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Tras la pared – Blue Jeans

En la vida aparecen personas de alguna parte que te marcan la existencia. Es un juego del destino, que coloca en tu camino a gente que, por arte de magia, o sin ella, influye en tu comportamiento y hasta te hace cambiar tu forma de ser. Despliega tal red sobre ti que quedas atrapado por su esencia, sea cual sea esta. Algo parecido me sucedió a mí cuando tenía veinticinco años. A esa edad, todo parece que va a ir sobre ruedas. Empiezan a dar fruto todos los años cursados en la universidad, te consolidas en un trabajo para el que te has estado preparando a conciencia, día y noche; tu físico todavía conserva la frescura de la posadolescencia, aunque también comienzan a aparecer rasgos que muestran cierta madurez; y la relación con tu pareja supera la siguiente barrera. Piensas en un futuro con ella y hasta surgen las primeras discusiones sobre el número y el nombre de tus hijos. Mi nombre es Julián Montalbán y nada de esto ocurrió a mis veinticinco. Había estudiado Periodismo durante cinco interminables años en la universidad para terminar cobrando una miseria de sueldo y sobreexplotado en una estúpida revista de pádel en la que yo lo hacía todo, salvo ir a los torneos. Para eso estaba mi jefe. Lo dejé y me hice escritor. Bueno, escritor, dejémoslo en autor de un libro del que apenas había vendido 1.151 ejemplares. ¿De qué vivía entonces? De lo poco que había ganado con la primera novela, de lo que me habían adelantado por la segunda, que estaba aún por escribir, y del dinero que mis padres me prestaban, aunque estos empezaban a cansarse de mantenerme. De hecho, me habían dado un plazo de tres meses más para que me buscara la vida. Por otra parte, mi aspecto seguía siendo el de un crío que acaba de salir del instituto. ¿El acné no desaparece cuando abandonas la pubertad? Para colmo, cada vez andaba más encorvado y, cuando me peinaba, había pelos que se fugaban irreverentemente de mi cabeza y terminaban atrapados en el cepillo. Sí, me peino siempre con cepillo. Y no, no estaba calvo con veinticinco años, pero me preocupaban las entradas que, por aquel entonces, se hacían cada vez más prominentes en los laterales de mi frente. Pero lo que más me quitó el sueño al cumplir veinticinco años fue lo de mi novia. Exnovia. Llevaba tres meses viviendo con Verónica en un piso que pagábamos a medias. Sin embargo, noventa y dos días después de cruzar con ella en brazos la puerta de nuestro precioso ático, en el centro de Madrid, decidió dejarme. ¿Los motivos? Que la convivencia no era lo que imaginaba, que la rutina nos había ido consumiendo, que yo ponía demasiado alta la música… Lo que yo pensé: «Me da a mí que hay otro». Así que me marché del ático céntrico y decidí buscarme otro hogar, que pudiera pagar con la asignación de mis padres y el poco dinero que tenía ahorrado, alejado de la que había sido hasta ese momento la mujer de mi vida.


—¿Dónde dejo esto? —Ahí mismo, en esa esquina. Larry soltó en el suelo, sin ningún cuidado, una caja llena de libros. Luego resopló exhausto y se acomodó sobre la silla con ruedas en la que yo solía sentarme a escribir. —Estoy agotado. —Pero si solo has subido tres cajas —repliqué mientras mi amigo rodaba, sobre la silla, hacia la ventana del diminuto salón-comedor del que disponía la vivienda. —Las tres que más pesaban —indicó con una sonrisilla, al tiempo que miraba por el cristal—. Tienes buenas vistas desde aquí. Me hizo un gesto con la mano para que observara a una chica rubia con gafas de sol que pasaba justo por debajo de mi nuevo apartamento. —No estoy para tonterías, Larry. Hay mucho trabajo que hacer. —¿Desde cuándo las chicas guapas son una tontería? —preguntó, siguiendo con la mirada a la rubia de las gafas hasta que la perdió de vista—. Estás insoportable. ¡Anímate, hombre! —Estoy animado. —Claro. Y yo soy rubio de bote —dijo mi amigo, sacando una gomilla del bolsillo y recogiéndose su larga cabellera en una coleta. Sus bromas y aquella sonrisa socarrona me ponían nervioso. Aunque sabía que todo lo hacía para intentar sacarme de la apatía que me había consumido desde que me dejó Verónica. Larry era mi mejor amigo desde que nos conocimos en el instituto. Su nombre real era Miguel, pero le llamaban de esa forma por su gran parecido con el famoso jugador de baloncesto de los Boston Celtics, Larry Bird: alto, rubio, buena planta, atlético…, y también a él le gustaba el baloncesto, aunque su mayor pasión era otra. Y le daba igual si tenía el pelo rubio, moreno o pelirrojo. —¿Por qué no nos vamos de marcha esta noche? Con un poco de suerte, encuentras a alguna tía que… —No pienso salir esta noche —le interrumpí molesto—. Ni esta, ni ninguna en los próximos meses. Tengo que centrarme en el nuevo libro. ¡Ni lo he empezado! —Vamos, Julián. Disfruta la vida un poco.

Eres un tío joven, guapete, escritor… —Autor —le rectifiqué rápidamente. —Vale, autor. Estamos ya en verano. ¡Es 21de junio! Y me han invitado a la inauguración de un sitio espectacular en pleno centro. ¡Vente conmigo! —No. —Joder. ¿Ni te lo piensas? —Ni me lo pienso. Es mi última palabra. No. Larry chasqueó la lengua y abrió los brazos, quejoso. Aunque enseguida recuperó esa particular sonrisa de superioridad que tanto me molestaba. Sin más, se dirigió a la puerta y la abrió. Pero, antes de marcharse, quiso dejarme claro que no se rendía. —Vale, no insisto más. De momento. Dentro de un rato te llamaré para preguntarte de nuevo. Piénsatelo al menos. —Está más que pensado. No tengo ganas de fiesta. Esta noche me sentaré delante del ordenador e intentaré escribir algo hasta que me vaya a dormir. —Planazo. —El mejor plan posible. Adiós, Larry. —Adiós, Julián. Te llamaré.

Cerró la puerta con fuerza y escuché como bajaba en el ascensor. Por fin solo en mi nuevo hogar. Treinta y siete metros cuadrados, en una zona periférica de la ciudad, era lo único que me podía permitir por el momento. Volví a suspirar al observar todo por medio y sin desempaquetar. Aunque el apartamento estaba amueblado de manera sencilla, no había demasiado espacio para colocar mis cosas. ¿Cabría todo allí? No tenía ganas de pensar en eso. Me dolía la cabeza, estaba cansado y hambriento. Por supuesto, el frigorífico se hallaba completamente vacío. Así que decidí bajar a una tienda de alimentación que había visto, justo enfrente, al otro lado de la calle. Compré un sándwich de pollo y una Coca-Cola Light e inmediatamente regresé al edificio. Saqué la llave, abrí y, cuando estaba a punto de cerrar, escuché que alguien gritaba. —¡Espera! ¡No cierres! Me giré y contemplé cómo una mujer se lanzaba sobre la puerta del edificio para impedir que se cerrara. Y lo consiguió. Calculé que tendría entre treinta y cinco y cuarenta años. Vestía con el pantalón vaquero más corto que había visto nunca: tapaba justo lo que debía cubrir. Su camiseta era sin mangas, blanca, y dejaba a la vista las tiras de un sujetador rosa pálido. El pelo lo tenía oscuro y lo llevaba recogido en un gracioso moño. Cuando me miró, vi sus preciosos ojos verdes, enormes, escoltados por unas pestañas larguísimas. Medía un poco menos que yo, así que rondaba el metro setenta. Su rostro era alargado, de nariz afilada y tez morena. Una belleza de mujer que me había dejado con la boca abierta. —Hola —dijo sonriendo tras haber logrado su propósito—. No te conozco, aunque te vi antes subiendo unas cajas con otro chico. ¿Eres el nuevo vecino? —Sí… Imagino que sí. Su sonrisa se hizo incluso más amplia, lo que la hacía parecer aún más guapa.

En cambio, mi expresión seguro que resultaba de lo más ridícula. —Vives en el tercero A, ¿no? —Sí. Me acabo de mudar. —Yo vivo en el tercero B. Me llamo Marta, encantada. Fui a estrecharle la mano, pero ella se anticipó a darme dos besos. Olía muy bien. —Yo soy Julián —respondí cuando se separó de mí. —Era muy amiga de Berta, la chica que vivía antes en tu piso —indicó mientras nos alejábamos de la entrada—. ¿Te importa que subamos por la escalera? Me dan mucho miedo los ascensores. —Claro, no hay problema. Me sorprendió que aquella mujer tuviera fobia a los ascensores. Parecía muy segura de sí misma. Mientras subíamos hasta la tercera planta, me explicó que la inquilina anterior del tercero A había sido un gran apoyo para ella cuando se separó de su marido. —Pero me alegro de que se haya marchado. Tu piso está bien, pero no es para dos personas. Berta se casa en un mes y quería irse a un sitio un poco más grande. ¿Ya has hecho toda la mudanza? —Más o menos. —Odio las mudanzas. Siempre hay más cosas de las que parece. Afortunadamente, no he tenido que cambiarme demasiadas veces de piso. ¿Tú te has mudado muchas veces? —Esta es mi cuarta casa. Cada una de mis respuestas venía acompañada de cierto temblor. Marta me ponía nervioso, me impresionaba. Además, subía la escalera delante de mí y no quería mirar a ninguna parte de su escultural anatomía que pudiera incomodarla.

—Las mismas en las que he vivido yo —señaló cuando llegamos al tercer piso—. Si necesitas ayuda, avísame. Y ya nos veremos. Cuando estés más tranquilo, pásate por mi casa y te invito a un café. —Muy bien. Gracias. Ella dibujó una última sonrisa y se metió en su apartamento después de despedirse con un fugaz gesto de su mano. Me quedé inmóvil un instante y luego entré en mi nuevo piso. ¡Qué mujer! Le di al interruptor y examiné el interior del salón con algo de tristeza. Estaba solo por primera vez en mucho tiempo. Tras la ruptura con Verónica, había pasado un par de meses en la casa de mis padres. Ni mi padre ni mi madre veían con buenos ojos el tema de ganarme la vida escribiendo libros. No era que no creyeran en mí, sino que tenían los pies en el suelo. Suponía un milagro pagar las facturas escribiendo novelas, aunque yo todavía no había perdido la esperanza de convertirme en un escritor de renombre. Me senté en el sillón del pequeño salón-comedor y me comí el sándwich de pollo mientras reflexionaba y me planteaba mi existencia. Resoplé. ¿En qué situación estaba? Alcancé un boli Bic y una servilleta de papel y, a lo largo de varios minutos, escribí una lista de propósitos: Empezar de una vez el nuevo libro que debo entregar en tres meses. Los mismos tres meses que mis padres me han puesto como límite. Inspeccionar la zona y buscar la farmacia, el súper y la cafetería más cercanos. Gastar lo justo y necesario e intentar ahorrar algo. Pasar de Larry. Olvidar a Verónica. Y, como si me estuviera observando desde algún rincón del pequeño apartamento, prácticamente en el momento en el que escribí su nombre, mi teléfono comenzó a sonar anunciando una llamada de mi ex. Llevaba unos cuantos días insistiendo, pero no me apetecía escuchar su voz. Sabía que, si contestaba, terminaríamos discutiendo.

Así que opté por no responder una vez más y quitarle el volumen al móvil. Era suficiente. Necesitaba desconectar del mundo. Me llevé la servilleta con las anotaciones a la habitación y la guardé bajo la almohada. Me tumbé sobre el colchón sin ni siquiera deshacer la cama y cerré los ojos. De repente, me invadió un gran sopor. Me sentía agotado. Incapaz de pensar más. Hacía muchísimo calor, pero me daba igual. Poco a poco, me fui quedando dormido, inmerso en un sueño que nunca fui capaz de recordar. Hasta que un ruido me despertó. Me costó darme cuenta de que provenía del piso de al lado. Abrí los ojos y me incorporé. Una canción comenzó a sonar tras la pared. Rápidamente, reconocí el famoso Killing me softly, pero en la versión de Fugees, no la de Roberta Flack. Me sabía el estribillo e inconscientemente me puse a tararearlo. No lo hice solo. Al otro lado de la pared, una dulce voz femenina acompañaba a la cantante del grupo norteamericano. Una voz que me embriagó y que, sin que supiera la razón, logró dibujarme una sonrisa. Cerré los ojos, hipnotizado, y durante las siguientes horas permanecí atrapado en los brazos de Morfeo.

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