debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


28 dias – David Safier

Me habían descubierto. ¡Esas hienas me habían descubierto! Y me pisaban los talones. Me lo decía mi instinto. Sin necesidad de verlas u oírlas. Igual que un animal presiente que corre un gran peligro aunque aún no haya visto al enemigo en la selva. Ese mercado, ese mercado tan normal y corriente para los polacos, donde compraban su verdura, su pan, su panceta, su ropa, incluso sus rosas, era la selva para personas como yo. Una selva en la que la presa era yo. Una selva en la que podía morir si se llegaba a saber quién o, mejor dicho, qué era yo en realidad. «No se te ocurra ir más deprisa —pensé—. Ni más despacio. Ni dar media vuelta. Y, por supuesto, no intentes ver a tus perseguidores. Y procura que no se te acelere la respiración. No hagas nada que confirme sus sospechas.» Me costó lo indecible seguir recorriendo el mercado como si tal cosa, como si disfrutara del sol de esa tarde de primavera inusitadamente cálida. Lo que de verdad quería era salir corriendo, pero entonces las hienas sabrían que sus sospechas eran ciertas: que no era una polaca como las demás que acababa de hacer sus compras e iba a casa de sus padres con las bolsas llenas, sino una estraperlista. Me detuve un instante, fingí echar un vistazo a las manzanas del puesto de una agricultora y sopesé volver la cabeza. Al fin y al cabo, también podía ser que sólo fueran imaginaciones mías, que no me siguiese nadie. Sin embargo, cada fibra de mi cuerpo quería salir disparada. Y había aprendido hacía tiempo a fiarme de mis instintos. De lo contrario probablemente no hubiese llegado a cumplir los dieciséis. Decidí no salir corriendo y continué andando despacio. La anciana agricultora, de una gordura repugnante —al parecer tenía no sólo bastante de comer, sino incluso demasiado—, me dijo con voz bronca: «Éstas son las mejores manzanas de toda Varsovia». No le respondí que para mí cualquier manzana era estupenda. Para la mayoría de las personas que tenían que vivir dentro del muro hasta una manzana podrida habría sido una delicia.


Y más aún los huevos que llevaba yo en las bolsas, las ciruelas y sobre todo la mantequilla, que vendería en nuestro mercado negro por mucho dinero. Pero si quería tener la más mínima posibilidad de volver al otro lado, primero tenía que averiguar cuántos eran mis perseguidores. No debían de estar completamente seguros de lo que hacían, ya que de ser así me habrían dado el alto hacía rato. Tenía que volverme de una vez por todas. Como fuese. Discretamente. Sin despertar sospechas. Me fijé en los adoquines que pisaba. A unos metros había una alcantarilla y se me ocurrió una idea. Seguí andando con absoluta normalidad. Los tacones de mis zapatos azules, que tan bien combinaban con el vestido azul con flores rojas, golpeteaban en el adoquinado. Siempre que salía a buscar comida llevaba esta ropa, que me había regalado mi madre cuando todavía teníamos dinero. Ahora, toda la demás ropa que tenía estaba gastada, algunas prendas habían sido zurcidas infinidad de veces. De haberlas llevado, no habría podido andar ni cinco metros por el mercado sin llamar la atención. Pero ese vestido y esos zapatos, que trataba como oro en paño, eran mi ropa de trabajo, mi disfraz, mi armadura. Fui directa a la alcantarilla y metí adrede el tacón entre dos barrotes. Di un ligero traspié, exclamé con aire teatral: «¡Mierda, maldita sea!». Dejé las bolsas en el suelo y me agaché para sacar el tacón. Al hacerlo miré con disimulo y las vi: las hienas. Mi instinto no me había engañado. Por desgracia nunca lo hacía. O por suerte, dependiendo de cómo se mire. Eran tres hombres. Delante iba uno bajito y rechoncho, sin afeitar, con una cazadora de cuero marrón y una gorra gris. Tendría unos cuarenta años y a todas luces era el jefe.

Lo seguían un barbudo alto que daba la impresión de ser capaz de lanzar rocas y un chico de mi edad que también llevaba una cazadora de cuero y una gorra, y que parecía una versión en pequeño del jefe. ¿Sería ése su padre? Sea como fuere, el chico no iba a la escuela, de lo contrario no andaría por la mañana paseándose por el mercado a la caza de hombres. Era de locos, dentro del muro ya no podíamos ir a clase porque los alemanes nos prohibían cualquier acceso a la educación. Aún había algunas escuelas clandestinas, pero no para todos, y yo hacía tiempo que no iba. Tenía que sacar adelante a una familia. Sin embargo, ese chico polaco podía ir a clase, podía hacer algo con su vida, pero no quería. Y eso que tampoco se sacaba tanto dinero con semejante pandilla de szmalcowniks, que era como llamábamos a esas hienas, a la caza de judíos para entregarlos a los alemanes a cambio de una recompensa. A los szmalcowniks, que abundaban en Varsovia, les importaba poco que los alemanes le pegasen un tiro a cualquier ilegal al que hallaran fuera del muro. En esa primavera de 1942 se castigaba con la pena de muerte a todo el que se encontrara sin permiso en la zona polaca de la ciudad. Y la muerte ni siquiera era lo peor: corrían las historias más espeluznantes sobre cómo los alemanes torturaban a sus prisioneros antes de llevarlos al paredón. Ya fueran hombres, mujeres o niños. A veces incluso azotaban a estos últimos hasta matarlos. La sola idea de ir a la cárcel y que me torturaran hacía que se me formase un nudo en la garganta. Pero todavía no me habían apaleado, torturado y disparado. ¡Todavía vivía! Y así debía seguir siendo. Por mi hermana pequeña, Hannah. No había nadie en el mundo a quien quisiera más que a esa tierna criaturita. Debido a la mala alimentación, Hannah era demasiado menuda para sus doce años y, a decir verdad, invisible como una pequeña sombra de no ser por sus ojos, unos ojos grandes, despiertos, curiosos, que habrían merecido ver algo más que la pesadilla de dentro del muro. En esos ojos brillaba la fuerza de una fantasía increíble. Aunque en la escuela clandestina de la szułkult era de mediocre a mala en todas las asignaturas, desde matemáticas hasta geografía pasando por ciencias naturales, cuando se trataba de inventar las historias que les contaba a los otros niños en los recreos era la mejor: hablaba de Sarah, la que corría por el bosque, que liberó a su amado príncipe Josef de las garras del dragón de tres cabezas; de la liebre Marek, que ganaba la guerra para los Aliados; y de Hans, el muchacho del gueto que podía hacer que las piedras cobraran vida aunque no le gustaba hacerlo, porque las piedras eran unas gruñonas. Para todo el que escuchaba a Hannah el mundo se convertía en un lugar más colorido y hermoso. ¿Quién iba a cuidar de la pequeña si me dejaba coger? Mi madre no, eso seguro. Estaba tan hundida que ya no salía nunca del pequeño y sórdido agujero en el que vivíamos. Y mi hermano, menos: estaba demasiado ocupado pensando en sí mismo. Dejé de mirar a los szmalcowniks, saqué el tacón de la alcantarilla y pasé un instante la mano por el adoquinado.

A menudo, cuando me asalta el miedo, toco la superficie de alguna cosa para tranquilizarme: metales, piedras, telas; da igual, lo importante es que me doy cuenta de que en el mundo aún existe algo más aparte de mi miedo. La piedra de color claro sobre la que puse un segundo la mano estaba caliente por el sol. Respiré hondo, cogí las bolsas y continué andando. Los szmalcowniks me seguían, lo sabía. Oía con claridad sus pasos cada vez más rápidos, y eso que en el mercado había muchos otros sonidos: las voces de los vendedores, que ponían por las nubes sus productos; los compradores, que regateaban; los trinos de los pájaros o el ruido de los coches que pasaban por la calle que discurría detrás del mercado. La gente pasaba a mi lado a un ritmo pausado. Un joven rubio con un traje gris como el que llevaban muchos universitarios polacos silbaba alegremente una cancioncilla. Aunque me percataba de todo esto, en cierto modo esos sonidos quedaban relegados a un segundo plano. Lo único que escuchaba alto y claro era mi respiración, cada vez más agitada aunque seguía yendo al mismo paso, y mi corazón, que latía con más furia de segundo en segundo. Sin embargo, lo que escuchaba con más nitidez eran los pasos de mis perseguidores. Se acercaban

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |