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23 De Octubre – R. Freire

—Llegamos en cinco minutos, ¿podrías intentar no parecer un alma en pena? Mirando obstinadamente por la ventanilla del coche, contesto a mi madre sin tratar de disimular mi hastío: —¿Debo fingir que todo es normal? —Por dios Laura, todo es normal, no irás a decirme que… —Déjalo mamá, en serio. Procuraré no hacerte sentir incómoda. Mi madre resopla, debatiéndose entre la indignación y la angustia. Aunque sé que no estoy siendo justa con ella, tampoco hago ningún esfuerzo por mejorar la situación. Entender sus motivos no hace que la perspectiva de pasar un mes en el infierno con la hija rarita de su amiga de la infancia deje de parecerme una broma de mal gusto. Normalmente, me habría quedado sola en Madrid, pero por lo visto eso no es una opción, no después del accidente. —¡Virgi, qué alegría! Hemos llegado. Mi madre se baja del coche y abraza con fuerza a su amiga, que la premia con dos sonoros besos en las mejillas, ¿tendrá la suficiente presencia de ánimo para hacer lo mismo conmigo? Casi disfruto al hacer apuestas mentales sobre ello; imagino a Lourdes nerviosa, sin atreverse a decir nada y fingiendo que nada ha cambiado en mí. —Laura, estás… muy mayor, ¿cuánto tiempo ha pasado? Siete años, siete veranos escapando de este soporífero lugar y de Sandra, su introvertida y extrañísima hija con la que no tengo absolutamente nada en común. La última vez que nos vimos las dos teníamos quince años y éramos solo unas crías, pero no creo que ahora las cosas vayan a fluir mejor entre nosotras. Por otra parte, he ganado mi apuesta: Lourdes me ha besado haciendo ver que todo es normal en mi lado izquierdo, ¿habrá recibido indicaciones al respecto de mamá? —Pasad, pasad, estaréis agotadas, ¿queréis tomar algo? —¿Dónde está Sandra? —pregunta mi madre, que me ha mirado irritada por mi evidente y absoluto desinterés al respecto. —Ha salido a dar un paseo, estará a punto de llegar. Genial, ya no recordaba los estúpidos paseos, única actividad posible en este lugar olvidado del mundo. Tal vez debería señalar que la amiga de mi madre, como heredera de una familia pudiente, es propietaria de una mansión situada a siete kilómetros del pueblo más cercano. Alrededor, un bosque de pinos tan frondoso que a duras penas puede verse la luz del Sol. Posibilidades de diversión, ninguna; cobertura en el móvil, prácticamente nula. Afortunadamente, mi silencio queda en un segundo plano ante la verborrea incontenible de las dos amigas, que llevan once meses sin verse y tienen que contarse muchas cosas para ponerse al día. Enseguida estamos las tres tomando un refresco en la mesita de piedra que hay al aire libre, cerca de la puerta principal del edificio. Lourdes está muy avejentada, ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. Mentiría si dijera que eso no me hace sentir bien, aunque suene muy mezquino. En mi descargo, diré que hace dos meses tenía sentimientos más nobles… pero es que hace dos meses yo era una persona distinta, por mucho que mi madre se esfuerce en hacerme pensar lo contrario. Me duele ver su mirada preocupada. Noto cómo se refugia en su amiga y cómo a veces, sin poderlo evitar, me espía a hurtadillas. Pero yo oculto hábilmente mi lado izquierdo, es increíble la habilidad que he desarrollado para eso en apenas ocho semanas. Es como si hubiera sido así durante toda mi vida: de un modo incluso inconsciente, me coloco siempre de forma que sea mi mejilla derecha la que queda a la vista de los que me rodean.


—Ahí llega Sandra —dice de pronto nuestra anfitriona haciendo un gesto de saludo con la mano—. Tiene muchas ganas de verte Laura, ¡hacía tanto que no nos hacías una visita! ¿Será tan estúpida esta mujer como se esfuerza en aparentar? ¿Es que no sabe que su hija y yo nunca nos soportamos la una a la otra? Ella era la empollona, siempre con libros, siempre con esas estúpidas gafas que conseguían ponerme nerviosa. Por mi parte, no miento si digo que siempre he sido el centro de atención, el objeto de deseo de todos los chicos y la triunfadora cuyo móvil no está en silencio nunca más de cinco minutos. Pero he usado bien el tiempo verbal, era… ¿cómo va a ser mi vida a partir de ahora? —Sandra, estás guapísima —mi madre se levanta y abraza a la recién llegada como si ya nunca fuera a soltarla—. Mira quién está aquí, ¿te acuerdas de Laura? —Claro que me acuerdo, ¡cuánto tiempo sin verte! Nuestras mejillas se han rozado apenas un instante. Eso sí, ha conseguido que el tiempo de contacto sea equitativo en ambos lados. Siendo justa, debo reconocer que se ha comportado con naturalidad, con corrección pero sin los excesos de su madre, igual que hacía antes. Me fastidia reconocer que no es tan fea como la recordaba. Ahora usa unas gafas algo más monas y, además, tiene unos muslos más llenos y mejor torneados de lo que hubiera podido esperarse. De cualquier modo, lleva un corte de pelo horrible, no le queda bien, tan corto, ¿cómo puede una chica de mi edad ser tan descuidada en lo que se refiere a su aspecto? Lo malo es que ya no podré seguir en silencio. Ahora tendré que fingir que Sandra y yo tenemos algo en común, mantener una conversación, ¡y eso durante un mes! Al pensar que, de no haber sido por el accidente, yo ahora estaría en Madrid, haciendo planes con Javier y con la casa para mí sola, siento unos deseos infinitos de llorar. Pero no puedo preocupar más a mamá, de modo que miro a mi “amiga” y trato de mostrar interés por lo que me dice. —Me ha dicho mi madre que trabajas en una tienda de ropa. ¿Acaso tiene algo de malo? Ella debe ser ya arquitecta, o al menos está a punto de acabar la carrera, según he oído. Yo no iba a ser dependienta, al menos no toda la vida, y de nuevo siento un nudo en la garganta al pensar en el contrato que estaba a punto de firmar, en todo lo que se me escapó entre los dedos en apenas diez segundos. —Tienen una ropa monísima —interviene mi madre, con gesto preocupado—. ¿Por qué no te pasas algún día? Laura puede hacerte descuentos. —Es probable que lo haga, yo no tengo ni idea de ropa. Eso es evidente, aunque con los vaqueros cortos y una camiseta, en este desierto su falta de gusto pasa totalmente desapercibido. —Estoy segura de que lo vais a pasar genial las dos juntas este mes —dice Lourdes, al tiempo que pone una mano sobre la mía. —Claro. Mi madre me mira como si quisiera asesinarme. Sé que tiene parte de razón, no puedo pasar un mes aquí empleando solo monosílabos, pero es que no soporto la actitud de Lourdes. Finge que no lo ve, que no hay nada distinto en mí, y eso me saca de mis casillas. Siendo justa, debo reconocer que también me molestaría que hiciera lo contrario, como hace mucha gente.

“Apenas se nota, con un poco de maquillaje…”. También están los que tienen la capacidad de predecir el futuro: “hoy los médicos hacen milagros, seguro que con un injerto…”. Les odio a todos, ¿por qué no me dejan en paz? Que se olviden de mí, que no me dirijan la palabra, que me dejen refugiarme en mi soledad, ¿no se dan cuenta de que mi vida está destrozada para siempre? No necesito ni su consuelo ni su lástima. —¿Quieres que te ayude a subir las cosas a tu habitación? La pregunta de Sandra me permite rescatar mi mano de entre las de Lourdes, y las dos subimos al piso de arriba mi maleta y la de mi madre. La joven me enseña el que será mi dormitorio durante el próximo mes, amplio y acogedor, aunque en este momento me daría igual tener que dormir en el suelo o en una habitación llena de cucarachas. —Tienes un cuarto de baño para ti sola. Creo que hay de todo —me dice al abrir la puerta que hay dentro de la habitación—, pero si necesitas algo no dudes en pedírmelo. —Gracias… está todo perfecto. Las dos nos quedamos en silencio unos segundos, y yo me apresuro a desviar la mirada del espejo donde, por mucho que lo intente, es imposible ocultar lo que tanto me atormenta. Justo cuando la situación empieza a ser incómoda, desde la planta de abajo nos llega la voz de Lourdes, proponiendo que nos arreglemos para bajar a cenar al pueblo y celebrar así nuestra llegada. Antes de responder, Sandra se encoge de hombros, arquea las cejas y suelta un enorme suspiro. —¿Crees que podremos soportarlas un mes? Mi madre es tan pesada… —Entonces es el complemento perfecto para la mía. Sandra ha sonreído, y yo me he sorprendido a mí misma haciendo lo mismo. Ha sido la primera sonrisa en muchas semanas. *** Apenas Sandra me deja sola para arreglarme, vuelve a ocurrir. Es algo contra lo que no puedo luchar, es como sentirse atraída hacia lo que más pavor te infunde pero que al mismo tiempo te llama con una fuerza irresistible. Conteniendo el aliento, entro en el cuarto de baño, enciendo la luz y… Con el rostro girado hacia la izquierda, veo mi mejilla derecha. La piel es suave, sedosa, perfecta. Es la piel que iba a suponerme un jugoso contrato para anunciar una crema de belleza. Era mi pasaporte a la fama, mi primer trabajo como modelo profesional, el sueño de toda una vida. El corazón me late con fuerza. Recuerdo como si hubiera sucedido ayer la tarde de aquel maldito viernes. Javier aparece con la moto, pero solo lleva un casco. Estoy a punto de no subir con él, pero llegamos tarde y me apetece mucho el plan: reunión de antiguos amigos del instituto, donde sé que más que nunca voy a ser la estrella, ¡voy a grabar un anuncio para la televisión! La calle está mojada, ha debido caer un chaparrón de inicios de verano. Luego, todo se precipita, el bocinazo de un camión, el frenazo de Javier, yo saliendo despedida y resbalando sobre la acera.

Al principio no noto ningún dolor y, cuando me levanto sin ayuda, pienso aliviada que todo ha quedado en un susto. Pero entonces mi novio se acerca a mí, el casco ya en la mano y, cuando me ve, en su rostro veo el terror dibujado de un modo que me asusta. Solo entonces noto la mejilla izquierda dolorida, y al llevarme allí la mano la retiro llena de sangre, y entonces me mareo y todo se vuelve confuso. Despierto en el hospital, y a mi lado están mis padres. Debe ser grave, porque desde que se separaron apenas se hablan y ahora están los dos muy juntos y sin pelearse. Sin embargo, un médico muy sonriente entra y nos dice que todo va bien y que no hay nada roto, que el escáner descarta cualquier tipo de lesión cerebral y que en un par de días podré irme a casa. No es hasta una semana después cuando compruebo la tragedia que acabo de protagonizar. Mis padres no se han atrevido a decirme nada, y yo misma he querido fingir que no había motivo para preocuparse. El mismo médico sonriente del primer día hoy está más serio, y me advierte que, tal vez, a lo mejor, mi rostro… Recordar me hace daño, pero soy incapaz de dejar de repetir en mi mente una y otra vez todo lo ocurrido. Me obligo a mí misma a girar lentamente la cabeza delante del espejo. De frente, apenas veo un pequeño hilo que sale de la mejilla izquierda hasta terminar casi en la comisura de los labios. Si esto fuera todo, podría pasar desapercibido. Tengo unos ojos verdes grandes y luminosos, unas pestañas larguísimas y unos pómulos con mucha personalidad. El problema es que, si giro hacia la derecha… La marca más grande sale del lóbulo de la oreja, que llegó a quedar colgando y tuvieron que coser los médicos. Tras recorrer la mejilla por completo, la cicatriz agoniza como he dicho junto a la boca. No es la única. En perpendicular, dos surcos más pequeños son como la firma de un pintor macabro y, entrecruzadas con estos, cuatro señales menos profundas pero perfectamente visibles terminan de estropear el que hace solo un par de meses prometía ser el rostro revelación de la moda española. Los médicos me dicen que con el tiempo mejorará, que las cicatrices perderán su color rojo brillante, que con injertos de mi propia piel se pueden hacer maravillas. No me engaño. Nunca haré ese anuncio de belleza, nunca seré la Laura de antes y jamás conseguiré que mi mejilla izquierda vuelva a tener un aspecto normal. Ahora, los chicos me miran de otro modo, y también lo hacen las mujeres, e incluso los niños. Odio que sientan lástima de mí, “esa pobre chica, tan guapa”; odio que me deseen cuando me ven de espaldas y se espanten al darme la vuelta; odio que me haya pasado esto a mí, a mí. Es algo que me tortura, ¿cómo puede haberse estropeado todo en un segundo y sin que pudiera hacer nada por evitarlo? —¿Puedo entrar? Saliendo a toda prisa del pequeño cuarto de baño, entro en el dormitorio y abro la puerta. Mi madre aparece con sonrisa preocupada, sin duda preguntándose si esta noche vamos a tener una velada tranquila o si, por el contrario, voy a hacer que todo se vaya a la mierda. —¿Estás bien? Si estás cansada, puedo decirle a Lourdes que… —No, tranquila, estoy bien.

Sé que tampoco es fácil para ella. Siempre habíamos estado muy unidas, y ahora le duele no saber cómo ayudarme. Para mi madre sigo siendo perfecta, la chica más guapa del mundo, y aunque sé que es sincera cuando me lo dice, me gustaría que en estos momentos comprendiera que no es ese el tipo de apoyo que necesito. El problema es que ni yo misma sé qué o quién podría ayudarme. —No te arregles demasiado, ya sabes que Lourdes y Sandra no son precisamente unas reinas de la elegancia. Es curioso, pero es la segunda vez en apenas cinco minutos que sonrío de manera espontánea. Supongo que, como ya no puedo caer más bajo, a partir de ahora las cosas solo pueden mejorar.

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