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A La Caza De Houdini – Kerri Maniscalco

La tarde del día de Año Nuevo a bordo del Etruria comenzó como un cuento de hadas, lo que fue el primer indicio de que una pesadilla acechaba en el horizonte, esperando, como lo hace la mayoría de los villanos, el momento oportuno para atacar. Mientras nuestro transatlántico se preparaba para abandonar el puerto, ignoré las punzadas de inquietud en favor del exuberante mundo fantástico que se desplegaba delante de nosotros. Era el comienzo de un nuevo año, de un capítulo nuevo, de una oportunidad maravillosa para dejar atrás los hechos oscuros del pasado y mirar hacia adelante; hacia el futuro prometedor. Un futuro que pronto daría lugar a una boda… y a una noche de bodas. Respiré hondo para tranquilizarme y le eché un vistazo al escenario situado en el centro del imponente salón comedor. Unas diminutas gemas brillantes titilaban sobre el pesado telón de terciopelo —de un azul tinta tan oscuro que parecía negro— cada vez que la luz se posaba sobre ellas. Unos acróbatas aéreos ataviados con mallas incrustadas con diamantes hacían piruetas sobre cuerdas plateadas, bonitas arañas que tejían telas en las que yo estaba atrapada sin remedio. Unas mesas redondas poblaban el suelo como constelaciones bien situadas, y sus manteles color blanco lunar estaban salpicados de flores púrpuras, amarillentas y azules. Entre muchas comodidades modernas, el Etruria presumía de tener un invernadero, y los aromas a jazmín, lavanda y otras notas de medianoche flotaban a nuestro alrededor, atrayentes pero peligrosos, no muy diferentes de los acróbatas enmascarados que se elevaban por encima de nuestras cabezas. Se balanceaban sin esfuerzo desde un trapecio al próximo, soltándose sin miedo a caer mientras atravesaban el aire y se aferraban con facilidad a la siguiente barra. —Las colas largas de sus trajes los hacen parecer estrellas fugaces, ¿verdad? Algún día me encantaría encargar un vestido adornado con tantas gemas. —La señorita Prescott, la hija del primer magistrado, que se encontraba al otro lado de la mesa, suspiró profundamente. Con su pelo de color caramelo y sus astutos ojos de color marrón, ella me recordaba a mi prima Liza. Apoyó su copa de champán, se me acercó y bajó la voz hasta formar un susurro cómplice—. ¿Conoce la leyenda de Mephistopheles, señorita Wadsworth? Una vez más, aparté la vista de la escena hipnótica que se desplegaba en lo alto y sacudí la cabeza. —No lo creo. ¿El espectáculo de hoy se basa en esa leyenda? —Creo que es el momento de contar una historia. —Norwood, el orgulloso capitán del Etruria, se aclaró la garganta y atrajo la atención de nuestra mesa, en la que se encontraban los Prescott; Tío Jonathan; mi carabina, la señora Harvey; y el endemoniadamente encantador señor Thomas Cresswell, el joven que había ganado mi corazón con tanta destreza como cualquier jugador tramposo que gana mano tras mano en el juego de su elección. En compañía de mi tío, Thomas y yo habíamos pasado dos días extenuantes viajando desde Bucarest hasta Liverpool para abordar allí el Etruria antes de que partiera con rumbo a Nueva York. Habíamos descubierto formas creativas de besarnos en secreto durante nuestro viaje, y cada encuentro furtivo destellaba en mi mente sin que yo pudiera evitarlo; mis manos en su oscuro pelo de color marrón, sus besos encendiendo llamas sobre mi piel, nuestros… La señorita Prescott me propinó un golpecito gentil por debajo de la mesa, lo que me hizo volver a la conversación. —… si, por supuesto, creemos en las leyendas. Mephistopheles, llamado así por un personaje del folclore alemán, es un demonio que trabaja para el diablo —explicó el capitán Norwood—. Se lo conoce por robar las almas de aquellos que ya están corruptos, es mágico y tramposo, y también un gran artista del espectáculo. Miren estas cartas de tarot que ha creado para las mesas. Cada carta representa a uno de sus artistas.


—Sostuvo en alto un bonito mazo de cartas pintadas a mano—. Les garantizo que disfrutarán de una semana de magia y misterio sin precedentes — continuó—. Cada noche les ofrecerá un espectáculo carnavalesco nuevo, nunca antes visto. Este barco será objeto de leyendas, recuerden mis palabras. Muy pronto cada transatlántico presentará espectáculos similares. Será el comienzo de una nueva era para los viajes. Enarqué una ceja ante su tono casi reverente. —¿Está usted sugiriendo que ha contratado a un demonio para entretenernos y que con seguridad esa práctica se volverá muy popular, capitán? Thomas se atragantó con su agua y la señorita Prescott me dedicó una sonrisa pícara. —¿Hay una iglesia o capilla en el barco? —preguntó, los ojos bien abiertos, repletos de inocencia—. ¿Qué haremos si nos engañan para robarnos el alma, señor? El capitán levantó un hombro, disfrutando del aura de misterio. —Ambas tendrán que esperar y ver qué sucede. No falta mucho ahora. —Volvió a dirigirse a los adultos cuando la señorita Prescott se puso de pie de un salto, lo cual me sobresaltó, y se ganó una mirada de desaprobación por parte de su padre. —¿Una pista más, por favor? Quizás fuera el diablo que había en mí, pero no pude evitar agregar: —Odiaría estar tan sobrepasada por la histeria como para abandonar el barco. No nos encontramos muy lejos del puerto, ¿verdad? Quizás debería nadar… La señorita Prescott parpadeó lentamente con admiración. Es verdad, capitán. De hecho, ¡siento una leve sensación de desvanecimiento en este mismo instante! ¿Cree usted que se debe a Mephistopheles? —preguntó, con la voz cada vez más aguda —. ¿Acaso su magia funciona en la distancia? Me pregunto a cuántos de nosotros puede afectar al mismo tiempo. La observé con detenimiento y me incliné hacia ella como si fuera a examinarla con ojo médico. —La verdad es que está un poco pálida, señorita Prescott. ¿Siente el alma unida al cuerpo? Thomas soltó un resoplido, pero no se atrevió a interrumpir este nuevo espectáculo que le estábamos ofreciendo. Ataviada con mi vestido de noche de seda azul oscuro, mis guantes del color de la medianoche que se extendían por encima de mis codos y las joyas centellantes que rodeaban mi cuello, me sentía casi tan deslumbrante como los acróbatas que volaban sobre nosotros. La señorita Prescott colocó sus manos enguantadas alrededor de su garganta y agrandó los ojos. —¿Saben? La verdad es que me siento rara. Incluso más ligera.

—Se balanceó sobre los pies y apoyó las manos sobre el pecho—. ¿Deberíamos pedir unas sales aromáticas, capitán? —No creo que sea necesario —respondió, respirando hondo, sin duda arrepentido de habernos sentado juntas—. Les aseguro que este Mephistopheles es inofensivo. Es solo un hombre que simula ser un villano legendario, nada más que eso. —Juraría que mi alma se está debilitando. ¿Se da cuenta de ello? ¿Estoy más… transparente? — Sus ojos se abrieron casi como platos mientras se desplomaba en su silla y echaba un vistazo a su alrededor—. Me pregunto si hay a bordo algún fotógrafo de espíritus. He escuchado que pueden captar esa clase de cosas. Mi vestimenta no se está volviendo indecente, ¿verdad? —Todavía no. —Me mordí el labio e intenté ocultar la risa de mi voz y la sonrisa de mi cara, en especial dado que la señora Prescott parecía a punto de estallar de furia ante la actuación de su hija—. Deberíamos poder pesarla para comprobar si hay alguna diferencia. Tío interrumpió su conversación con Thomas, sacudió un poco la cabeza, pero antes de que pudiera hacer algún comentario, un miembro de la tripulación se acercó con prisa y le entregó un telegrama. Él lo leyó mientras se retorcía los extremos de su bigote claro, luego lo dobló y me dedicó una mirada inescrutable. —Si me disculpan… —Tío se puso de pie—. Debo ocuparme de esto de inmediato. Los ojos de la señorita Prescott se iluminaron. —Su tío debe tener que atender algún asunto forense secreto. He leído algunos artículos en los periódicos sobre su participación en la investigación de los asesinatos del Destripador. ¿Es verdad que usted y el señor Cresswell impidieron que un vampiro en Rumania asesinara al rey y a la reina? —Yo… ¿qué? —Sacudí la cabeza—. ¿Acaso Thomas y yo hemos aparecido en los periódicos? —Así es. —La señorita Prescott bebió un sorbo de su champán y su mirada siguió a Tío mientras él salía de la estancia—. Casi todos en Londres han estado susurrando sobre usted y su apuesto señor Cresswell. No podía creer el espectáculo en el que se estaba convirtiendo mi vida. —Discúlpeme. Debo tomar un poco de… aire.

Me levanté a medias, dudando de si debía seguir a Tío, cuando la señora Harvey me dio unas palmaditas en la mano. —Estoy segura de que todo está bien, querida. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el escenario —. Está a punto de comenzar. Unos círculos de humo se desenroscaron alrededor del telón de color tinta, y el intenso aroma provocó algunos ataques de tos en el salón. Me ardió la nariz, pero fue una molestia menor en comparación con la rapidez con la que ahora latía mi pulso. No estaba segura de si se debía a la salida rápida de mi Tío, a la información de que a Thomas y a mí nos reconocían por nuestras habilidades forenses o a la anticipación del espectáculo de esta noche. Quizás era una combinación de las tres cosas. —Damas. Caballeros. —Una grave voz masculina resonó desde todos los ángulos al mismo tiempo y obligó a los pasajeros a revolverse en sus asientos. Estiré el cuello para echar un vistazo a mi alrededor y busqué al hombre detrás de esa voz incorpórea. Debía haber diseñado algún mecanismo para proyectarla por todo el salón—. Bienvenidos al espectáculo. Una vibración atravesó la estancia cuando esas pocas palabras hicieron eco. En el silencio que sobrevino, unos platillos resonaron bajo y luego fueron in crescendo hasta alcanzar su punto máximo cuando los camareros levantaron las campanas de plata que cubrían nuestros platos y así revelaron una comida digna de la realeza. Nadie pareció notar los filetes cubiertos de salsa de hongos o las patatas fritas que estaban dispuestas en una gran pila; ya no estábamos hambrientos de comida, sino de escuchar una vez más esa voz misteriosa. Miré a Thomas y sonreí. Él se movió en su asiento como si estuviera sobre brasas calientes dispuestas al azar y tuviera que moverse o quedarse inmóvil y quemarse. —¿Nervioso? —susurré mientras los acróbatas aéreos descendían con gracia, uno por uno. —¿Por un espectáculo que se jacta de causar arritmias, de acuerdo con esto? —Agitó el programa a rayas blanco y negro que estaba sosteniendo—. Para nada. No puedo esperar a que me estalle el corazón. La verdad es que anima lo que de otra manera sería una noche monótona de domingo, Wadsworth. Antes de que pudiera responder, un tambor resonó y un hombre enmascarado surgió del interior de una nube de humo en el centro del escenario.

Llevaba una levita del color de una vena abierta, una camisa almidonada y unos pantalones negro azabache. Su sombrero de copa estaba bordeado en plata y adornado con unas cintas de color escarlata, y un lustroso antifaz afiligranado le cubría la parte superior de la cara desde la nariz. Su boca se curvó con un deleite perverso cuando las miradas del salón se posaron sobre él y todos quedaron boquiabiertos. Los hombres se sobresaltaron en sus asientos; los abanicos de las mujeres se abrieron de pronto, el sonido similar al de cien aves levantando vuelo. Era inquietante presenciar cómo se materializaba un hombre, intacto a pesar de la tempestad que se estaba desatando a su alrededor. Los rumores de que él era el heredero del diablo llegaron a mis oídos. O bien el mismo Satán, en las palabras del padre de la señorita Prescott. Casi puse los ojos en blanco. Habría esperado que tuviera un mejor criterio como primer magistrado. Este era, claramente, el maestro de ceremonias. —Permítanme presentarme. —El hombre enmascarado hizo una reverencia, y la picardía destelló en su mirada mientras se incorporaba lentamente—. Yo soy Mephistopheles, el guía que los conducirá a través de lo extraño y lo magnífico. Cada noche la rueda de la fortuna designará a un artista para ustedes. Sin embargo, podrán contratarlos después del espectáculo principal y disfrutar de cualquiera de nuestros números. Desde lanzafuegos hasta domadores de leones, adivinos, lanzadores de cuchillos; sus deseos son órdenes. Sin embargo, les advierto, tengan cuidado con los pactos de medianoche, no es aconsejable que jueguen con sus destinos. Los pasajeros se revolvieron, inquietos, probablemente preguntándose qué clase de pactos podrían concretarse, lo bajo que podrían caer en la búsqueda de placeres tan alejados de los puertos vigilantes de la sociedad. —Quizás nuestros trucos parezcan deliciosos, pero les prometo que no son dulces —susurró—. ¿Tienen la valentía suficiente para sobrevivir? Tal vez ustedes sean los próximos en perder el corazón y la cabeza en mi espectáculo circense de medianoche. Solo ustedes pueden decidir. Mephistopheles se paseó de lado a lado por el escenario, un animal enjaulado que esperaba la oportunidad de atacar. Mi corazón latió de manera salvaje. Tuve la clara sensación de que todos éramos presas ataviadas con nuestras mejores prendas y que, si no teníamos cuidado, seríamos devorados por este misterioso espectáculo. —Esta noche es la primera de una serie de siete en la que ustedes quedarán maravillados.

—El maestro de ceremonias levantó los brazos y una decena de palomas blancas levantaron vuelo desde sus mangas hasta las vigas del techo. Se escucharon algunas exclamaciones de asombro, lideradas por las de la señora Harvey y la señorita Prescott. »Y horrorizados —continuó, un leve graznido ahora presente en su voz. De un instante al otro, su corbata ya no estaba hecha de tela, sino que era una serpiente que se retorcía y le rodeaba el cuello. Mephistopheles se agarró la garganta, su cara de color bronce se volvió de un púrpura oscuro debajo de su antifaz afiligranado. Mi propia respiración se entrecortó cuando él se inclinó y tosió, jadeando en busca de aire. Yo casi me puse de pie, convencida de que estábamos presenciando la muerte del hombre, pero en cambio me obligué a respirar. A pensar. A recopilar hechos como la futura científica que era. Este era solo un espectáculo. Nada más. Con seguridad nadie moriría. Mi respiración regresó en jadeos breves que no se debían al corsé de mi elegante vestido. Esto era verdaderamente emocionante y horrible. Lo odié tanto como lo adoré. Y lo adoré más de lo que deseaba admitir. —Cielo santo —murmuró la señorita Prescott cuando Mephistopheles se desplomó sobre sus rodillas, respirando con dificultad, los ojos en blanco casi por completo. Yo contuve mi propia respiración, incapaz de aflojar la tensión de mi espalda. Esto tenía que ser una ilusión—. ¡Que alguien lo ayude! —gritó la señorita Prescott—. ¡Se está muriendo! —Siéntate, Olivia —susurró la señora Prescott con dureza—. No solo te estás avergonzando a ti misma, sino también a mí y a tu padre. Antes de que alguien pudiera ayudar al maestro de ceremonias, él se liberó de la serpiente y tomó aire como si hubiera estado sumergido en el agua del océano por el que navegábamos. Me desplomé hacia atrás, y Thomas soltó una risita, pero yo no conseguí desviar la mirada del hombre enmascarado del escenario. Mephistopheles se incorporó con dificultad, se tambaleó un poco y luego levantó lentamente la serpiente por encima de su cabeza, y la luz de los candelabros se reflejó en su antifaz y volvió la mitad de su cara en un naranja rojizo furioso.

Quizás estaba enfadado, nos había probado y no había quedado conforme. Qué monstruos bien vestidos debimos haber parecido al continuar con nuestra cena elegante mientras él luchaba por su vida, todo por nada más que nuestra mera diversión. El maestro de ceremonias giró en un círculo, una, dos veces, y la bestia serpenteante desapareció. Me incliné hacia adelante y parpadeé mientras el maestro de ceremonias volvía a saludar a la audiencia con una reverencia orgullosa, las manos ya no ocupadas con la serpiente. Estalló un rugido de aplausos. —¿Cómo lo ha hecho, en el nombre de Dios? —murmuré. No había ninguna caja o lugar donde él hubiera podido esconder la serpiente. Esperaba que el animal no se abriera camino hasta nuestra mesa; con seguridad, Thomas se desmayaría. —Quizás hasta se… —gritó Mephistopheles mientras daba volteretas por el escenario y su sombrero de copa permanecía en su lugar sin que él lo tocara—… enamoren. Mephistopheles se levantó el sombrero, que cayó por su brazo como si fuera un acróbata dando volteretas en un trapecio. Como cualquier otro hombre del espectáculo, lo extendió hacia nosotros para que viéramos que era un sombrero normal y corriente, y también un poco ordinario. Una vez que hubo completado un circuito completo alrededor del escenario, lo hizo volar por el aire y luego lo volvió a sujetar con un movimiento rápido de la muñeca. Yo observé con los ojos bien abiertos mientras él metía su brazo en el sombrero hasta la altura del codo y extraía una decena de rosas de color azul tinta. Su sombrero había parecido completamente común. Estaba casi segura de ello. —Les advierto una vez más, no se encariñen demasiado. —La voz de Mephistopheles resonó con tanta fuerza que sentí su eco en mi propio pecho—. Si bien nos jactamos de ofrecer actos que desafían la muerte, nadie escapa de sus garras para siempre. ¿Acaso esta noche será el fin para alguien? ¿Perderán sus corazones? O quizás… —Sonrió por encima de su hombro hacia la audiencia—. La cabeza. Un haz de luz iluminó a una muñeca arlequín pintada de manera tosca que no habíamos visto un instante atrás. Con un solo giro grácil, el maestro de ceremonias arrojó una daga a través del escenario. La daga giró sobre sí misma una y otra vez y se hundió en el cuello de la muñeca con un ruido seco que dejó al público en silencio. Durante un instante tenso, nada sucedió. Todo se encontraba condenadamente quieto.

Nos quedamos sentados allí, conteniendo la respiración, esperando. El cuerpo de la muñeca se mantuvo tercamente clavado contra la tabla en la que había estado apoyada. Transcurrió otro instante y Mephistopheles chasqueó la lengua. —Bueno. Eso no funcionará. —Golpeó el suelo con los pies—. Todos… ¡hagan lo que yo hago! Pum. Pum. Pum. Los pasajeros obedecieron, lento al principio, y luego hicieron que el salón comedor se sacudiera con una vibración frenética. La porcelana repiqueteó, los cubiertos de plata se deslizaron por las mesas, las copas derramaron merlot sobre los manteles caros, y ahora nuestras mesas se parecían más a escenas del crimen que a un elegante despliegue. Decidí abandonar mi típica reticencia y yo también golpeé el suelo con los pies. Thomas, con una expresión divertida en la cara, me imitó.

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