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A La Caza De La Dama – Olivia Kiss

Alastair Miller no era precisamente un hombre que se caracterizase por ser paciente. Al revés. Cuando quería algo, lo quería de inmediato. Si deseaba algún capricho, esperaba tenerlo en cuanto terminaba de pedirlo. Y sus exigencias debían ser oídas, razón por la que todo su personal de servicio se encargaba de complacerlo rápidamente, a menos que su objetivo se escapase de su control, que era lo que acababa de ocurrir. Llovía a cántaros. Alastair no recordaba la última vez que había visto una tormenta tan violenta. Las gotas de lluvia eran gordas y pesadas y llevaban cayendo sin descanso durante horas. Al anochecer, se habían visto obligados a sopesar la idea de parar en una posada, lo que explicaba que estuviese malhumorado pues, según lo que él había planeado, pretendía llegar a su casa de campo esa misma tarde, algo que ya no iba a ser posible. —¡Dichosa lluvia! —farfulló enfadado. —Mi señor, no podemos continuar. —Ya lo sé. —Suspiró—. Para ahí. Alastair le echó un vistazo al cielo que había empezado a oscurecerse y que no daba tregua. Luego, tras ordenarle a su lacayo que se ocupase de su equipaje y que pusiesen los caballos a buen resguardo, entró en la posada. El lugar era viejo y estaba sucio, pero eso no le molestó tanto como la impuntualidad, probablemente porque un hombre como él que había crecido en los bajos fondos de Londres, estaba acostumbrado a ver cosas mucho peores. Por suerte, quedaban varias habitaciones libres aquel día. Se acercó a la taberna que estaba en el lugar y pidió algo para cenar, una sopa de la casa de cebolla que le calentase por dentro. Se la bebió todavía con un humor de perros. No estaba así solo por la lluvia, sino por el destino al que se dirigía: no le gustaba visitar el campo, sobre todo porque era muy aburrido y él ya llevaba unos meses sintiéndose así, apático, como si nada le entusiasmase o le estimulase lo suficiente. Puede que la razón tuviese mucho que ver con que durante años había estado sumido en una vida trepidante. Empezó cuando era apenas un niño. Hijo de un lord y de una prostituta, terminó haciendo su propio camino y prosperando, especialmente cuando, apenas entrada la adolescencia, formó parte de un club de boxeo para deleite de la clase alta de la ciudad. Allí, aprendiendo a defenderse a golpes, se juró a sí mismo que acabaría por ser alguien grande y respetable.


Y lo consiguió. Ahora era uno de los dueños de un club de caballeros. Uno diferente, en el que no solo había apuestas, mujeres y diversión, sino también peleas. Él estaba orgulloso de todo lo que había logrado, pero debía reconocer que tanta novedad año tras año provocaba que, ahora que todo se había estabilizado, se sintiese algo perdido. Es decir, una vez conseguidas todas las metas y probado los numerosos placeres de la vida, ¿qué hacer a continuación? Alastair aún era joven. No hacía mucho que había cumplido los treinta. Pero tenía la sensación de haber conocido a demasiadas mujeres, de haber apostado demasiadas veces y de haber ganado demasiado dinero en poco tiempo. Se terminó el vaso de vino de un trago, con pesar. No conocía a nadie más que se sintiese como él. El resto de sus amigos seguían disfrutando de esa vida que a él tanto le gustaba un año atrás. No es que Alastair hubiese dejado de divertirse con el juego, el sexo y siendo rico, sencillamente ahora aspiraba encontrar algo más, pero ¿el qué? No era algo que pudiese comprar en los nuevos almacenes que habían abierto en el centro de la ciudad, porque ni siquiera sabía de qué se trataba. Y por si su apatía no fuese lo suficiente desesperante, tenía que visitar la única propiedad en el campo que le quedaba esa misma semana, sin falta. Por lo visto, un acaudalado estadounidense quería comprarla. Y él estaba más que dispuesto a venderla. Ahora mismo no sabía por qué cuando había empezado a ganar dinero en el club decidió invertirlo en grandes mansiones alejadas de la ciudad a las que terminó por no ir nunca. Se puso en pie al terminar la cena y decidió subir a su habitación. Por la ventana, vio que el agua seguía cayendo con fuerza. La lumbre estaba encendida y él disfrutó del calor que emanaba mientras contemplaba cómo la lluvia lo cubría todo sin descanso. Había luna llena y los rayos de la tormenta iluminaban los alrededores boscosos de la posada. Se frotó las manos delante de las llamas sin apartar la vista del cristal. Tengo toda la ciudad de Londres a mis pies, pensó. Mujeres, dinero, placer, amigos, riquezas, diversión… Y, a pesar de todo, qué aburrimiento de vida, suspiró largamente. Cualquiera pensaría que estaba loco. Tendría que dar las gracias por la posición que había alcanzado: los hombres lo miraban con respeto a pesar de no formar parte de la nobleza. Y las mujeres lo deseaban allá donde iba.

¿Qué más podía desear? Un rayo iluminó el cielo y, entonces, Alastair vio una pequeña figura caminando bajo la lluvia, dirigiéndose hacia los establos. Se levantó de su silla, pero volvía a estar oscuro. Casi pegó la cara al cristal de la ventana, esperando con impaciencia otro rayo. Demonios, se dijo, seguro que es un maldito ladrón de poca monta. No por eso le hacía más gracia que pudiese agenciarse de algo tuyo. Además, no estaba seguro de que el lacayo hubiese bajado todo su equipaje del carruaje. Llevaba varias maletas porque el viaje no era corto y pasaría unos días en el campo para cerrar todos los asuntos pendientes que tenía allí con la esperanza de vender la propiedad. Cuando el cielo se iluminó otra vez, vio definitivamente entrar al tipo en los establos. Apretó la mandíbula. Cualquier otro hombre de su posición hubiese mandado llamar a recepción o pedir que alguien se encargase de sacarlo de allí. Pero Alastair Miller estaba acostumbrado a hacer las cosas por sí mismo y con sus propias manos. Además, debía reconocer que aquella noche estaba siendo tan aburrida que casi le entusiasmó salir de la posada en mitad de la noche y bajo la lluvia para encargarse de ese ladrón. No tiene ni idea de con quién se ha tropezado, se dijo. El frío le caló los huesos mientras caminaba hacia los establos, pero no le importó. En el fondo, casi agradeció que algo le hiciese salir de su letargo esa noche. El suelo encharcado se oía bajo sus pies conforme caminaba. Al entrar bajo el techo de madera del establo, el sonido de la lluvia se volvió más fuerte. Él ralentizó el paso para que el ladrón no pudiese verlo. Se pegó a la pared y avanzó lentamente hacia la zona de los carruajes. Estaba seguro de que intentaría buscar allí algo de valor. Cuando se acercó, sonrió satisfecho al ver que no se había equivocado, a pesar del enfado que rugía en su interior. Nadie me quita lo que es mío. Nadie. Descubrió que la puerta de su carruaje estaba abierta y del interior provenían ruidos, de modo que, con sigilo, llegó hasta allí y, sin dudarlo, se lanzó contra el ladrón. —¡Ni se te ocurra moverte! —bramó.

Pero el granuja no hizo caso, razón por la que Alastair terminó dándole un golpe al bulto que sujetaba contra el suelo con todo el peso de su cuerpo. Un quejido se escuchó en mitad del silencio. Un quejido que sonó raro, extrañamente agudo. —¿Qué demonios…? —Alastair se apartó un poco, pero entonces el intruso aprovechó el desliz para darle un rodillazo en sus partes bajas—. ¡Maldita sea! Alastair se llevó las manos a su entrepierna y el ladrón huyó del carruaje a toda velocidad. Sin embargo, él no pensaba dejarlo escapar tan fácilmente. Corrió detrás. El intruso era pequeño, muy pequeño. Y extremadamente ágil. Pero no tanto como para escapar de sus garras. Pensaba darle una buena lección. Nadie golpeaba a Alastair Miller. —¡Te tengo! —rugió finalmente. Estaban casi en la puerta de los establos cuando Alastair logró atraparlo y lo retuvo contra la pared. Le dio la vuelta y le quitó la capucha que llevaba puesta sin dejar de sujetarlo del cuello con fuerza, ignorando los frenéticos forcejeos. Podía apretar un poco más con sus propias manos y demostrarle las consecuencias de agenciarse de lo ajeno. Evidentemente no pensaba matarlo. Alastair sabía lo duro que era tener que robar para sobrevivir, pero también era consciente de que a la larga solo podía traer problemas y consecuencias mucho peores que las que él podría infringirle al joven que se retorcía contra la pared. Las cárceles que él había conocido en la ciudad eran tan duras que pocos sobrevivían allí dentro. Un rayo pareció romper el cielo en dos. Entonces Alastair se quedó paralizado al contemplar el rostro angelical del ladrón que estaba tan orgulloso de haber capturado. Porque no era como él había imaginado. Al menos, los ladrones que conocía no tenían labios gruesos, ojos almendrados y largas pestañas. Y lo más importante, no eran mujeres. Antes de que pudiese reaccionar, la joven echó a correr como si escapase de la muerte, saliendo bajo la lluvia.

Alastair tardó unos segundos en ir tras ella y alcanzarla en medio de campo abierto. Si minutos antes pensaba que su vida era aburrida y monótona, ahora estaba bajo una tormenta torrencial capturando a una mujer misteriosa. —Estate quieta. No voy a hacerte daño. —Es demasiado tarde para eso. —No te muevas. —¡Suéltame! Ignoró los gritos de la joven y las sacudidas que daba en sus brazos. Se dirigió hacia la posada cargándola a la fuerza. Pensó que, si alguien estaba mirando por la ventana como él había hecho rato atrás, apenas podría dar crédito a lo que veían sus ojos. Decidió entrar por la puerta trasera para llamar menos la atención. Le tapó la boca con una mano y pegó su cara a la de ella. Para su sorpresa, a pesar de que estaba sucia y desarreglada, olía bien. —Te prometo que saldrás ilesa de esta si haces lo que te digo. Pero si montas un numerito, te denunciaré por entrar en mi carruaje, ¿entendido? Para su sorpresa, ella asintió con la cabeza. —Bien, ahora sube las escaleras. Te sigo. Ascendió tras la joven, que vestía una capa oscura y larga que le cubría hasta los pies y estaba calada de arriba abajo, dejando un reguero de agua por las escaleras. Él también estaba empapado, pero la adrenalina de todo lo ocurrido había sido tal que apenas era consciente de ello. Por primera vez en mucho tiempo su noche no había sido predecible. Una vez llegaron a su habitación, abrió y entraron. Ella se mantuvo en silencio al lado de la puerta y, por fin, Alastair pudo echarle un vistazo bajo la luz. Era tan bella como había pensado al verla gracias a aquel rayo. Sus rasgos eran delicados, femeninos, incluso aunque llevase el cabello enmarañado y mojado. Tenía una mirada salvaje y tan desafiante como su pequeña nariz. Ella lo miró atentamente y tragó saliva.

—¿Quién eres? —preguntó Alastair. —No te incumbe. —Te recuerdo que estabas en mi carruaje… —Solo buscaba un lugar donde dormir. —¿Cómo te llamas? —insistió. —Diane. Diane Lanchester. —No me suena. —No soy nadie. Alastair sonrió ante su comentario. Todo el mundo era alguien. Le pareció que Diane se esforzaba concienzudamente para no llamar la atención cuando, en su opinión, era difícil pasar desapercibida con un rostro tan llamativo y lleno de luz. —¿Sabes quién soy yo? —preguntó él. —¿Algún noble pretencioso? Sonrió ante su réplica mordaz. Le gustó. —No. Me llamo Alastair Miller. —Bien por ti —siguió con ironía. —Y no me gusta que me roben. —Ya te he dicho que no pensaba… —Ven, acércate a las llamas y quítate esa capa. Pediré abajo algo para que puedas cambiarte. Ni se te ocurra moverte de aquí, ¿me has entendido? Diane asintió, sorprendida por su amabilidad y el giro de los acontecimientos. Dando pasitos cortos, casi temerosa, se acercó hasta las llamas y extendió las manos en busca de calor. Alastair apartó la vista de ella y salió de la habitación invadido por una energía vibrante y contagiosa. Pensó que hacía mucho que no se sentía de esa manera. 2 Diane tenía que pensar algo.

Y rápido. Ya. ¿Cómo conseguiría salir de aquel embrollo? Lo bueno de su situación, se dijo mientras se calentaba las manos delante del fuego, era que las cosas no podrían ir peor de ninguna de las maneras. O eso se repetía para animarse a sí misma en tal delicada tesitura. Lo que hasta hace unos días era una vida apacible y tranquila, la suya, se había convertido en un desastre de tal magnitud que Diane no tenía ni idea de cómo solucionar todos los frentes que se le presentaban. Lo más importante, evidentemente, era la razón que le había llevado a encontrarse bajo la lluvia buscando cobijo, lejos de casa, escondida bajo una pesada capa ahora empapada. Sin embargo, no contaba con ese otro problema. Alastair Miller. Todo el mundo lo conocía. Cualquiera que viviese en Londres o pasase de vez en cuando por la ciudad sabía quién era él a pesar de que no se tratase de ningún noble o persona destacada en la sociedad. Pese a ello, era poderoso. Conocido por fundar junto a otros dos socios un club e invertir en otros negocios con el dinero que había amasado en aquel lugar lleno de pecado. Además, aunque hasta ese instante Diane solo lo había visto en un par de ocasiones desde lejos, había llegado a sus oídos su fama. Y su atractivo. Oh, eso no podía negarse. Era terriblemente atractivo. Pero no de una manera clásica, como Cedric Gallarden. En absoluto. Este hombre era mucho más oscuro, de mirada tosca y severa, con unas manos grandes que la habían atrapado por mucho que ella se hubiese esforzado en escapar, y un cuerpo firme y duro contra el que se había sentido acorralada. Precisamente debido a su aspecto rudo, lo último que Diane había imaginado era que ese hombre terminaría preocupándose por si cogía un resfriado. Pese a su relativa amabilidad, volvió a encogerse cuando él regresó a la habitación con algunas prendas de ropa en las manos. ¿Qué iba a hacer? Estaba acorralada. Sabía que, si le decía la verdad, se desharía de ella rápidamente. Nadie quería problemas. Y acogerla los traería a raudales.

Así que tendría que seguir fingiendo que era Diane Lanchester. No le quedaba otra opción. Ahora solo debía conseguir que él se apiadase un poco de su situación. Alastair le dio las ropas con un gruñido. —Cámbiate. —¿Aquí? —Detrás del biombo. A fin de cuentas… Él alzó una ceja y ella se dio cuenta de que ya había dado por hecho de qué forma se ganaba la vida. Bien. Que pensase que era una chica de compañía le alejaba de su identidad real. Diane levantó la cabeza con orgullo y lo miró desafiante, aunque por dentro temblaba. —Tú no eres mi cliente —replicó con tal soltura que hasta a ella le sorprendió ser capaz de contestar así. Si la señorita Flecher de la academia de mujeres a la que había asistido hasta entonces la viese representar tal obra de teatro, seguro que se caería de espaldas. Alastair la estudió despacio unos segundos en silencio. —Ya hablaremos sobre eso más adelante. Ahora, ve. Diane tragó saliva cuando entendió que él pensaba que sí podía serlo. Se movió y fue tras el biombo. Mientras intentaba torpemente quitarse la pesada ropa, procuró idear un plan para salir de aquello, pero era consciente de que se estaba metiendo en la boca del lobo, una cueva de la que cada vez sería más difícil salir. Las mentiras son así: se enredan con facilidad y llega un punto en el que es imposible volver a la casilla de inicio. Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino seguir adelante? Si confesaba la verdad, sabía que Alastair Miller no dudaría ni un segundo en llevarla de regreso a Londres. Es más, eso supondría un buen punto de popularidad para él. Nerviosa, siguió peleándose con las cintas de su incómoda ropa interior. Para ser justos, Diane estaba demasiado acostumbrada a que su doncella la ayudase a arreglarse cada mañana, razón por la que no tenía demasiada maña para ello. —¿Qué estás haciendo ahí atrás? —Se quejó él. —A una señorita no se le mete prisa… —Ahogó la voz al darse cuenta de que, probablemente, él ni siquiera la consideraría una señorita, menos mal que no se le ocurrió llamarse a sí misma dama.

Chasqueó la lengua—. Ya casi estoy. Cuando consiguió ponerse las ropas informales y sueltas que él le había dado, salió tras el biombo. Se sentía terriblemente expuesta sin llevar un apretado corsé, tan solo una camisola y unas enaguas que le quedaban grandes. Diane estaba acostumbrada a verse atrapada entre un montón de telas que ahora habían desaparecido. Pensó que, teniendo en cuenta su cambio de vida, iba a tener que empezar a acostumbrarse. Ese era el plan. Terminar en algún pueblo pequeño de las afueras donde nadie pudiese reconocerla, especialmente cuando pasase algún tiempo. Una vez allí, ya vería cómo ganarse la vida. Si era necesario estaba dispuesta a trabajar a cambio de conseguir un techo y un plato de algo caliente que llevarse a la boca. Pero eso eran planes futuros. Ahora tenía otro problema entre manos. Uno llamado Alastair Miller. Él la miró con gesto analítico, como si ella fuese una especie de bolsa de trigo y estuviese evaluando si era de buena calidad o mejorable. Le dieron ganas de cubrirse con los brazos, sintiéndose vulnerable, pero supo que debía mantener la entereza. —¿Cómo has llegado hasta aquí? —¿Acaso importa? —respondió con soltura. —Me intriga descubrir qué motivos pueden llevar a una mujer como tú a terminar en plena noche, en medio de la nada, buscando refugio desesperadamente. Alastair rondó a su alrededor como un leopardo. Justo a ese animal le recordaba. Tenía un aire oscuro, con sus ojos acerados entrecerrados, la mirada altiva y el porte distinguido de alguien que ni siquiera poseía título alguno, como si a pesar de ello se creyese con derecho a estar por encima del resto. En esos momentos, Diane comprendió de dónde venía su fama de conquistador y por qué estaba considerado como un hombre peligroso. Con la boca seca, contestó lo primero que se le ocurrió. —Tuve… tuve que huir de… de un cliente —soltó. Por todos los dioses, ¿en qué lío se estaba metiendo ella sola? Casi podía sentir el ovillo de lana en su mano que iba volviéndose más pesado conforme se enredaban más mentiras—. Una situación incómoda.

Él la miró con astucia y con una intensidad abrasadora. —¿Qué tipo de situación? —Una señorita no debería… —Habla —la cortó secamente. —Me molestaban sus formas y decidí marcharme —explicó con soltura sin entrar en más detalles por miedo a meter la pata—. Desafortunadamente, la tormenta me pilló a medio camino y no tenía dinero para pagarme una habitación. —Ya veo… —Él pasó por su lado.

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