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A 677 Km De Casa – Mark Lowery

Mi hermano pequeño, Charlie, está sentado en el suelo de la tienda de la esquina con las piernas cruzadas; tiene los ojos cerrados y canturrea algo. Hace cosas así muy a menudo. —Levántate —le digo, empujándolo suavemente con mis viejas y andrajosas Reebok—. Tenemos que coger un tren. Charlie se limpia la nariz con la manga. —Dame un minuto, Marty —me contesta—. Estoy cargando el láser del ombligo. También dice cosas así muy a menudo. Mi hermano Charlie no tiene un láser en el ombligo. Lo sé de buena tinta. Y no es que lo haya inspeccionado de arriba abajo. Pero cuando compartes una habitación pequeña con tu hermano durante diez años, te haces una idea bastante aproximada de cómo es todo su cuerpo, te guste o no. Charlie no es un chico como los demás. Es uno entre un millón. De hecho, es uno entre un «charlillón». Un charlillón, por cierto, es un número que él inventó y que es más que infinito. Traté de explicarle que nada puede ser más que infinito. Que infinito significa que no se acaba nunca. Charlie me llamó «cerebro de mosquito». Puede ser muy infantil cuando quiere. En el grupo de poesía de la escuela, el señor Hendrix a veces nos propone un juego como calentamiento: tienes que hablar de algo durante treinta segundos sin parar ni repetirte. Esto es lo que yo dije de Charlie: «Ojo vago, cabeza enorme, ronca como un hipopótamo, enferma a menudo, raro para comer, memoria terrible, siempre se ahoga porque tiene asma, debilucho, impertinente, no puede hacer nada por sí solo ni concentrarse durante más de dos segundos, su cerebro está del revés, no capta el peligro. Sin duda, mi mejor colega en el mundo entero». Tuve que parar aquí. Podrías hablar de Charlie durante un charlillón de segundos si quisieras, y nunca te quedarías sin cosas que decir.


—¿Qué galletas te apetecen? —le pregunto. El señor Farook nos está observando desde detrás del mostrador. Cada vez que echo una ojeada, allí está, inclinado hacia atrás para poder ver a lo largo del pasillo. Le sonrío, pero su cara se mantiene inexpresiva. Estoy empezando a marearme. Charlie empuja sus gafas de culo de botella nariz arriba y me mira con su ojo vago. En el bueno lleva un parche de Peppa Pig para que el vago aprenda a trabajar más. Peppa Pig es uno de los dibujos animados preferidos de Charlie, a pesar de que él es, por lo menos, seis años mayor que la media del público al que van dirigidos. —¿Por qué no podemos coger una de las galletas de tu mochila? Me aferro a la mochila, estrujando las esquinas de la lata de las galletas mega-especialesque-sobraron-por-Navidad que he pillado de casa. Por supuesto Charlie me ha visto cogerlas. Lo ve todo, aunque sus ojos sean una caca. Quizá no tiene un láser en el ombligo; quizá lo que tiene es una cámara con circuito cerrado de televisión. —Son especiales —le digo—. Son para cuando lleguemos. —¿Para cuando lleguemos a dónde? —A donde nos dirigimos. No quiero decirle adónde vamos hasta que estemos en el tren. Solo conseguiría que se excitara. Y la verdad es que un Charlie excitado no es lo que necesito en mi vida a las siete menos cuarto de la mañana de un sábado. Sería como atiborrar de Lacasitos y Fanta de limón a un cachorro, y luego lanzarlo desde lo alto de un trampolín: así se pone Charlie cuando se excita. —¿Hay alguna de esas rosquillas de chocolate en la lata? —me pregunta. —Pues claro —le digo. —¿Y de las gruesas rellenas del paquete dorado? Son mis favoritas. Noventa por ciento chocolate, cinco por ciento galleta. —¿Y el otro cinco por ciento? —le pregunto; sé que siempre tiene una respuesta peculiar. Charlie aspira profundamente.

—Sueños. Ya lo he dicho. El cerebro del revés. Se decide por un paquete de las de corazón de mermelada, una elección excelente, y vamos a pagar. Al sacar la cartera, muestro sin querer el fajo de billetes de veinte libras al señor Farook, lo que resulta un error. Sus cejas grandes y peludas se le disparan hasta la frente. Este tío es como un sabueso cuando se trata de dinero. La policía debería usarlo para olfatear dónde esconden el dinero los gánsteres. —¿Vais a algún lugar especial? —pregunta señalando mi mochila. Estoy intentando pensar qué responder cuando Charlie irrumpe: —A Suiza —responde todo serio—. Voy a renovar el láser de mi ombligo. Antes de que el señor Farook pueda replicar, ya estamos fuera en la calle. —Bien dicho, colega —afirmo dándole un puñetazo a Charlie. Él me deslumbra con su pícara y tuerta sonrisa de un solo ojo, y reanudamos la marcha hacia la estación. El coletazo de la morsa Una cosa que todo el mundo tiene que saber de Charlie: es un milagro. Nació prematuro, unas quince semanas antes de lo esperado. Mamá y papá no me dejaron visitarlo mientras estuvo en el hospital porque yo solo tenía tres años, pero había visto una foto: un minúsculo y escuálido alien rojo dentro de una pecera, con un gorro de lana y unos párpados como bolas de ping-pong. Tubos que le salían de la boca, cables enganchados a su pecho y máquinas que parpadeaban a su alrededor. El dedo de papá sale en la esquina de la foto y es casi tan largo como todo el cuerpo de Charlie. Tuvo que quedarse tres meses en el hospital porque estaba muy enfermo. Una máquina respiraba por él porque sus pulmones no eran más que un par de esponjas húmedas e inútiles. Su corazón seguía escacharrado, así que tuvieron que operarle de urgencias cuatro veces. Y, por si fuera poco, cogió una infección muy grave por uno de los tubos respiratorios. Los médicos llegaron a decirles un par de veces a papá y mamá que entraran para despedirse porque esa podía ser La Noche. Me mareo solo de pensar lo cerca que estuvo de… de eso… Pero, de alguna manera, luchó y luchó, y siguió con vida.

A los médicos les pareció tan increíble que hasta salió en los periódicos. Todavía tenemos los recortes enmarcados en la repisa de la chimenea: «Conocemos a Charlie, el bebé milagro»; «El sanísimo Charlie regresa de la muerte»; «Vivito y coleando». El día en que por fin llegó a casa es uno de mis primeros recuerdos. Puedo ver a papá sosteniéndome en una rodilla con Charlie en su otro brazo. «Te presento a tu hermano pequeño, grandullón», me dijo. Tenía una sombra oscura alrededor de los ojos y la voz agarrada a la garganta. «Vas a tener que cuidar de él.» Así que supongo que siempre lo he hecho: cogiéndolo de la mano para cruzar la calle; cortándole la comida y atándole los cordones porque es muy torpe; asegurándome de que lo tiene todo en su mochila cada mañana porque siempre se le olvidan cosas; sacándole a bocados las magulladuras de las manzanas porque les tiene una manía especial; enseñándole a lanzar y a atrapar la pelota aunque sea un desastre en esto; sentándome a su lado en la sala de espera del hospital durante los millones de visitas y chequeos. Hace unos años, mamá me dijo que yo era el mejor hermano del mundo. Fue guay por su parte que me lo dijera, pero yo no lo veo así. Charlie es la monda, pero a veces puede ser como un gatito perdido que va desorientado por la vida, inconsciente de lo que pasa a su alrededor. No es que yo sea una buena persona ni nada de eso. Es que tengo que ayudarlo. Además, a Charlie no siempre le gusta que le ayude. Quiere hacer las cosas a su manera. Mamá dice que es un espíritu libre, pero yo más bien diría que es un chiflado. En el mejor sentido de la palabra, claro. Incluso cuando era un bebé ya era así. Le costó años aprender a andar, pero nunca dejó que nada lo detuviese. Solía gatear de una manera extraña y dispareja (papá lo llamó «el coletazo de la morsa») pero sorprendentemente rápida. Una vez, cuando le faltaba poco para cumplir dos años, mamá lo dejó en la cuna de viaje (también conocida como «la jaula» porque era la única manera de que se estuviera quieto) y subió al piso de arriba a hacer algo. Cuando regresó, diez minutos más tarde, había desaparecido. La puerta de la calle estaba abierta. Ella pensó que lo habían raptado y salió corriendo, presa del pánico. Y allí estaba (la morsa) cruzando la calle a coletazos, los coches frenando a fondo y saliéndose de la calzada.

Cuando ya hubo pasado todo, mamá trató de reconstruir lo que había ocurrido y llegó a la conclusión de que Charlie debía de estar aburrido y había mordido la costura de la malla de plástico de la cuna de viaje. Entonces, tiró de la malla para hacer un agujero por donde escapar, atravesó el salón a gatas, abrió la puerta de la entrada de alguna manera y se abalanzó hacia la calle. Luego llegó el día en que cumplió cuatro años, y decidió que no le gustaban sus cejas. Dijo que lo ponían histérico. Así que, como no se podría esperar menos de Charlie, se las afeitó con la maquinilla de papá. Había sangre por todas partes. Parecía como si hubiera sido atacado por un pelador de patatas. Y qué decir de cuando hizo de posadero en la función de Navidad de la escuela. Todavía miramos el DVD cada Navidad. Solo tenía que recordar una frase: «Lo sentimos. No nos quedan habitaciones en el hostal». Pero estamos hablando de Charlie. Después de decirles a María y a José que podían quedarse en la suite nupcial (a saber de dónde sacó eso), y que la mula podía tener su propia habitación, sacó al niño Jesús de debajo del vestido de María, lo levantó agarrándolo por los tobillos y gritó: «¡He aquí! ¡El Rey de los jodíos!». En el DVD casi se puede oír a la profesora golpeándose la frente y diciendo: «¡Es Rey de los “judíos”!» ¡Y vuelve a meterlo!, ¡te estás avanzando un día!». Chicos invisibles Después de abandonar la tienda del señor Farook, andamos deprisa por la avenida Plunington hacia la estación. Es escandalosamente temprano, así que el aire (estamos a finales de septiembre) es fresco, y no hay mucha gente por los alrededores: algunos tenderos y propietarios de las cafeterías que levantan las persianas y sacan fuera los letreros; un par de estudiantes que regresan a casa después de haber estado de fiesta. Trato de no mirar a ninguno de ellos. Temo que alguien nos pare y nos pregunte qué hacemos fuera de casa a estas horas, o si nuestros padres saben que estamos allí, o que llamen a la policía. Aunque no parece que nadie se haya fijado en nosotros. Somos invisibles. Esto es bueno. Tenemos que llegar a la estación y meternos en un tren sin que mamá ni papá se den cuenta de que nos hemos ido. Si descubren lo que he hecho van a enloquecer. Son muy protectores con Charlie, es increíble. Ni siquiera lo dejan salir con su patinete sin un guardia de seguridad armado y un set entero de inyecciones.

A medida que andamos, me relajo un poco. Cada paso nos acerca más a estar a salvo. En cuanto tengamos los billetes ya estaremos de camino. Cuando miras las cosas una a una ya no asustan tanto. —¿Una galleta? —me pregunta Charlie, ofreciéndome el paquete. Cojo una y brindamos al aire como si fueran copas de vino. —¡El desayuno de los campeones! —exclamo. Durante un momento caminamos uno al lado del otro, masticando las galletas y sin decir nada. Es raro estar en silencio cuando Charlie está cerca, y no dura mucho. —Todavía no me has dicho adónde vamos —me recuerda. Ha encontrado un palo y lo arrastra repiqueteando por las rejas del exterior de una iglesia. —A un sitio que está bien, te lo prometo —le contesto; todavía es pronto para que lo sepa. Tengo que cambiar de tema—. ¿Te pregunto las tablas de multiplicar? Siempre intento ayudarlo con los deberes. Le cuesta el cole porque no puede concentrarse en nada y es un poco hiperactivo. Mamá dice que es algo normal en los niños prematuros. Siempre se las tiene con los profesores por este tema porque no se puede esperar que aprenda como los demás, ¿no? Si lo dejaran usar la imaginación en lugar de intentar llenar su pobre cabeza con un montón de información inútil, entonces tal vez tendría una oportunidad en la vida. Mamá es muy sensible con todo lo que tiene que ver con Charlie. Y en parte tiene razón: todos piensan que es tonto, pero en algunas cosas es megalisto. Lo que pasa es que su cerebro funciona de otra manera. Aun así, a veces los profesores tienen su punto. Cuando estaba en tercero, llegó una carta a casa que decía: «Charlie no ha terminado la prueba de deletrear palabras de hoy porque pretendía hacernos creer que era una tortuga». A papá le pareció divertidísima y la colgó en la nevera. —¿Las tablas de multiplicar? ¿En sábado? —dice Charlie, bajando el palo. Las mangas de la chaqueta se le caen en el acto—.

¡Eso es explotación infantil! Voy a llamar a la protectora de animales. —¿Qué? —pregunto—. ¿A la protectora de animales? —Sí —contesta Charlie, como si eso fuera exactamente lo que quería decir—. Les diré que tienes un cerdo en una caja de zapatos y que… que le tiras dardos y le haces fumar cigarrillos. Te encerrarán y entonces yo estaré a salvo. Se me escapa la risa. —Va. ¿Qué tabla estás aprendiendo ahora? —La del uno —dice de inmediato—. Uno por uno es uno; uno por dos, dos… —¡Venga ya! —lo corto, dándole un golpe suave en el brazo—. Nadie estudia la tabla del uno. Vamos a hacer la del ocho. Ocho por uno, ocho; ocho por dos… Charlie mira hacia ninguna parte y se rasca la cabeza. —Mmm… catorce… —Inténtalo de nuevo. —Doce… No, diecisiete. —No puede ser diecisiete… —suspiro. Intento tener paciencia con él, pero soy muy bueno en mates y trabajar con Charlie puede ser altamente frustrante—. Ya te lo he explicado muchas veces. El diecisiete no está en ninguna tabla. Es un número primo. Decirle esto ha sido un error. Al momento ya está desviando el tema. —¿Un número primo? ¿Y de quién es primo? —dice, y antes de que yo pueda responder, él se lanza—: Si yo fuera primo de un número iría con él a todas partes. Llegamos a un semáforo en rojo y pulso el botón. —¿Por qué? —le pregunto, estrujándome el cerebro para entenderlo. —Sería guay.

Todo el mundo nos miraría. Se queda pensativo un momento.

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