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Un Asesino En Tu Sombra – Ana Lena Rivera

LAS RUEDAS METÁLICAS del tren al cercenar un cuello humano le recordaban el machete que utilizaba su abuelo para sacrificar a las gallinas. Un tajo preciso y la cabeza se separaba del cuerpo con extrema limpieza, como si fueran dos piezas ensambladas. Parecía un truco de magia en el que, al volver a juntar las dos partes, el animal empezaría a cacarear. La ilusión se desvanecía en el momento en que la sangre brotaba a borbotones del cuello recién cortado. Cuando eso ocurría, el animal ya había perdido la capacidad de sufrir. El privilegio del dolor estaba reservado a los vivos. Mientras los pensamientos se mezclaban en su cabeza por efecto de la adrenalina que le recorría el cuerpo, observó el gesto de la que iba a ser su víctima. Los cuatro gramos de GHB que había diluido en su gin-tonic, elaborado con esmero por un camarero experto, estaban haciendo efecto. El amargor de la tónica tapaba por completo el toque salado de la droga. Empezaba a notar el aturdimiento en su mirada. Unos minutos más y podría hacer con ella lo que quisiera. Debía sacarla del bar antes de que fuera evidente para las personas que estaban allí y si se quedaba inconsciente antes de llegar al destino, no podría moverla. No le había costado demasiado convencerla de que necesitaban una copa. Ella no desconfiaba. No tenía motivos. Todo había sido muy repentino y la espera estaba siendo larga y angustiosa. Habían transcurrido siete años desde la primera y única vez que había segado una vida humana. Le asaltó el recuerdo de la chica alemana despertándose con el ruido de aquella máquina descomunal que se abalanzaba sobre ella. Se levantó e intentó huir. El tren la arrolló y su cuerpo se convirtió en una horrible masa de sangre, huesos y carne picada. Esta vez se aseguró de que no sucediera lo mismo. —Acompáñame al coche, cariño. Es solo un momento. Aún tardarán un par de horas en darnos noticias —le dijo mientras la tomaba del brazo para dirigirse hacia el aparcamiento. Su víctima, confiada, desconocedora de su destino y con la voluntad anulada por la droga, se dejó guiar como un corderillo al matadero.


Mientras conducía, la miró por el retrovisor interior. Parecía dormida, a pesar de tener los ojos abiertos. Unos minutos más y llegarían a su destino. 1 8 de agosto de 2019. Oviedo «HE COMPRADO HELADOS para el niño, me he acostado con mi marido y he metido cerveza en la nevera. Ya puedo irme tranquila a mi clase de yoga», exclamaba la protagonista de la serie que tenía puesta de fondo en Netflix mientras le daba al botón de la Nespresso para el primer café de la mañana. Pensaba en lo mucho que me gustaría poder comprarle helados a mi hijo y haberme despertado al lado de mi marido cuando sonó el móvil. —¿Bárbara? —respondí mientras intentaba conectar el manos libres. Solo podía oír los ladridos ensordecedores de Gecko, su pastor de los Pirineos. —Gracia, necesito que me ayudes. La hermana de Teo ha desaparecido. —La voz de mi hermana se expandió por el despacho. Entendí que se refería a Teo Alborán, su amigo y compañero del hospital. —Aparta a Gecko, te oigo fatal. —La hermana de Teo ha desaparecido —gritó Bárbara de nuevo, haciendo caso omiso a mi petición sobre su perro. —¿Qué quieres decir con que ha desaparecido? —pregunté. Por fin, Gecko se calló. —Llevan sin localizarla desde el fin de semana, no responde al móvil ni a los WhatsApps. Imelda, la hermana de Teo, había quedado en ir a ver a su tía Julia el domingo y no se presentó. La tía no se preocupó en ese momento, pero después de llamarla al móvil varias veces sin obtener respuesta, avisó a Teo. La relación entre Teo y su hermana es un poco tensa. Yo no conocía a Imelda, era la primera vez que oía hablar de ella, pero evité preguntar por qué me estaba llamando a mí y decidí dejar que se explicara. —¿Han ido a su casa? —pregunté. —Antes de ayer. Su tía Julia tiene un juego de llaves para emergencias.

Encontraron platos sucios en el lavavajillas y la casa desordenada. No saben cómo solía tenerla. —¿Cuántos años tiene la hermana de Teo? —Treinta y uno. Está separada. Teo dice que el marido es un pintas impertinente que se mete en el cuerpo cosas que no se venden en el supermercado. Es artificiero de la Guardia Civil. Hace unos meses, Imelda le echó de casa. Y ahora no la encuentran. Su tía dice que la última vez que la vio tenía ojeras y estaba hinchada. —¿Han avisado a la policía? —pregunté en un intento de descubrir el motivo de la llamada de Bárbara. —Sí, pero la policía ha contactado con el marido y él ha negado que esté desaparecida. Según él, estuvieron juntos el domingo. Asegura que se han reconciliado, que Imelda ha salido de viaje y que volverá en un par de días. Él tampoco sabe dónde localizarla. Como es adulta y no hay ningún indicio de que le haya ocurrido nada malo, la policía no puede hacer más. —¿Habéis preguntado en el trabajo? —insistí—. ¿En qué trabaja? —Hace sustituciones en distintos hospitales. Es psicóloga y está en la lista de interinidades. Todavía no tiene plaza asignada. Es especialista en pacientes oncológicos. —¡Vaya historia! ¿Y para qué me llamas a mí con esta urgencia? —pregunté ya sin ánimos de averiguarlo por mí misma. —Para ver si puedes hacer algo. Teo está muy preocupado. —¿No dices que no se llevan bien? —No deja de ser su hermana pequeña. El padre falleció hace unos años y cuando murió la madre, Imelda era tan pequeña que apenas la recuerda.

Teo siempre ha ejercido de hermano mayor. Tiene miedo de que le haya sucedido algo malo. —Ya entiendo. ¿Y ese algo que quieres que yo haga qué es? Esto está un poco lejos de mi área de conocimiento. —Quiero que investigues. Eres investigadora. Financiera. Yo era investigadora financiera. Aun así, me ablandó su fe en mí. Ella, que no creía en nada más que en la ciencia. —¿Quieres que me ponga a buscar a una desaparecida que su marido dice que no está desaparecida y que lo más seguro es que esté de fiesta aprovechando que no tiene que trabajar estos días? —Por favor, Gracia. Teo es un buen amigo —me rogó Bárbara, aunque sonó más a orden que a súplica. La adiviné dando vueltas a su inseparable coleta rubia, impaciente, incómoda por tener que pedir favores a alguien, aunque ese alguien fuera yo. Colgué el teléfono después de que Bárbara me diera todos los datos sobre Imelda. No sabía por dónde empezar. Solo había aceptado hacer algunas averiguaciones en uno de esos ataques de falta de asertividad que me daban cada vez que mi hermana pequeña me pedía algo. Yo investigaba fraudes para la Administración Pública, no mujeres desaparecidas con maridos… ¿Cómo había dicho Bárbara? Impertinentes. Me entristecí al pensar que, a diferencia de la protagonista de la serie que me acompañaba durante mi desayuno solitario en el despacho donde había pasado la noche las últimas semanas, yo no me acostaba con mi marido desde hacía tres meses, no tenía cerveza en la nevera y, sobre todo, ya no tenía un hijo al que comprarle helados. Miré el reloj. No tenía tiempo de ponerme melancólica. Me arreglé y me dirigí a los juzgados para testificar sobre un caso muy sencillo, pura burocracia: Santiago Pérez Rubio, funcionario desde hacía once años, con bajas reiteradas por lumbalgias durante los últimos diez. Los dos últimos años las había enlazado hasta el punto de no aparecer siquiera por su despacho. En cambio, competía alrededor del mundo como triatleta en las pruebas más exigentes, en la categoría Ironman. Nueve horas treinta y dos minutos en el Ironman de Frankfurt era un tiempo envidiable para un triatleta amateur. Para alguien con lumbalgias recurrentes, un milagro médico.

Todo apuntaba a que era un fraude chapucero. La única dificultad del caso era que Santiago nunca competía en España. Le había descubierto y denunciado un compañero que encontró un artículo sobre él en una revista deportiva. La vanidad o un descuido le habían hecho participar en un reportaje donde exaltaban la calidad de los triatletas españoles en las grandes pruebas internacionales. A partir de ahí, mi cometido había sido reunir pruebas de que era él quien competía y aportar la documentación necesaria de la empresa organizadora para presentarlas ante el juez. De eso habían pasado varios meses debido al colapso de la Justicia. Fui al juzgado como si se tratara de un peritaje rutinario, pero nada salió como debería. —¿Me está diciendo que este hombre, que pasa la vida en su casa, con infiltraciones de lidocaína para soportar los dolores que le produce la esclerosis múltiple que padece, compite en triatlones de larga distancia? ¿Nos están tomando el pelo? —se dirigió a la juez el abogado defensor señalando a Santiago Pérez Rubio. El juicio estaba perdido. Allí estaba el funcionario al que habíamos acusado, sentado en una silla de ruedas, con las piernas como palillos, los hombros caídos y nulas posibilidades de correr la maratón que requiere un Ironman después de montar ciento ochenta kilómetros en bici y de nadar casi cuatro kilómetros, todo ello sin descanso. Santiago no parecía capaz de correr siquiera un kilómetro sin desfallecer. Menos aún de subirse a una bici o nadar en aguas abiertas. Acusarle de hacerlo todo seguido y en semejantes distancias parecía una broma pesada. El letrado de la Seguridad Social a cargo del caso me miraba pidiendo una ayuda en forma de datos que yo no podía darle. Estaba tan atónita o más que él. Los médicos, que habían acudido en calidad de peritos citados por nosotros, parecían horrorizados por el trato que le estábamos dando a Santiago Pérez Rubio, al que después de muchos años de dolor habían conseguido diagnosticarle esclerosis múltiple. Las conclusiones de los médicos eran tan recientes que aún no las habían comunicado al departamento de recursos humanos y yo acababa de enterarme. Las lumbalgias no eran un síntoma común de la enfermedad y por ello la esclerosis había pasado desapercibida mientras el paciente empeoraba. A pesar de las circunstancias, no dejó de parecerme un diagnóstico muy oportuno, justo a tiempo para sacarlo en el juicio. Aquel hombre no podía ser el mismo de las fotos de la revista Triatlón. De rasgos equilibrados, delgado y con la piel morena, se asemejaba al hombre de la foto, pero ahí terminaba el parecido. El Santiago atleta tenía un aspecto saludable, estaba curtido por el sol y el frío debido a los entrenamientos al aire libre y las fibras de músculo habían sustituido la grasa de su cuerpo. En cambio, el Santiago de la silla de ruedas estaba demacrado, flaco y con la masa muscular debilitada por la imposibilidad de moverse con normalidad o de hacer ejercicio. Su ropa parecía dos tallas más grandes de lo que necesitaba. —Mi cliente —oí decir al abogado de Santiago Pérez Rubio— no sabe quién es el triatleta que compite con los datos de su DNI y, en sus circunstancias, no es su principal interés saberlo.

Su única preocupación ahora mismo debe ser la batalla contra su recién diagnosticada enfermedad. Como usted sabe, señoría, la esclerosis múltiple… —Está bien, letrado —cortó la juez—, no hace falta que teatralice. No está usted en una película y aquí no hay ningún jurado al que convencer. Quien sea el hombre de la revista y de las fotos que presentan los abogados de la acusación no debe ser asunto de su cliente ni es él quien debe alegar nada al respecto. Queda más que probado que el demandado tiene razones suficientes para continuar de baja laboral. Recomendaré en la sentencia que su caso sea revisado por el tribunal médico para otorgarle una posible invalidez total y permanente, pero eso es algo que no podemos ni debemos valorar aquí —concluyó la juez dando mi caso por cerrado. Y por perdido. Salí de la sala frustrada y con una sensación de que me habían timado que pugnaba por salir de debajo de la culpabilidad que me había provocado la escena. Según las apariencias, habíamos acusado a un hombre enfermo de ser un estafador y le habíamos llevado ante un tribunal para cuestionar su derecho a recibir el dinero necesario para mantenerse. —¿Qué diablos ha ocurrido en el juzgado, Gracia? —me increpó minutos después un malhumorado Rodrigo Villarreal, responsable del departamento de asesoría jurídica de la Seguridad Social, mi principal cliente. Rodrigo era un profesional con un historial brillante, poco acostumbrado a que su departamento perdiera los casos que llevaban a juicio y nada dispuesto a ser benévolo con los fallos ajenos. —No lo sé, no sé qué ha pasado, pero estoy dispuesta a averiguarlo. —¿Averiguar el qué? Ese hombre ha tenido que presentarse en el juzgado en silla de ruedas. Nuestro propio perito médico ha validado los informes de la defensa sobre su esclerosis múltiple con sintomatología atípica. ¿Me quieres explicar que pretendes averiguar? Nos has hecho perder el tiempo y el dinero de los contribuyentes de forma vergonzosa. —Entiendo que en este momento estés molesto… —empecé a decir, pero él me cortó. —¿Molesto? ¿Crees que estoy molesto? No, señorita San Sebastián, lo que estoy es muy cabreado porque, gracias a ti, ahora se cuestionará mi prestigio profesional. Eres una incompetente y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que no vuelvas a trabajar con nosotros. Si Rodrigo ya me parecía un prepotente que me caía regular, en ese momento empezó a caerme muy mal. Fuera cual fuera el resultado del juicio, mi informe pericial estaba basado en pruebas reales y contrastadas, que a él le habían parecido más que suficientes para demandar por fraude al funcionario. Esa había sido su decisión, no la mía. Lo que había que hacer era arreglarlo, no faltarme a mí al respeto. De todas formas, intenté calmarle. —Voy a aclarar lo que ha ocurrido y después tú ya decidirás qué hacer —dije. —Que no, Gracia, que no.

Olvídate de volver a trabajar conmigo ni en este ni en ningún otro caso. Yo no quiero tener cerca a gente tan negligente e incapaz como tú. —¿Sabes qué, Rodrigo? ¡Que te den! Me fui decidida a averiguar qué había pasado. Semejante fallo podía hundir mi carrera cuando empezaba a tener prestigio resolviendo los casos más complicados. En los años anteriores de vida profesional, en el FiDi de Nueva York, estuve en el epicentro de un sistema financiero que terminó causando la ruina de muchas familias en el mundo occidental y cuando intentaba ayudar a crear una sociedad mejor, donde todos contribuíamos al bien común según nuestras posibilidades, terminaba acosando a enfermos graves, cuestionando su derecho a recibir las ayudas que como ciudadanos les correspondían. No podía haberme equivocado tanto. Mi investigación parecía correcta, pero era obvio, a la vista del resultado del juicio, que tenía que haberse producido un error garrafal en alguna parte o muchos pequeños fallos a lo largo del proceso, y no iba a parar hasta descubrirlo. De todas formas, tendría tiempo libre. Después de semejante fiasco, deducía que no iban a lloverme los encargos. Crucé el Campo de San Francisco en dirección a mi despacho, caminando rápido, sin ni siquiera echar una mirada a los patos del estanque como me gustaba hacer siempre que no estaba de tan mal humor. Antes de empezar de nuevo la investigación sobre Santiago Pérez Rubio, quería quitarme de encima el absurdo compromiso adquirido con Bárbara: indagar en la supuesta desaparición de Imelda, la hermana de Teo, amigo o algo más de mi hermana y pediatra de Marcos, mi único sobrino. Empecé a hacer lo que sabía, como si fuera un caso de los que me encargaban habitualmente, aunque no tenía claro que el método para destapar fraudes sirviera para buscar gente desaparecida. Imelda Alborán vivía en la calle Fernando Alonso. Era psicóloga especializada en pacientes de oncología, tenía treinta y un años y estaba casada con Fidel Girón, de treinta y tres, artificiero de la Guardia Civil y, según mi hermana, un impertinente, fuera lo que fuera que eso significara para ella. Una psicóloga y un artificiero a los que, según Teo, les gustaba colocarse. Mi hermana me lo había contado escandalizada mientras yo pensaba cuántos médicos o conductores de autobús no tendrían la misma costumbre. Imelda y Fidel no tenían hijos. La única familia de Imelda eran su tía Julia y su hermano Teo, y ellos no tenían el contacto de ninguna de sus amigas. Poco podía hacer con aquella información, así que decidí acercarme a su casa a ver si allí averiguaba algo más. Bajé a la calle y paré un taxi. Aunque mi destino no estaba a más de quince minutos andando del despacho, situado en plena calle principal de la ciudad, el cielo cada vez más gris amenazaba con esa lluvia fina que no se ve, pero que moja. El clima cantábrico no se guiaba por las estaciones. El taxi me dejó en un lugar anodino de la ciudad, con muchas casas antiguas, sin nada de especial, algunas de las cuales habían sido sustituidas por edificios nuevos. Cualquiera habría esperado que el Ayuntamiento le dedicara una calle más moderna al piloto responsable de despertar la pasión por la Fórmula 1 en España y, durante un tiempo, la locura en su tierra con cada carrera. Supuse que era una de tantas calles renombradas, que en otro tiempo llevaría el nombre de algún alto cargo de la dictadura franquista.

Llamé al telefonillo y nadie respondió. Empezaba a orbayar y tuve que buscar un lugar donde refugiarme a esperar. El edificio donde vivía Imelda era de nueva construcción, los bajos estaban sin ocupar, pero en la acera de enfrente encontré uno de esos cafés de barrio de toda la vida con aspecto de llenarse al mediodía de trabajadores que acudían a reconfortar sus estómagos con el menú del día. El Café Clarín era el único sitio desde donde podía vigilar el portal. Pedí una Coca-Cola Zero y me senté en la barra mirando hacia los ventanales, que poco a poco iban cubriéndose de minúsculas gotitas de lluvia. Después de media hora en la que no entró ni salió nadie del edificio, me invadió la inquietante sensación de estar perdiendo el tiempo en una tarea que no parecía que fuera a dar ningún fruto, así que aprovechando una tregua del orbayo, salí de la cafetería decidida a decirle a mi hermana lo que tenía que haberle dicho desde el inicio, que yo era experta en leyes financieras, no un detective privado creado por un guionista de televisión. En ese momento, una señora de unos sesenta años con el pelo teñido de rubio anaranjado y unas grandes raíces que mostraban entre las canas parte de su color negro original, y una chaqueta gorda de dibujos geométricos que había conocido un tiempo mejor, inoportuna en pleno mes de agosto por gris que estuviera el día, salió del portal. Crucé con paso rápido y la abordé. —Buenos días, ¿podría usted ayudarme? Estoy buscando a una persona que vive en este edificio. Me miró con desconfianza y me examinó de arriba abajo, antes de decidirse a responder. —Yo no conozco a casi nadie en el edificio, pero dígame usted a quién busca, a ver si me suena. —A una mujer que vive en este portal, en el 5º A, Imelda Alborán, ¿la conoce? —¡Claro que la conozco! Trabajo en su casa un día por semana. Vengo de allí. —¿Está ella en casa? —Ella no, solo está su marido. Acaba de levantarse —explicó para mi sorpresa. —¿Está Fidel en casa? —quise confirmar. Según la información que me había dado mi hermana, Imelda había echado a su marido de casa varios meses atrás—. He llamado al telefonillo y no me ha respondido nadie. —Fidel se acaba de levantar y está en la ducha, y yo siempre limpio con la radio puesta. No la he oído. Vuelva a llamar, Fidel le abrirá. Ya habrá salido del baño. Yo tengo que irme. Entro a las doce a limpiar en la sucursal del BBVA que está en el casco antiguo y no puedo llegar tarde. Ni siquiera me ha dado tiempo a terminar en su casa.

Fidel es un poco desordenado. Es joven — aclaró como si eso fuera una excusa—. Desactiva bombas, un trabajo muy peligroso. Hay que ser muy listo y tener mucho temple. —Gracias a que tenemos gente como él, que nos protege, este país es bastante seguro para vivir. Fidel es muy simpático, ¿verdad? —arriesgué. —Simpático, guapo y trabajador. Su amiga ha tenido mucha suerte. La mujer hablaba de él como si fuera un actor famoso. Fidel tenía encandilada a… —Por cierto, no nos hemos presentado, soy Gracia, Gracia San Sebastián, ¿y usted? —Felisa Fernández para servirla. Después de unos momentos más de conversación en los que Felisa me contó dónde vivía, en qué trabajaba su marido y media vida de sus hijos, se fue apresuradamente para no llegar tarde a su trabajo. Apreté el botón del 5º A mientras veía alejarse a Felisa. Sentí el ruido seco de la puerta del portal al abrirse. Había preparado una excusa que no tuve opción de utilizar. Entré y llamé al ascensor. Una vez arriba, encontré la puerta entreabierta y la empujé con cautela. —¡Vaya! ¿Y tú quién eres? Esperaba a otra persona —me dijo un hombre mirándome con sorpresa desde el centro del salón. Era joven, con el pelo muy corto, en vaqueros, sin camiseta y con el pecho muy tatuado. Supuse que era Fidel. —Venía a hablar con Imelda. —Pues no está ahora mismo. ¿Eres amiga suya? —Soy Gracia San Sebastián. ¿Tú eres Fidel? Me invitó a pasar. El piso era muy impersonal, muebles modernos y decoración comprada para rellenar. Parecía un piso de esos que se alquilan amueblados.

Tal vez fuera así. Fidel me recibió sin suspicacia apreciable y me ofreció una cerveza que rechacé. Desapareció y volvió con un botellín de Heineken. Era un sustituto sorprendente para el café del desayuno. Sobre todo, en un artificiero. No podía dejar de mirar sus tatuajes: una serpiente subía por su pecho desde donde tapaba el pantalón y se enrollaba en uno de sus pectorales y, en la espalda, una especie de bosque frondoso se extendía por sus omóplatos. Los brazos los llevaba totalmente limpios. No hizo ningún ademán de taparse. —Ayer estuve de juerga porque hoy tengo día libre. Esto es lo mejor para la resaca —me explicó señalándome el botellín. —Menudo trabajo el tuyo, una pasada lo que hacéis. Hay que tener unos nervios de acero y un absoluto control mental —dije, intentando caerle bien. —No es para tanto, no es como en las películas. Yo no he desactivado una bomba cargada en mi vida y espero que siga siendo así muchos años. Entonces, ¿eres amiga de Imelda? Veo que sabes muchas cosas de mí. —La verdad es que no la conozco. —Ah, ¿no? —No —dije—, vengo por Teo, el hermano de Imelda. —Teo. Ya —resopló Fidel con un gesto de meterse los dedos en la boca para provocarse el vómito. —La verdad es que a Teo casi no le conozco, es muy amigo de mi hermana. Compañeros de profesión, un par de empollones. Todo lo hacen bien. A su lado, te sientes un desastre —rectifiqué intentando congraciarme. —Ahí has dado en el clavo. Mi cuñado parece que camina sobre las aguas.

Un metro por encima del resto de los mortales. ¿Tu hermana también? —Mi hermana es todavía peor. Teo es pediatra y trata con niños pequeños, mi hermana es cardióloga y se dedica a la investigación. Las relaciones humanas no son su fuerte —expliqué. —Pues vaya pareja. Tú no pareces ser así. —Ella es la lista de la familia. Yo me he llevado las imperfecciones. —¿Y qué quiere mi cuñado? —me preguntó con sonrisa cómplice. —Quiere hablar con tu mujer, pero no la localiza. —Y ¿cómo es que has venido tú y no él?

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