Matar a Pablo Escobar es la historia del brutal ascenso y violento fin del capo del narcotráfico colombiano cuyo imperio criminal aterrorizó a un país de más de treinta millones de habitantes. Mark Bowden desvela en este intenso y muy bien documentado relato, los detalles más celosamente guardados por las personas que dirigieron, durante dieciséis meses, su persecución y muerte.
El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó.
Al volver en sí, se dirigió directamente a Los Olivos, el barrio sur de la zona céntrica de Medellín, donde reporteros de televisión y radio comentaban lo sucedido. Las calles se encontraban cortadas por el gentío, así que Hermilda tuvo que detener el coche y continuar a pie. Era una mujer encorvada, dueña de un andar agarrotado, de pasos cortos; una mujer mayor pero fuerte, de cabellos grises y un rostro cóncavo y huesudo. Sobre el puente de la nariz —la misma nariz que heredara su hijo— descansaban, algo torcidas, unas gafas de grandes cristales. Llevaba un vestido estampado con flores pálidas y, a pesar de sus pasos pequeños, caminaba demasiado deprisa para su hija. La otra mujer, más joven y más gorda, se esforzaba por no quedarse atrás.
El barrio de Los Olivos estaba compuesto por manzanas de casas de dos o de tres pisos, construidas caprichosamente y con jardines y patios traseros ínfimos. Muchas de ellas lucían una palmera achaparrada que apenas llegaba a la altura del tejado. La policía mantenía a los curiosos a raya detrás del cordón, mientras que los residentes habían trepado a los tejados para poder ver mejor. Algunos decían que el hombre muerto era don Pablo y otros sostenían que no, que la policía había matado a un hombre pero que no se trataba de él, que don Pablo había vuelto a escapar. Muchos querían creerlo, y querían creerlo porque Medellín era la ciudad de Pablo: había sido allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero había levantado bloques tic oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de carrón, de plástico y de lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida.
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