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A Medianoche – Sophia James

Junio de 1855, Inglaterra Stephen Hawkhurst, lord de Atherton, sintió el viento que se levantaba del fondo de la Taylor’s Gap, con su sabor salado. Frunció el ceño mientras inspiraba profundamente. Una barandilla de tacto suave era lo único que lo separaba del otro mundo. Terminar era muy fácil. Dejarse caer sin más y sumergirse en el olvido. Empujó la barandilla y sintió que cedía. Unas pocas piedras, desprendidas por el movimiento, rodaron pendiente abajo para desaparecer en el vacío. —Si saltáis, necesitaréis aterrizar exactamente entre aquella roca de allá y el acantilado —dijo una voz, con una pequeña mano enguantada señalando hacia abajo—. Si os desviáis hacia la izquierda, iréis a dar contra aquellos arbustos, y una caída así podría dejaros simplemente lisiado. La derecha sería una mejor opción si os respetaran las rocas antes de caer al agua. Sin embargo, si fuerais un buen nadador… —se interrumpió. Tensándose, Hawk se volvió y descubrió a una mujer cerca de él, con un velo negro escondiendo cada rasgo de su rostro. Llevaba ropas gruesas y prácticas. ¿Una dama dedicada al comercio, quizá? ¿O la hija de un mercader? ¡Cómo podía tener tan mala suerte! Estaba lejos de cualquier parte y de repente tenía a la voz de la razón demasiado cerca. —Puedo estar sencillamente admirando la vista —la irritación de sus palabras resultaba impropia y él era un hombre que rara vez se mostraba grosero con las mujeres. Pero aquella estaba lejos de sentirse acobardada. —Si ese fuera el caso, señor, estaríais mirando hacia el horizonte. El sol se está poniendo y esa sería la vista que debería atraer vuestra mirada. —Entonces quizá esté cansado… —La fatiga se muestra en un andar cansino y una sesión de fuerte ejercicio físico os habría dejado las botas llenas de polvo. Bajó la cabeza para mirarse las botas. Stephen pudo imaginar su satisfacción cuando vio sus negras y brillantes botas hesianas. Deseó que se volviera y se marchara de una vez, pero la dama se quedó donde estaba, tranquila y en silencio. Echando un vistazo a los caminos de alrededor, se dio cuenta de que estaba sola. No era habitual en una dama andar sin carabina. Se preguntó cómo habría llegado hasta allí y a dónde se dirigiría.


Tenía un agujero en el pulgar del guante derecho, con la uña asomando, sin pulir y mordida. El sombrero que llevaba escondía completamente su cabello, aunque un rizo de un color rojo fuego había escapado del mismo y se derramaba sobre la oscura ropa como un reguero de rubíes en un filón de carbón. Bajo las notas de un perfume más denso, detectó una ligera fragancia a violetas. —De niña venía aquí mucho con mi madre. Ella se quedaba donde estoy yo ahora y me hablaba de lo que había al otro lado del mar y en todas las direcciones que yo le señalaba. Esto lo dijo de repente tras unos largos minutos de silencio. A Stephen le gustó que no sintiera la necesidad de llenarlo con cháchara. —Francia está allí, y Dinamarca allá. Unos cuantos miles de millas al Nordeste, un barco se encontraría con la rocosa costa de Noruega. Tenía un ligero acento, aunque su cadencia tenía un timbre que Hawk no reconocía. El pensamiento le hizo gracia, porque él era un maestro de discernir lo que la gente deseaba o no transmitir. Al fin y al cabo, había edificado su vida a partir de aquel rasgo. —¿Dónde está vuestra madre ahora? —Oh, abandonó Inglaterra hace muchos años. Era francesa. Y mi padre no deseaba entorpecer sus viajes. Su interés se vio firmemente cautivado mientras retrocedía un paso. —¿Él no la acompañó, entonces? —Mi padre adoraba la literatura. Su afición a los viajes era tan pequeña como grande la de mi madre. Una habitación llena de libros era lo único que necesitaba para colmar sus deseos de aventura. Los viajes de ella le habrían incomodado. —¿La aventurera y el académico? Una interesante combinación. ¿A qué progenitor apreciabais más? —la pregunta surgió de manera inopinada, porque Stephen no había tenido intención de formularla, pero aquella mujer tenía un encanto que era… inesperado. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había sentido tan vivo como en aquellos momentos, en su compañía. Ella alzó una mano para ceñirse mejor el velo. A la luz oblicua del atardecer, Stephen alcanzó a advertir una nariz finamente cincelada.

—A ninguno. La voluntad para hacer exactamente lo que se quiere exige una cierta cantidad de tiempo libre, un lujo que yo no puedo permitirme. —¿Porque pasáis los días ordenando la inmensa biblioteca de vuestro padre? —preguntó él, y se descubrió sonriendo. —Todo el mundo tiene una historia, señor, aunque vuestras suposiciones son tan inciertas como cualquier historia que yo pudiera inventarme sobre vos. Retrocediendo otro paso, rozó el arbusto que se hallaba a su espalda. —¿Que diríais vos sobre mí? —Que sois un hombre acostumbrado a dirigir hombres, aunque pocos son los que os conocen. Tenía toda la razón. Rara vez se revelaba ante nadie como lo que era realmente. Pero ella no había terminado. Tomándole una mano, le volvió la palma y delineó sus arrugas con el dedo índice. Stephen sintió el impulso de retirarla, de rechazar las cosas que ella podría o no podría ver en su mano. —Tenéis una alta voz de falsetto en el canto, rara vez bebéis licores fuertes y nunca apostáis a las carreras de Año Nuevo en Newmarket. Su voz tenía una nota de humor, con lo que Stephen respiró aliviado. —Justamente. Deberíais poner un tenderete de adivinadora en Leadenhall. —Es un don que tengo, señor —repuso, y ladeó la cabeza mientras lo estudiaba como una naturalista que examinara un insecto antes de traspasarlo con una aguja. Había algo en su inmovilidad que resultaba inquietante y él se esforzó todo lo posible por discernir el resto de sus rasgos. —¿Tenéis un nombre? —de repente quiso saber quién era y de dónde procedía. Las casualidades rara vez eran lo que parecían. Su trabajo le había enseñado eso, al menos. —Aurelia, milord —le dijo, pronunciando la última palabra con un tono que él conocía demasiado bien. No le dio su apellido. —¿Sabéis quién soy, entonces? —He sabido de vos por gentes muy diferentes. —Ya, y los rumores de desconocidos siempre son de confiar. —En mi experiencia, hasta los chismes más fantasiosos contienen una dosis de verdad.

Se dice que habéis pasado mucho tiempo lejos de Inglaterra y de su sociedad. —Tiendo a aburrirme fácilmente. —Oh, lo dudo mucho. —Y a la decepción también, con la misma facilidad. —Una explicación que podría explicar vuestra presencia aquí, en Taylor’s Gap. Stephen respiró profundamente. La posibilidad de chantaje acechaba de pronto. Ella se volvió entonces para mirarlo directamente y se alzó el velo. Lo primero que registró fueron las pecas que salpicaban una bella nariz. Luego vio que un ojo era azul y el otro castaño oscuro. ¡Un ángel desigual! —Fue un accidente. Una hemorragia. De niña, me caí del caballo y me golpeé con fuerza en la cabeza —el tono de la explicación parecía sugerir que la había dado muchas veces. Tenía un cutis tan pálido que se le transparentaban las venas de las sienes. Se discernían apenas, como el dibujo de las alas de una mariposa. Quiso inclinarse para tocar algo tan delicado, pero no lo hizo porque algo en su mirada lo detuvo. Conocía aquella familiar mirada de súplica: sus numerosas propiedades contenían la promesa de una esplendidez que resultaba demasiado tentadora. Incluso para ella. La decepción que eso le produjo se le clavó en el pecho antes de que ella empezara a hablar. —Quisiera pediros un favor, lord Hawkhurst. Ya estaba. Ya lo había dicho, y en las actuales circunstancias él tendría que mostrarse generoso. No todo el mundo podía ver en él tan claramente sus demonios internos. —Por supuesto. —Tengo una hermana, Leonora Beauchamp, tan joven como hermosa, a la que deseo casar con un hombre que la cuide bien.

Conforme escuchaba sus palabras, surgió la furia. —Yo no estoy en el mercado matrimonial, madame. —No se trata de una petición de matrimonio —le temblaba la voz cuando continuó hablando—. Simplemente quiero que la invitéis al baile que sé que celebraréis la semana que viene en vuestra casa de la ciudad. Yo la acompañaría. Con un baile o dos, serviría. Después de eso, os prometo que nunca más volveré a importunaros. La furia que sentía remitió ligeramente. —¿A qué casa debo enviar las invitaciones? —Braeburn House, en Upper Brook Street. Cualquier recadero conocerá la dirección. —¿Qué edad tiene vuestra hermana? —Dieciocho. —¿Y vos? Ella no respondió y Stephen sintió que se le apretaba el corazón mientras la miraba. —¿Así que vos sois Aurelia Beauchamp? La forma en que negó con la cabeza lo sorprendió. —No, ese es el apellido de Leonora, pero si os dignarais recibir a mi hermana en vuestra casa y superar cualquier… recelo, yo os estaría enormemente agradecida —quitándose un guante, rebuscó en un bolsillo y sacó una cadena con un único diamante engastado en oro blanco—. No os pediría que hicieses esto por nada, pero si aceptáis el trato, esperaría que os atuvierais a él, sin excusas. ¿Podréis prometerme eso? El interés empezó a ganar terreno a la furia. El rubor que veía extenderse por su rostro era el más atractivo que había visto nunca en mujer alguna. ¡Era tan bella! Bajo el tejido calado del guante que conservaba distinguió un anillo. ¿Estaría casada? Si ella hubiera sido su esposa, no la habría dejado vagar por ahí tan desprotegida. Se sonrió ante tales pensamientos. ¿Desprotegida? Dios, ¿finalmente estaba empezando a desarrollar un mínimo sentido del bien y del mal? ¿Un sentido de la justicia? Treinta y un años había vivido, a cuál más duro. Cerró los puños mientras respiraba profundamente. Las almas de aquellos a los que había enviado al otro mundo parecían reclamarlo. Por la reina, por el país o por las dudosas necesidades de los hombres que habían dirigido durante décadas, erróneamente, su política exterior. Inglaterra no le había dado las gracias y él tampoco había querido que lo hiciera.

Pero a veces, en un tranquilo rincón del mundo como aquel, y en compañía de una mujer tan bella como enigmática, le entraban deseos de… otra cosa. No podía nombrarla. Estaba demasiado apartada de los caminos que había seguido, al principio por deseo y excitación y, a esas alturas, por costumbre y hastío. El asesinato, incluso en las circunstancias de la seguridad nacional, siempre le había parecido injusto. Así se lo habría dicho su padre, y su madre también, si hubieran vivido. Pero hacía tiempo que habían muerto y el único familiar que le quedaba era Alfred; la trastornada mente de su tío seguía viviendo en la segunda campaña de la guerra peninsular dirigida por Wellington, perdido el sentido de la realidad. El sol bañaba el rostro levantado de aquella mujer, pintando su perfecto cutis con el rubor rosado del atardecer. Su sola vista quitaba el aliento. Como la de un ángel ofreciendo la redención a un pecador, con su frágil sosiego abrigando un corazón durante largo tiempo revestido de hielo. —Guardaos la joya, madame, porque me entrarían ganas de demandaros otro tipo de pago bien diferente, aquí al aire libre y lejos de cualquier otro ser humano —el latido de su creciente deseo reverberaba bajo la broma. Parte de él sabía que no debería expresar una petición que resultaba tan inapropiada como banal, pero otra, más poderosa, ignoró la advertencia. Él era un hombre que había vivido durante años en la tierra de las sombras y la mala reputación, y eso, suponía, se le había contagiado. Sabía que debería dar media vuelta y marcharse, para conservar la poca decencia que todavía le quedaba. En lugar de ello, dijo aquello en lo que no había dejado de pensar desde que la conoció. —Lo único que quiero como pago es un beso, regalado libremente y sin ira. Ella rechazó la idea con un gesto de su mano. El diamante relampagueó, recuerdo incómodo, en su dedo. —No lo entendéis, milord. Es mi hermana a quien necesito que introduzcáis en sociedad. No estoy buscando aquí una amistad para mi persona… —Entonces rehúso vuestra petición. Se quedó quieta y callada, con sus largos y finos dedos jugueteando con los oscuros pliegues de su falda. Detrás de ella, los pájaros se congregaron para un último canto coral antes de adormecerse. —¿Solo un beso, decís? —susurró. Un intenso rubor de sangre floreció bajo su palidez.

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