sumido en una tormenta interminable que azota mi cuerpo. -No estaba aquí -repito en un susurro-. Me escapé. -Lo suponía -contesta el agente-. Vas a acompañar al doctor al hospital para que te reconozcan mientras me encargo de avisar a protección de menores, ellos decidirán con quién te vas a quedar a partir de ahora. ¿Tienes algún familiar vivo?

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