debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


A Dos Tallas De Ti – Lory Squire

Me llamo Monica McCarthy, tengo veintiocho años y llevo toda mi vida intentando perder peso. Bueno, en realidad toda mi vida, no. Cuando era pequeña nunca tenía hambre —os puedo asegurar que ni recuerdo lo que es eso, no tener hambre—, y mi madre me obligaba a comer a base de jarabes que me dejaban adormilada para luego despertarme con un hambre canina. Así me hacía engordar, como a los cochinillos. El caso es que cuando alcancé la adolescencia y comencé a hacer menos ejercicio físico, pues empecé a hincharme. No es que estuviera demasiado gordita, pero sí podría decirse que entrada en carnes. Y lo malo es que no me di cuenta, porque yo siempre había sido delgada. No me percataba de mi sobrepeso y, a decir verdad, tampoco es que fuera un sobrepeso en sí, solo unos kilillos de más. Que fueron aumentando conforme seguía cumpliendo años. Fue en torno a los veinte cuando me di cuenta de que me sobraba peso, y me puse por primera vez a dieta. La primera vez fue fácil perderlos. Me quedé delgadita como un palo, pero claro, de eso una nunca se da cuenta, una vez que empiezas con el ansia de perder peso ya nunca más vuelves a verte delgada. Debo admitir que, además, siempre he sido la bufona de mi grupo. Quiero decir, de mi grupo de amigos del instituto, luego de la universidad y, ahora, de las nuevas amistades del trabajo. Vivo en Brooklyn y soy profesora: doy clases de francés y alemán en un instituto de secundaria a un montón de chavales con las hormonas revolucionadas. ¡Qué delicia! Y bueno, sí, siempre he sido una empollona. ¡Pero eso no quiere decir nada! Sigo siendo divertida, un poco chiflada y bastante optimista. Disfruto de mi trabajo. Me gusta enseñarles a los críos, ellos se lo pasan bien con mi forma de impartir las clases y yo me lo paso bien con ellos, y no me tiembla la mano si tengo que catearles alguna vez. Tampoco vayáis a creer que soy una blandengue. Bueno, un poquito sí, pero no en el trabajo. En el trabajo soy guay, pero dura si me tocan las narices. Ahora, fuera de él ya es otro asunto. Vivo en un piso compartido con otra persona: vivir en Nueva York es caro, incluso aunque sea en Brooklyn, y el alquiler de la mayoría de los apartamentos cuestan un ojo de la cara. Natasha y yo compartimos un piso de unos cincuenta metros que solo tiene el salón-cocina, un baño y dos dormitorios, pero a nosotras nos basta porque yo no tengo demasiadas cosas y ella, en fin, no ocupa mucho sitio.


Natasha es una modelo ucraniana de ojos rasgados y delgada como un palo. Ella dice que come todo lo que quiere, o mejor dicho, dice: —¡Como todo lo que quierrro! Porque como es ucraniana, siempre tiene que gritar al hablar. Tiene ese acento extraño de la madre Rusia que hace a todos ponerse firmes en cuanto abre la boca. Pero yo creo que no es así, lo que creo es que está siempre frustrada porque no puede meterse entre pecho y espalda un buen plato de patatas grasientas con kétchup y mayonesa, como el que me traigo yo a veces del Burger de la esquina. Cuando entro en casa con comida para llevar, ella se levanta del salón y se encierra en su habitación de un portazo. Se pone música alta y supongo que hace yoga, taichí, o algo que la ayuda a olvidar que me estoy poniendo morada en el salón. Antes de poner la música, justo al iniciar su encierro personal, también la escucho rociar su dormitorio de perfume para que no la contamine el olor a grasa. Ella es muy zen. O eso dice. En fin, así, a rasgos generales, esa es mi vida. Voy de mi apartamento al trabajo, que está a cuatro manzanas, y del trabajo a mi apartamento. Cuando era un poco más joven quedaba más con mis amigas y salíamos a veces a tomar unas copas, pero rozando casi la treintena la mayoría de ellas tienen novio y solo quedamos para tomar un café en la pastelería del barrio donde nací —muy de vez en cuando— y criticar a sus novios. Aunque los critican ellas, porque si yo les doy la razón me miran con cara rara y les defienden como jabatas. Las relaciones son muy complejas. Supongo. Porque yo no he tenido una de verdad en mi vida. De hecho, una cosa que me gusta de mi trabajo es que trato con adolescentes. Creo que yo me perdí esa época, porque no recuerdo casi nada y de lo poco que tengo grabado en la memoria —y eso que no fue hace tanto que ocurrió— es que siempre me enamoraba de chicos que no me hacían ni caso. Pero nada de nada. Cuando me gustaba un chico me volvía tan tímida que perdía mi capacidad para actuar de manera normal, como una persona, así que o bien me quedaba callada para no meter la pata —y por tanto le pasaba totalmente desapercibida— o decía alguna chorrada que me hacía parecer una payasa. Entonces el chico me miraba de reojo y se giraba para hablar con otra persona. Esa era yo, Monica la graciosilla. Así que me gusta ver a mis chicos. Me imagino siendo de nuevo uno de ellos y reviviendo mi juventud, volviendo a hacer las cosas de nuevo. Quizá haciendo un poco más de deporte, comiendo menos chucherías, arreglándome un poquito más todos los días —que no cuesta tanto, pero mi pelo es casi indomable y yo ya casi me he dado por vencida—, y atreviéndome a hablar con los chicos que me gustaban.

Muchas veces me sorprendo a mí misma queriendo clavarle un cuchillo en su raquítico pescuezo a la chica más popular del grupo, o envidiándola por ser tan perfecta. También la envidio por tener un novio tan guapo y popular, porque yo no lo tuve y, en fin, quién no ha colgado alguna vez por el chico inalcanzable. Que levante la mano a quien nunca le haya pasado, y quiero que seáis muy, muy sinceras con vosotras mismas. Entonces recuerdo que soy una adulta y que debo comportarme como tal. Pero no puedo evitar sentir cierta conexión, por mucho que intente esconderlo, con los chicos más retraídos o los menos destacables. Me recuerdan a mí. Me gustaría animarles para que cambiasen de actitud, decirles que esa época, que se supone que debe ser tan bonita, solo les duraría dos días, y que tienen que aprovecharla al máximo. Que se lo pasen bien, porque eso les ayudará a ser felices. Pero soy una profesora, y tengo que mantener el tipo. No puedo ir diciendo a los críos que suelten la melena, mi rol es el contrario. Se supone. Estamos a punto de terminar el trimestre. Las vacaciones de Pascua están a la vuelta de la esquina, y muchas de las niñas ya han empezado a broncearse y a ponerse a dieta para el verano. Cuando las veo correr con sus shorts y sin ningún gramo de celulitis, me pregunto si alguna vez yo fui así. Tengo solo veintiocho años, y parece que tengo bastantes más. Esta tarde, cuando llego a mi apartamento, Natasha me ha dejado una nota encima de la mesa del salón. Dice que está trabajando en una sesión fotográfica, pero que esta mañana vino un mensajero y me dejó un paquete, que guardó en el baño para que no molestara por ahí. O eso es lo que creo entender, porque tiene un lenguaje un poco peculiar que supongo que ya veréis. Voy a abrirlo con el corazón latiendo a mil por hora. Quiero abrirlo y, al mismo tiempo, no quiero hacerlo, porque sé lo que hay dentro. Trato de agarrar la pesada caja, pero pesa como el carajo, y en lugar de levantarla me la tengo que llevar arrastrando hasta el salón. Aún no he empezado y ya estoy sudando. Me aparto el pelo de la cara —tengo unos rizos rojos indomables, cortesía de mi abuelo escocés— y me separo el escote de la camisa de los pechos para que entre algo de aire. En cuanto me despisto, comienzo a sudar y la ropa se me llena de lamparones sin que me dé cuenta, cosa que es bastante vergonzosa cuando estoy con gente, así que me he acostumbrado a despegarme siempre las prendas de ropa de la piel para no traspirar, y siempre, siempre visto ropa amplia. Ahora mismo, mido un metro sesenta y cinco y peso setenta kilos.

Mi sobrepeso no es alarmante, es decir, no me impide moverme ni tengo problemas de salud, pero estoy cansada de tener que ir mirándome siempre la ropa, de arreglarme todas las prendas para que se adecúen a mis caderas y abarquen mi pecho y de taparme los muslos. El mundo nos ha vendido una imagen de mujer tan perfecta, que estar a su altura es algo muy, pero que muy difícil. Y parece que, cuanto más deseo estar delgada, más imposible lo veo y más quiero comer, porque aborrezco sentir que me prohíben las cosas. Ahora, os voy a contar mi gran secreto: estoy obsesionada con un coach que tiene una página en Instagram y un canal de Youtube. Di con él cuando me abrí la cuenta, hará más o menos un año, y me apareció en pantalla como recomendado, porque también era amigo de Natasha. Ella me dijo que entrenaba con él, aunque como habla muy poco, no me explicó nada y yo tampoco le pregunté. No quiero que piense que soy una pringada. En fin, que por lo visto, el coach, como él se hace llamar, pone en forma a personas que quieren vivir de su cuerpo, porque todos sus contactos, y todos los comentarios que siempre veo, son de mujeres y hombres que ya están como un tren. ¿Para qué entrenar y seguir rutinas de alimentación cuando no necesitas mejorar más? No lo entiendo. La verdad es que yo no quería la cuenta de Instagram para nada, no soy muy de usar las redes porque te quitan mucho tiempo y solo se suben tonterías, pero me la abrí porque mi amiga Beth me dijo que había muchos chicos del instituto y que me sorprendería ver cómo habían acabado algunos. Soy cotilla, ¿y qué? Todo el mundo es un poco cotilla, seamos sinceros. Y más si te dicen que la golfa de Suzanna Pembleton —mil y mil veces golfa, aunque solo sea por envidia de que terminara liándose con los tíos más buenos del instituto— ha tenido un hijo y está ahora mucho, mucho más hinchada que tú y ya no es tan guapa como presumía ser cuando era adolescente. Su marido, tampoco. Es cruel, pero te alegras porque una de las que se creían inalcanzables ha aprendido la lección: a todos nos llega algún día ese momento en que cogemos diez kilos. Todos somos iguales, todos estamos en peligro. Nadie es intocable, así que vigila tu barriga, sí, tú, la que se cree monísima y piensa que seguirá siendo así por siempre, porque puede que un día te encuentres con que tienes un centímetro de más, y de ahí a la ruina. Te lo aseguro. Lo que os iba contando: entre perfil y perfil de antiguos compañeros de clase me topé con «EL HOMBRE». «EL HOMBRE» encarna para mí todo lo que tanto admiro y sé que nunca podría tener: un cuerpo de diez. Vaya, un cuerpazo. Está tan bueno, que cada vez que enciendo la pantalla del ordenador no me canso de observarlo, soy incapaz de despegar los ojos de todo, todo, todo lo que él tiene. Todo. Está cachas, pero no es el típico musculado cuya espalda puede cargar con un camión, no, sino que son músculos reales, de verdad, marcados, con su vientre plano, su maravillosa tableta de chocolate, sus brazos fuertes, que al parecer pueden levantar mucho más peso del que aparentan. Está bronceado —normal, si siempre anda por ahí sin camiseta —, y tiene el pelo rubio y un poco ondulado. Lo tiene más largo por delante, así que cuando entrena, en muchas ocasiones la mecha dorada le cubre los ojos y a mí me parece encantador.

Como todo en él.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |