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A Mi No Me Enganas – Kelly Link

Se despertó mientras su padre la rociaba como a una planta marchita, pulverizador en mano. —Fran —decía él—. Fran. Despierta, cariño. ¡Arriba! Fran tenía gripe, aunque en realidad parecía que la gripe la tenía a ella, que la había secuestrado. En consecuencia, llevaba tres días faltando a clase. La noche anterior se había tomado tres comprimidos antigripales con antihistamínico y se había quedado dormida en el sofá mientras en la tele un señor lanzaba cuchillos. Tenía la cabeza como forrada de fieltro y mocos, y la cara mojada de fertilizante aguado. —¡Para! —pidió con voz ronca—. Ya estoy despierta. Le entró un ataque de tos tan fuerte que tuvo que sujetarse los costados antes de poder incorporarse. Su padre no era más que una silueta oscura en una habitación llena de sombras, pero su mero volumen era un mal presagio. Aunque el sol aún no se había asomado a la cima de las montañas, había luz en la cocina y también una maleta junto a la puerta. Sobre la mesa, un plato de huevos revueltos. Fran estaba hambrienta. El padre continuó hablando: —Voy a estar fuera un tiempo. Una semana o puede que tres; más no. Mientras tanto, tendrás que cuidar de los del verano. Este fin de semana vendrán los Roberts, así que mañana o pasado tendrás que hacerles la compra. Que no se te olvide mirar la fecha de caducidad de la leche y cambiar las sábanas de todas las camas. He dejado las fechas de todas las casas sobre la encimera, y la gasolina que hay en el coche debería bastar para hacer las rondas. —Espera —dijo Fran; todas las palabras le dolían—. ¿Adónde vas? Él se sentó en el sofá a su lado y se sacó algo de debajo. Se lo mostró: uno de los viejos juguetes de Fran, el huevo mono. —Ya sabes que estos cacharros no me gustan.


¿Tanto te costaría guardarlos? —Hay muchas cosas que a mí no me gustan —repuso Fran—. ¿Adónde vas? —A un grupo de oración de Miami que he encontrado en internet —dijo su padre. Se le acercó y le puso la mano en la frente. La tenía tan fresca que su tacto reconfortante hizo que a Fran le llorasen los ojos. —Ya no estás ardiendo. —Lo que sí sé es que tu deber es quedarte aquí y cuidar de mí —le advirtió Fran—. Eres mi papi. —Pero ¿cómo voy a cuidar de ti si no estoy bien? Ya sabes las cosas que he hecho. Fran no lo sabía, pero se lo imaginaba. —Anoche saliste —le dijo—. Estuviste bebiendo. —No hablo de anoche, hablo de toda la vida. —Pero… —protestó Fran, y tosió de nuevo. Estuvo tosiendo tanto rato y tan fuerte que vio chiribitas. A pesar de lo mucho que le dolían las costillas y de que tan pronto como conseguía aspirar una buena bocanada de aire la tosía, las cápsulas que había tomado hacían que todo pareciera tan placentero que su padre podría haber estado recitando poesía. Se le cerraban los ojos. A lo mejor más tarde, cuando se despertase, él le haría el desayuno. —Si alguien pasa por aquí, diles que me he ido. Fran, el hombre que te diga que conoce la hora y el día, o es un mentiroso o un necio. Lo único que se puede hacer es estar preparado. Le dio una palmadita en el hombro y le acomodó la colcha alrededor de las orejas. Cuando despertó de nuevo, era después de mediodía y hacía horas que su padre había partido. Tenía treinta y nueve de fiebre. El pulverizador para plantas le había provocado un sarpullido en las mejillas. El viernes Fran fue a clase.

Desayunó una cucharada de crema de cacahuete y cereales sin leche, y, al pararse a pensar, no recordaba cuándo había comido por última vez. Salió a la carretera a coger el autobús del instituto y la tos asustó a los cuervos. Se pasó las tres primeras clases, incluyendo la de cálculo, cabeceando; hasta que tuvo tal ataque de tos que la profesora la mandó a la enfermería. Sabía que lo más probable era que la enfermera quisiera llamar a su padre y enviarla a casa, y eso podía desembocar en problemas. Pero de camino a la consulta Fran se encontró con Ophelia Merck. Estaba de pie junto a su taquilla. Ophelia Merck tenía coche propio: un Lexus. Su familia era una de las que solía pasar allí el verano, pero ahora vivían todo el año en la casa que tenían en Horse Cove, junto al lago. Tiempo atrás, Fran y ella habían pasado las tardes de todo un verano jugando con sus Barbies mientras el padre de Fran retiraba nidos de avispas con humo, retocaba la pintura de los paneles de cedro o derribaba vallas viejas. No se habían vuelto a tratar desde entonces, a pesar de que en más de una ocasión el padre le había llevado un par de bolsas grandes de ropa de Ophelia, que Fran heredaba. Algunas de las prendas aún tenían la etiqueta colgada. Al final dio un estirón y así se acabó lo de las bolsas, pues Ophelia era menuda. Según Fran, en otros aspectos tampoco había cambiado mucho: seguía siendo guapa, tímida, mimada y hacía todo lo que le decías. Corría el rumor de que su familia había decidido marcharse de Lynchburg y vivir todo el año en Robbinsville cuando una profesora la pilló en el baile del instituto besándose en el baño con otra chica. O eso o al señor Merck lo habían suspendido por malas prácticas. De hecho, ésta era la otra teoría: escoge la que más te guste. —Ophelia Merck —dijo Fran—. Necesito que me acompañes a la enfermería. Tengo que ir a ver a Tannent y sé que me va a mandar a casa. Alguien tendrá que llevarme. Ophelia abrió la boca y la volvió a cerrar. Asintió con la cabeza. Le había vuelto a subir la fiebre a treinta y nueve, así que la enfermera le dio un justificante para ausentarse del recinto escolar y otro a Ophelia. —No sé dónde vives —comentó ésta. Estaban en el aparcamiento y buscaba las llaves del coche.

—Toma la carretera 129. Ophelia asintió. —Está subiendo por Wild Ridge, más allá del coto de caza. —Se recostó en el reposacabezas y cerró los ojos—. Ay, mierda. Se me había olvidado: ¿podemos pasar primero por la tienda? Tengo que preparar la casa de los Roberts. —Supongo que sí. En la tienda, Fran cogió leche, huevos, pan de molde integral y embutidos para los Roberts. Para ella, paracetamol y medicinas para el catarro, además de una botella de zumo de naranja recién exprimido, burritos para calentar en el microondas y unos gofres. —Ponlo en la cuenta —le dijo a Andy. —Me han dicho que la otra noche tu papi se metió en un lío. —Ah, ¿sí? Ayer por la mañana se fue a Florida. Dice que tiene que hacer las paces con Dios. —Yo diría que no es precisamente con él con quien tiene que hacer las paces —contestó Andy. Fran se apretó la palma de la mano contra el ojo, que le ardía. —¿Qué ha hecho? —Nada que no se arregle con buenos modales y un poco de unto. Dile que ya lo hablaremos cuando vuelva. La mitad de las veces que su padre se daba a la bebida, Andy y su primo Ryan tenían algo que ver, por mucho que aquél fuese un condado seco. En la furgoneta que aparcaba detrás de la tienda, Andy tenía toda clase de bebidas alcohólicas esperando a todo el que las quisiera y supiera a quién preguntar. Lo bueno lo traía de Andrews, el condado vecino; pero lo mejor era lo que hacía el padre de Fran. Todo el mundo decía que sus brebajes eran demasiado buenos para ser estrictamente naturales. Y no les faltaba razón. Cuando no estaba reconciliándose con Dios, se metía en toda clase de líos, así que Fran supuso que en aquella ocasión se habría comprometido a suministrar algo y Dios no le iba a permitir cumplir su promesa. —Vale, ya se lo diré. Ophelia estaba leyendo la lista de ingredientes de una chocolatina, pero Fran sabía que no se le escapaba detalle de la conversación.

—Que me estés haciendo un favor no significa que te tengas que enterar de mis asuntos —le dijo cuando llegaron al coche. —Vale —respondió Ophelia. —De acuerdo. Bien. Igual me podrías acercar a casa de los Roberts. Está en… —Ya sé dónde está —dijo Ophelia—. Mi madre estuvo allí todo el verano jugando al bridge. Los Roberts guardaban la llave de repuesto debajo de una roca de mentira, igual que todo el mundo. Ophelia se quedó frente a la puerta, como esperando a que la invitase a entrar. —Venga, entra —la instó Fran. No se podía decir mucho de la casa de los Roberts: abundante tela de cuadros escoceses y gran profusión de jarras con forma de personajes famosos y figuras de perros en distintas fases de la caza: olisqueando, señalando la presa o trotando con ella sujeta suavemente entre las fauces. Fran hizo las camas de las habitaciones más pequeñas y pasó la aspiradora a toda prisa por la planta baja, mientras Ophelia se encargaba del dormitorio principal y de la araña que se había construido un hogar en la papelera. Se la llevó afuera y Fran no tuvo ánimos para mofarse de ella por eso. Fueron de estancia en estancia comprobando que había bombillas en todas las lámparas y que la televisión por cable funcionaba. Mientras trabajaban, Ophelia canturreaba; las dos estaban en el coro y, sin darse cuenta, Fran se puso a evaluar su voz. Soprano: cálida y luminosa al mismo tiempo; mientras que Fran era una contralto muy dada a los gallos, incluso cuando no tenía gripe. —Basta ya —dijo en voz alta, y Ophelia se detuvo y la miró—. No, tú no. Abrió el grifo de la cocina y esperó hasta que el agua salió clara. Estuvo tosiendo un buen rato y escupió en el desagüe. Eran casi las cuatro. —Ya está todo. —¿Cómo te encuentras? —le preguntó Ophelia. —Como si me hubieran dado una paliza. —Venga, que te llevo a casa —dijo Ophelia—.

¿Hay alguien? Lo digo por si te pones peor. Fran no se molestó en contestar, pero, en algún lugar entre las taquillas del instituto y el dormitorio de los Roberts, Ophelia parecía haber decidido que ya habían roto el hielo. Le habló sobre un programa de televisión y sobre la fiesta del sábado a la que ninguna de las dos iba a asistir, y Fran empezó a sospechar que en otra época, en Lynchburg, Ophelia había tenido amigos. Se quejaba de los deberes de cálculo, le contó que se estaba tejiendo un jersey y le recomendó una banda de roqueras que quizá le gustase. Incluso se ofreció a grabarle un disco. Según iban atravesando los campos, no paraba de exclamar: —Es que no me acostumbro. Me refiero a vivir aquí todo el año —aclaró Ophelia—. Ya sé que llevamos aquí doce meses, pero… es que ¡es todo tan bonito! Es como estar en otro mundo, ¿no te parece? —No sé —respondió Fran—. Nunca he salido de aquí. —Oh —contestó Ophelia sin que la réplica la afectase demasiado—. Bueno, te lo digo yo: esto es una preciosidad. Todo es tan bonito que casi duele mirarlo. Me encantan las mañanas, cuando la niebla lo cubre todo. ¡Y los árboles! Y en las carreteritas, a cada curva hay una cascada. O un prado lleno de flores. Por no hablar de las hondonadas, como decís vosotros. —Fran oyó las comillas invisibles que abarcaban la palabra—. No sabes qué vas a ver ni con qué te vas a encontrar hasta que estás allí mismo, en mitad de toda esta belleza. ¿Vas a solicitar plaza en la universidad para el año que viene? Yo estoy pensando en hacer Veterinaria; no puedo más con las clases de lengua y literatura. Animales grandes, nada de perritos falderos ni de cobayas. A lo mejor voy a California. —Nosotros no somos de los que van a la universidad. —Oh —respondió Ophelia—. Pues tú eres mucho más lista que yo, que lo sepas. Por eso pensaba que… —Gira aquí —dijo Fran—.

Ve con cuidado, que no está asfaltado. Subieron por el camino que discurría por entre los arbustos de laurel hasta llegar a la pequeña pradera con el riachuelo sin nombre. Fran oyó suspirar a Ophelia, que debía de estar haciendo lo posible por no comentar lo hermoso que era el paisaje. Y vaya si lo era. Fran lo sabía. La casa estaba prácticamente escondida, como una novia tras un velo de enredaderas: Clematis virginiana y madreselva; montones de rosales trepadores de flores rosas y blancas que ocupaban todo el porche y amenazaban con hundir el tejado. Abejorros de patas acorazadas con polvo dorado zigzagueaban entre la hierba; un poco más de polen y no serían capaces de volar. —Es vieja —dijo Fran—. Necesita un tejado nuevo. Mi bisabuelo la compró por catálogo. Unos hombres subieron la montaña con las piezas y los cherokees que aún no se habían marchado vinieron a ver cómo la construían. Se sorprendía de sí misma: lo siguiente iba a ser invitarla a dormir a casa. Abrió la puerta del coche, se bajó como pudo y cogió la bolsa de la compra. Antes de poder agradecérselo, Ophelia ya había salido del vehículo. —¿Sería…? —preguntó, titubeante—. ¿Te importa si entro un momento al baño? —Sólo tenemos un retrete en el patio de atrás —dijo Fran con cara de póquer, pero enseguida capituló—: Bueno, venga; es un baño normal y corriente. Pero es que no está muy limpio. Cuando entraron en la cocina, Ophelia no dijo nada; no obstante, Fran la vio fijarse en todo: los platos acumulados en el fregadero, la almohada y la colcha raída en el sofá hundido. Las montañas de ropa sucia junto a la lavadora que había en la cocina. Los huecos de la ventana por donde se habían colado los zarcillos de las enredaderas. —Me imagino que te hará gracia que mi padre y yo nos ganemos la vida cuidando de las casas de los demás pero que la nuestra esté hecha unos zorros. —No, estaba pensando que tendría que haber alguien que cuidara de ti —contestó Ophelia—. Al menos mientras estés enferma. Fran se encogió de hombros. —Me las apaño sola —dijo—.

El baño está por ese pasillo. Cuando se quedó a solas, se tomó dos cápsulas antigripales con el último trago de ginger ale que había en la nevera. Se había quedado sin gas, pero seguía frío. Se tumbó en el sofá, se tapó hasta las cejas con la colcha y se acurrucó entre los cojines, que estaban llenos de bultos. Le dolían las piernas y tenía las mejillas ardiendo y los pies helados. Un minuto más tarde, Ophelia se sentó a su lado. —Ophelia —le dijo—, te agradezco mucho que me hayas acompañado a casa y que me hayas ayudado en casa de los Roberts, pero no me gustan las chicas. No te pongas bollera conmigo, ¿vale? —Te he traído un vaso de agua. Tienes que tomar líquidos. —Mmm —dijo Fran. —¿Sabes qué?, un día tu padre me dijo que yo iría al infierno. Estaba en mi casa haciendo no sé qué; arreglando una tubería que había reventado o algo así. No sé ni cómo lo sabía porque creo que ni siquiera yo tenía ni idea. Todavía no. Después de decirme eso, no te trajo más a jugar conmigo, pero yo nunca se lo conté a mi madre. —Mi padre piensa que todo el mundo va a ir al infierno —respondió Fran desde debajo de la colcha—. A mí me da igual donde me toque ir, mientras sea lejos de aquí y él no esté. Ophelia se quedó callada un par de minutos, pero, como tampoco se marchaba, al final Fran asomó la cabeza. Ophelia tenía uno de sus juguetes en la mano: el huevo mono. Le estaba dando vueltas. —Dame —dijo Fran—, que te enseño cómo funciona. Dio cuerda al huevo con la llave de filigrana y lo posó en el suelo. El juguete empezó a vibrar furiosamente. Como un resorte, del hemisferio inferior salieron un par de patas y una cola de escorpión hechas de latón repujado, y el huevo se tambaleó de aquí para allá sobre ellas mientras la cola articulada se enroscaba y se estiraba. Se abrieron un par de portillas en la parte superior y salieron dos brazos que tamborilearon la cúpula del huevo hasta que ésta hizo clic y se abrió.

De dentro emergió la cabeza del mono con un trozo de cáscara a modo de sombrero. Abría y cerraba la boca con su cháchara frenética y entornaba los ojos, que estaban hechos con una piedra de granate de color rojo. Los brazos describían círculos cada vez más grandes en el aire, hasta que se le acabó la cuerda y todas las extremidades se retrajeron al interior. —¡¿Qué diantres…?! —exclamó Ophelia. Recogió el huevo y resiguió el contorno de las piezas con el dedo. —Es un recuerdo de familia —explicó Fran. Sacó el brazo de debajo de la colcha, cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz por vez número mil. —No se lo hemos robado a nadie, si eso es lo que piensas. —No —dijo Ophelia, y frunció el ceño—. Es que nunca he visto nada igual. Es como un huevo Fabergé; debería estar en un museo. Había muchos juguetes más: el gato risueño y el elefante que bailaba vals; el cisne al que se le daba cuerda para que persiguiese al perro. Y otros con los que Fran no jugaba desde hacía años. La sirena que se peinaba las piedras preciosas del pelo. Baratijas para críos, las llamaba su madre. —Ahora me acuerdo… Cuando venías a jugar a mi casa, un día trajiste un pececito plateado. Era más pequeño que mi dedo meñique, y cuando lo metimos en la bañera no paraba de nadar. También tenías una cañita de pescar y un gusano dorado que se retorcía en el anzuelo. Me dejaste pescarlo, y cuando lo conseguí habló. Me dijo que si lo soltaba me concedería un deseo. —Pediste dos pedazos de tarta de chocolate. —Y luego mi madre hizo una, ¿verdad? —dijo Ophelia—. El deseo se hizo realidad, pero sólo me pude comer un trozo. A lo mejor ya sabía que la iba a preparar, pero ¿para qué pedir lo que ya me iban a dar? Fran no decía nada; estaba mirando a Ophelia con los ojos entornados, como a través de una rendija. —¿Todavía tienes el pececito?

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