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4Ever 3A – Pat Casala

La clase es igual de aburrida que siempre. No me apetece estar aquí, solo deseo regresar a casa de una vez. Hoy no hay lección particular de la señorita Rodríguez y con ella puedo ser yo misma, expresarme y dar rienda suelta a esa cantidad de energía cerebral que se acumula en mi cabeza durante las horas del día. Me gustaría centrarla, cambiar, ser diferente. En momentos como este desearía ser una chica del montón, una más de esos niños de doce o trece años que están sentados en los pupitres cercanos al mío y solo piensan en cosas triviales como fútbol, modelos, actores, actrices, juegos, películas, cómics… ¡Hay tanto donde elegir! Yo adoro las series de televisión, las películas, las novelas y las matemáticas. Entiendo tan bien el lenguaje matemático y tan mal el de mis compañeros de clase, que siempre termino con la cabeza llena de problemas difíciles de resolver para mantener ocupada esa mente hiperactiva que apenas me permite disfrutar de la niñez. No necesito escuchar la lección, pues por suerte o por desgracia ya me la sé. Es tan sencilla que me aburre, pero es parte de este sistema educativo, que repite lo mismo hasta la saciedad. Y como suelo sacar buenas notas y leer mucho, me conozco de memoria la historia de España. Siempre he valorado la capacidad de cada persona para aprender aquello que le interesa y más desde que existe internet. En YouTube hay mil vídeos explicativos de cualquier cosa y después están los artículos, los libros digitalizados y la extensa red de información de cualquier materia. Suelo dedicar un par de horas al día a investigar sobre problemas matemáticos o sobre cualquier utilidad de las operaciones para resolver enigmas y avanzar en la ciencia. También me apasionan las biografías de los matemáticos más relevantes de la historia. Hace dos años que voy a clases particulares con la profesora Rodríguez, desde que le comentó a mi madre mis capacidades fuera de serie. Es divertido escucharla decir eso: capacidades fuera de serie. ¡Ja! No acabo de entender por qué le llaman así a mi necesidad de absorber información, de aprender, de extraer enseñanzas reales a la vida. Aunque he de admitir que esas clases son súper interesantes. La señorita Rodríguez fue a la facultad de matemáticas en Granada y acabó casada con un señor de mi pueblo. A veces hablo con ella sobre si le parece mal ejercer de directora y profesora de matemáticas en un pequeño instituto casi rural, pero ella siempre sonríe, asegurándome que no lo cambiaría por nada. Mis aspiraciones son muy distintas. Quiero salir de aquí, ver mundo, dedicarme a investigar utilidades matemáticas, encontrar un lugar donde me quieran. Ya vuelve esa sensación dolorosa en el estómago y en el corazón al pensar en la amistad, la posibilidad de encontrar algún amigo que me demuestre un poquito de cariño, aparte de mi madre y sus tres inseparables amigas. Vale, no puedo quejarme, las tengo a las cuatro. Incluso tenemos un chat llamado serieadictas en WhatsApp en el que hablamos de cada episodio de nuestras series favoritas. También lo usamos de club de lectura y muchas veces de paño de lágrimas.


La culpa de que sea una friki de las series y de las novelas románticas la tiene mi madre. Ella y su obsesión. De verdad, se conoce algunas escenas de memoria, incluso repite los diálogos al volver a verlas una y otra vez en YouTube. Yo también lo hago. Siento una emoción intensa al descubrir las historias de personas capaces de encontrar la felicidad, tanto en el papel como en la pantalla. Creo que una parte de mí se queda enganchada a la sensación de poder vivir en otra piel y de sentir a través de esos personajes que invaden mi corazón. Hacer amigos no es lo mío. Soy la rarita y encima bastarda, una combinación letal para no sobrevivir en un pueblo pequeño. Me miran mal, no me dan la oportunidad de enseñarles quién soy y se pasan el curso amagándome la existencia. Mentiría si dijera que no me duele, más que nada, porque soy una sensiblera y me siento fatal cuando me machacan para demostrar una y otra vez cómo me desprecian. Pero después de tantos años aguantado en silencio, he logrado mantenerlo en secreto, y cuando me humillan suelo poner cara de póker, aguantar y salir lo más digna posible. Quizá por eso me llevo mejor con las amigas de mi madre. Solo tienen treinta y cuatro años, deseos de pasarlo bien y son mucho más comprensivas conmigo. Ellas sí me quieren por cómo soy y, aunque no entiendan ni jota de mis estudios matemáticos, suelen hablarme con respeto. Cuando termina la clase recojo mis cosas despacio. La mejor manera de evitar las burlas es no llamar la atención y salir la última. No siempre funciona, pero prefiero aferrarme a la esperanza. Pongo los libros en la mochila en silencio, con la mirada puesta en la mesa, sin levantarla para no atraer a indeseables. Hoy estoy muy cansada, he dormido menos de lo habitual y me duele la cabeza, así que no quiero protagonizar un nuevo episodio de fastidiar a la rarita. A veces me gustaría ser como algunos de ellos y creer en Dios para rezar. Sí, ahora me vendría bien tener a alguien a quién pedirle un poco de ayuda para pasar desapercibida, pero como no va a servir para nada… Soy científica. Bueno, algún día lo seré, eso lo tengo clarísimo. Mi curiosidad por las mates y las horas que les dedico son la base para alcanzar una meta tan alta como para convertirme en una científica experimentada. Con mi mente analítica no puedo tener fe en algo tan difícil de explicar con datos empíricos. Aunque en momentos como estos daría lo que fuera por ser normal y no tan diferente a mis compañeros y por poder aceptar la existencia de un ser todopoderoso.

—¡Eh, Ortiz! Tocada y hundida. Esa es la voz de Roberto Guzmán, el líder indiscutible de esta clase y un mal bicho. Odio soltar tacos, por eso no le llamo algo peor, que es en realidad lo que se merecería. Pero, por muy odioso que sea, no voy a insultarlo. ¡No me saltaré mis reglas por él! Total, ahora que ya se está acercando a mí no tengo escapatoria. Me doy una colleja mental cuando un conato de ansiedad se escapa por mi mirada. Nunca, jamás, voy a darle la satisfacción de ver cómo me doblego ante él. No voy a romperme ni a darle la potestad de encontrar una sola lágrima en mis ojos. Lo único que me queda es eso, luchar por mantener mi integridad ante él y su grupo de seguidores. Aunque ahora que lo pienso, es toda la clase, los veinticuatro chicos de mi curso, tanto chicos como chicas. Me odian, o es lo que ellos piensan. Ser diferente tiene esos pequeños problemillas. Suelen ver esas diferencias como una amenaza y, como no las comprenden, atacan. —¡Te he llamado! —Roberto apoya las dos manos en mi pupitre y me mira amenazante—. Ya sabes cómo me molesta tu falta de obediencia. Es un chico desarrollado para su edad. Ha repetido un curso y va vestido como si fuera el protagonista de una de esas pelis de macarras. Últimamente pide que le llamen R y no paro de verle semejanzas con un personaje interpretado por Mario Casas en A tres metros sobre el cielo. Esa peli se puso de moda hace un par de años en el cole y todos los chicos querían parecerse a H. Soy la única friki que se había leído el libro antes y sabe que en realidad el protagonista se llama Step. Pero, claro, en las películas siempre cambian cosas. Por eso prefiero la versión escrita. El profesor de historia ya ha salido, es la hora de irnos a casa y no va a ayudarme nadie, así que solo me queda suspirar internamente, controlar mi expresión facial para no demostrar mi nerviosismo y continuar con la vista fija en la mochila que he dejado sobre la silla. —¿Qué quieres? —pregunto sin mostrar cómo me afecta tenerlo tan cerca. —¡Una mamada! ¡Tiene catorce años! Nunca entenderé cómo un crío de su edad puede pedir algo así, aunque me he fijado en cómo le miran las de bachillerato y no me extrañaría que fuera promiscuo, porque es la clase de tío que suele atrapar a las chicas.

Jamás voy a permitirme cruzar esa línea. Un chulo, macarra y gil… ¡Ains! Me ha faltado poco para pensar una palabrota y no quiero hacerlo, he de mantenerme fiel a mis propósitos o no me quedará nada. Como no tengo respuesta a su petición, me quedo callada. En realidad, estoy aterrada. Roberto es una mala persona y puede hacerme daño de verdad, ya lo ha demostrado otras veces. Inspiro despacio por la nariz, obligándome a no mostrar ansiedad. Necesito calmarme. Voy a aguantar cualquiera de sus acciones sin perder la dignidad. Puedo hacerlo. —¡Mirad a la mojigata! —Se parte de risa acompañado de sus amigos—. ¡Tía! ¡No dejaría ni que te acercaras a mí! ¡Eres asquerosa! ¿Quién iba a querer tu boca alrededor de una polla tan perfecta? La idea de verla me provoca arcadas, pero mantengo la mirada en la mochila y no le permito penetrar en mis pensamientos. Solo me faltaría eso. —Puedes irte. Se separa para dejarme coger la mochila, colgármela en la espalda y caminar hacia la salida. Sé que no ha acabado con su sesión de humillación, pero no tengo otro remedio que caminar hacia el exterior y apretar los puños para infundirme valor. Nada puede evitarme la emboscada y he de encontrar la forma de soportarla. Como siempre. El colegio está un poco alejado de mi casa, a las afueras del pueblo, y hay muchos recodos solitarios que no puedo evitar en el camino. «Puedo con esto, puedo con esto…», me repito una y otra vez mentalmente manteniendo mi expresión hermética. No sé por qué me siento mejor al hacerlo, pero sirve. Escucho los abucheos detrás y cómo la multitud se va acumulando junto a Roberto para ver el espectáculo. Siempre soy la protagonista indiscutible de sus risas. De repente, sucede. Una mano tira de mi mochila con fuerza y escucho las primeras carcajadas. —¡Eh, mojigata! —La voz de Roberto me abofetea—.

Vamos a ver qué coño llevas en la mochila. ¡Pesa la hostia! ¿Cómo puede ser tan malhablado? Parece mentira que a esta edad pueda tener la boca tan sucia. Paso unos segundos paralizada por el pánico cuando me quita la bolsa a la fuerza, con movimientos tan bruscos que me van a dejar un escozor en el hombro unos días porque me roza la piel. Escucho cómo la mochila cae al suelo y noto sus manos aferrarme un brazo para obligarme a darme la vuelta. Siento sus dedos dejar marcas en mi piel y busco la fuerza en mi interior para no derrumbarme cuando lo encaro. Uno de sus secuaces lleva una máquina de vídeo para grabar cada una de sus sucias acciones. Alguna vez he intentado descubrir qué hacen con las grabaciones después, incluso intenté ver si podía deshacerme de ellas para siempre, pero tengo tan poco margen de movimiento… —¿Te acuerdas cuando te he dicho lo de la mamada? —Me levanta la cara agarrándome el mentón de malas maneras con la mano libre—. Me daría asco que alguien como tú se acercara a mi polla porque apestas. ¿Verdad, chicos? Se escucha un sí generalizado. Estoy temblando, no me gusta notar sus dedos agrediéndome ni esa insinuación de sus labios ni sentirme tan aterrada, pero es lo que hay. Debo encontrar la forma de controlarme para no darle el poder absoluto sobre mí. —Las tías como tú solo me dan arcadas. —Señala mi mochila y le habla a uno de sus acérrimos seguidores—. Miguel, vacía su bolsa. —Ahora se dirige al resto de presentes—. Mientras esta zorra se queda aquí conmigo, vais a caminar sobre sus cosas. ¡Apestan! ¡Como ella! «No voy a llorar, no voy a llorar…» Lo repito mientras veo cómo destrozan mis libros, mis apuntes, mis bolígrafos y cada uno de los objetos guardados en la bolsa. Por suerte logro contener esas lágrimas rebeldes que pugnan por invadir mis ojos. Roberto me hace daño porque no afloja en ningún momento la fuerza de sus dedos y sus carcajadas acaban de destrozarme, aunque ya debería estar inmunizada a sus constantes provocaciones. Nunca me ha hecho demasiado daño físico, el mayor es psicológico. Intenta destruirme, pero nunca, jamás, se lo permitiré. —¡Vete a tu casa de una vez! —Se ríe con ganas cuando me suelta unos minutos después—. ¡Necesito lavarme para deshacerme de la peste que desprendes! Se separa de mí y el resto de los presentes se tapa la nariz arrugando los labios para demostrar solidaridad frente a sus pablaras. Ante sus atentas miradas he de agacharme para recoger mis cosas destrozadas y llenas de barro. Las guardo en la mochila como puedo y me marcho lo más rápido posible.

Por fin ha terminado. En el camino me obligo a permanecer entera y no lloro hasta que llego a casa y me encierro en mi cuarto. No hay nadie, mi madre trabaja hasta la hora de cenar, y es una suerte, porque no me veo contándole lo sucedido. No sabría cómo actuar, estoy convencida. Limpio como puedo los libros y los apuntes, rescato lo que se puede salvar, hago una lista de lo que deberé reemplazar y me alegro de ser precavida y llevar siempre el móvil escondido en un bolsillo oculto de mi cazadora. Como mínimo no van a destrozarlo. Mi madre no podría permitirse comprarme uno nuevo. Me pongo un episodio de Hart of dixie, Doctora en Alabama en español. Lo dieron ayer y todavía no he podido verlo. Las peripecias de Zoe me distraen y consiguen mitigar el dolor lo suficiente para escribir unas cuantas cosillas en el chat y volver a encontrar mi sonrisa perdida. Siempre veo las series en inglés y hago todo lo posible por aprender ese idioma de forma fluida, porque una de mis metas es ir a una universidad extranjera, y el inglés es imprescindible. Paso el resto de la tarde acabando los deberes de mates avanzadas para la clase particular de mañana y buscando información para continuar con mi deseos de aprender al máximo acerca de los algoritmos y sus aplicaciones prácticas. Cuando llega mi madre estoy totalmente recuperada del suceso, así que me arreglo un poco antes de bajar a recibirla. Es alucinante lo guapa que es. Todavía le quedan un millar de experiencias por vivir. Su forma de ser es pura energía. Yo siempre la llamo cabra loca de forma cariñosa, pero es una perfecta manera de describirla. No sentará cabeza nunca y eso me encanta de ella porque me ayuda a ver el lado más salvaje de la vida y a relativizar lo que me sucede en la escuela, aunque la parte negativa es que a veces parezco yo la madre y que me ha obligado a madurar a marchas forzadas. Vivimos en piso tan pequeño que apenas tenemos intimidad, pero con su sueldo de camarera es lo único que puede pagar. Escucho cómo va a la cocina y después camina hasta mi puerta para llamar con los nudillos.—¡Felicidades! —Me abraza con efusividad al verme salir de mi habitación—. Te he comprado una tarta de chocolate con trece velas. —Gracias. —Le devuelvo el gesto y me siento feliz entre sus brazos—. Me apetece un montón.

—Vamos a tomárnosla y me cuentas cómo te ha ido el día. Me dijiste que hoy cenaríamos solo chocolate. —Mejor me das mi regalo. —Levanto las cejas de forma inquisitiva—. No me apetece hablar del cole. —¿De verdad quieres eso? —Sí, mamá. —Sonrío de camino a la cocina, donde veo la tarta sobre la pequeña mesa—. Llevo muchos años esperando este momento. Me lo prometiste. Quedamos en que hoy ibas a hablarme de mi padre. —Está bien. —Abre la nevera para coger una botella de vino blanco, que siempre guarda ahí, y se sirve un generoso vaso—. Vamos a repartir la tarta y responderé a tus preguntas. Me hago con dos platos, dos cucharas, una botella de agua fresquita y un cuchillo. Una vez sentada a la mesa frente a mi madre escucho cómo me canta cumpleaños feliz y apago las velas acompañada de sus aplausos, está emocionada. —¿Has pedido un deseo? —Sus ojos me dedican una mirada inquisitiva. —Sí. —Asiento también con la cabeza—. Como siempre. —¿Y cuál es? —No te lo voy a contar. —Río con ganas—. Ya sabes que entonces no se cumplen. Y tú eres la supersticiosa de la casa. Corto dos generosas raciones de pastel relamiéndome los labios y los pongo en los platos. —Está bien.

—Se rinde con una sonrisa—. Ha llegado la hora de hablarte de tu padre. Te prometí que lo haría cuando cumplieras trece porque me parecía un día muy lejano. —Pues ya ves, acaba de llegar. —Adelante. Pregunta. —¿Cómo le conociste? —disparo mirándola—. Sé que tenías dieciséis recién cumplidos y que eras virgen. Eso me lo has contado un millón de veces. Pero no conozco los detalles, ni tampoco su nombre o si le querías. —Solo estuvimos juntos un fin de semana. —Noto su incomodidad enseguida, pero esta vez estoy dispuesta a llegar al final del asunto—. No es suficiente tiempo para hablar de sentimientos tan fuertes como el amor. —Pero estuviste con él. Eso ha de significar algo. —Fue maravilloso conmigo. Y era tan diferente a los chicos que había en el pueblo, tan perfecto. Si se hubiera quedado más tiempo, estoy convencida de que hubiera acabado enamorándome de él como una tonta. Era tan guapo y alucinante. Me hizo sentir querida, me ayudó en un momento horrible de mi vida y me dio el mejor de los regalos. —Una sonrisa inmensa ocupa sus labios—. Tú.

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1 comentario

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  1. Muchas gracias por toda la literatura que suben.

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