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Silencio – Becca Fitzpatrick

La confusión se ha disipado y ya no hay nada que perturbe la relación entre Patch y Nora. Han superado los secretos que se escondían en el oscuro pasado de Patch…, han atravesado mundos irreconciliables…, se han enfrentado a pruebas sobrecogedoras de traición, lealtad y confianza…, y todo ello por un amor que trasciende los límites entre el cielo y la tierra. Armados con la fe absoluta que tienen el uno en el otro, Patch y Nora se enfrentan ahora a un villano que pretende acabar de una vez y para siempre con cuanto han luchado por conseguir, incluido su amor.


 

El elegante Audi negro se detuvo en el parking que da al cementerio, pero ninguno de los tres hombres que lo ocupaban tenía la intención de presentarle sus respetos a los muertos. Era más de medianoche y el cementerio estaba oficialmente cerrado; una extraña bruma estival flotaba en el aire, fina y tristona, como una hilera de fantasmas. Incluso la luna menguante parecía un párpado caído. Antes de que el polvo de la calle se asentara, el conductor se apeó y abrió las dos puertas traseras del coche. El primero en bajar fue Blakely. Era alto, de cabellos grises, y rostro duro, rectangular; de casi treinta años si fuera humano, pero bastante mayor dado que era un Nefil. Le siguió otro Nefil llamado Hank Millar, también de gran estatura, rubio, de ojos azules, apuesto y carismático. Su lema era « La justicia es más importante que la misericordia» , y eso, combinado con un rápido ascenso al poder en el infierno de los Nefilim durante los últimos años, le había proporcionado los apodos de Puño de la Justicia, Puño de Hierro y, sobre todo, Mano Negra. Los suy os lo consideraban un líder visionario, un salvador, pero en los círculos más reservados se referían a él como Mano de Sangre y, susurrando, decían que no era un redentor sino un dictador implacable. A Hank, esas habladurías lo divertían: un auténtico dictador goza de un poder absoluto y no tiene oposición. Con un poco de suerte, algún día él iba a estar a la altura de esas expectativas. Hankencendió un cigarrillo y dio una profunda calada. —¿Mis hombres se han reunido? —Hay diez en el bosque más arriba —contestó Blakely—. Otros diez en coches aparcados ante ambas salidas. Cinco se ocultan en diversos puntos del cementerio; tres detrás de las puertas del mausoleo y dos junto a la cerca. Si fueran más, descubrirían nuestra presencia. No cabe duda de que el hombre con el que usted se reunirá esta noche vendrá con su propia gente. Hanksonrió en medio de la oscuridad. —Oh, tengo mis dudas. Blakely parpadeó. —¿Ha reunido a veinticinco de sus mejores guerreros Nefilim para enfrentarse a un solo hombre? —No es un hombre —le recordó Hank—. Nada debe salir mal esta noche.


—Tenemos a Nora. Si le causa problemas, póngalo al teléfono con ella. Dicen que los ángeles no sienten, pero tienen emociones. Estoy seguro de que cuando ella grite, él lo sentirá. Dagger está preparado, esperando. Hankse volvió hacia Blakely y le lanzó una sonrisa lenta e inquisidora. —¿Dagger la está vigilando? No es precisamente cuerdo. —Usted dijo que quería quebrar su resistencia. —Sí, lo dije, ¿verdad? —reflexionó Hank. Sólo hacía cuatro días que la había capturado, arrastrándola fuera de una caseta situada en el parque de atracciones Delphic, pero ya había decidido cuáles eran las lecciones que ella debía aprender. Primero: nunca debía minar su autoridad ante sus hombres. Segundo: debía sentir devoción por la casta de los Nefilim. Y tal vez la más importante: debía respetar a su padre. Blakely le tendió a Hank un pequeño artilugio mecánico con un botón central que lanzaba misteriosos destellos azules. —Métalo en su bolsillo. Presione el botón azul y sus hombres atacarán desde todas las direcciones. —¿Su poder ha sido aumentado mediante un hechizo diabólico? —preguntó Hank. El otro asintió. —Cuando se activa, está diseñado para inmovilizar momentáneamente al ángel. Ignoro durante cuánto tiempo. Es un prototipo y aún no lo he probado a fondo. —¿Has hablado de esto con alguien? —Me dijo que no lo hiciera, señor. Satisfecho, Hankintrodujo el artilugio en su bolsillo. —Deséame suerte, Blakely. —No la necesita —dijo su amigo, palmeándole el hombro.

Hank arrojó el cigarrillo a un lado, bajó por la escalera de piedra que conducía al cementerio, una zona bastante brumosa que anulaba la ventaja de su posición estratégica; había esperado ver al ángel primero, desde arriba, pero se consoló sabiendo que disponía de su propia milicia altamente entrenada y cuidadosamente seleccionada. Al pie de la escalera, Hank escudriñó las sombras. Había empezado a caer una llovizna que disipaba la bruma. El cementerio estaba cubierto de malezas y casi parecía un laberinto. Con razón Blakely había sugerido este lugar: era muy improbable que una mirada humana presenciara los acontecimientos de esa noche. Allí, más adelante, el ángel se apoyaba contra una lápida, pero al ver a Hank se enderezó. Estaba vestido de negro de pies a cabeza, incluida su cazadora de motorista, y era difícil distinguirlo entre las sombras. Hacía días que no se afeitaba, llevaba el cabello despeinado y su rostro denotaba preocupación. ¿Acaso lloraba la desaparición de su novia? Tanto mejor. —Tienes mal aspecto… eres Patch, ¿verdad? —dijo Hank, deteniéndose a pocos pasos de distancia. El ángel sonrió, pero su sonrisa no era agradable. —Y yo que creía que tú también pasarías algunas noches sin dormir. Después de todo, ella es de tu propia sangre. Pero, por el contrario, parece que has dormido bien; Rixon siempre dijo que eras un niño bonito. Hank pasó por alto el insulto. Rixon era un ángel caído que solía poseer su cuerpo todos los años, durante el mes de Jeshván, y ahora podía darlo por muerto. Tras su desaparición, ya no había nada en el mundo que asustara a Hank. —¿Y bien? ¿Qué tienes para mí? Será mejor que sea algo que merezca la pena. —Visité tu casa, pero te habías escabullido con el rabo entre las piernas, llevándote a tu familia contigo —dijo el ángel en voz baja, en un tono que Hank no logró descifrar: estaba a medio camino entre el desprecio y la burla. —Sí, supuse que intentarías algún disparate. Ojo por ojo, ¿no es ése el lema de los ángeles caídos? —Hank no sabía si la actitud indiferente del ángel lo impresionaba o lo irritaba. Había esperado encontrarlo sumido en la desesperación. Como mínimo, esperaba provocarlo para que recurriera a la violencia, cualquier excusa servía para que sus hombres acudieran. No hay nada mejor que una masacre para inculcar la camaradería. —Basta de chanzas.

Dime que me has traído algo útil. El ángel se encogió de hombros. —Seguirte el juego no me importaba; lo importante es descubrir dónde has ocultado a tu hija. —Ése no era el trato —exclamó Hank, tensando los músculos de la mandíbula. —Te proporcionaré la información que necesitas —replicó el ángel en tono casi indiferente, si no fuera por el brillo helado en su mirada—. Pero primero tienes que soltar a Nora. Que tus hombres telefoneen ahora mismo. —Antes debo comprobar que cooperarás a largo plazo. No la soltaré hasta que cumplas con tu parte del trato. Los labios del ángel se curvaron hacia arriba, pero aquello apenas podía considerarse una sonrisa: el efecto resultaba amenazador. —No estoy aquí para negociar. —No puedes permitírtelo. —Hank introdujo la mano en su bolsillo superior y recuperó su móvil—. Mi paciencia se ha acabado. Si me has hecho perder el tiempo, esta noche resultará desagradable para tu novia. Una llamada, y pasará hambre… Antes de poder cumplir con su amenaza, Hank tropezó hacia atrás. El ángel estiró los brazos, y Hank se quedó sin aliento. Su cabeza golpeó contra algo sólido y se le nubló la vista. —Así es como funcionará —siseó el ángel. Hank trató de gritar pero la mano del otro le apretaba el cuello. Hank pataleó, pero fue inútil: el ángel era demasiado fuerte. Trató de apretar el botón de alarma, pero no lo logró. El ángel le impedía respirar. Vio luces rojas y fue como si una piedra le aplastara el pecho. De pronto Hank se introdujo en la mente del ángel, separó las hebras que formaban sus pensamientos y se concentró en modificar sus intenciones y en debilitar su decisión, sin dejar de susurrar con voz hipnótica: « Suelta a Hank Millar, suéltalo ahora» .

—¿Un truco mental? —se burló el ángel—. No te molestes. Haz la llamada. Si dentro de dos minutos ella queda en libertad, te mataré rápidamente. Si tarda más, te destrozaré, pedazo a pedazo. Y puedes confiar en que disfrutaré de tus últimos alaridos. —¡No… puedes… matarme! —barbotó Hank. Sintió un dolor punzante en la mejilla. Soltó un aullido, pero el sonido no brotó a través de sus labios. El ángel le oprimía la tráquea, el dolor agudo y lacerante aumentó, y Hank sintió el olor a sangre mezclado con su propio sudor. —Un pedazo por vez —siseó el ángel, dejando colgar algo apergaminado y empapado en un líquido oscuro ante los ojos desorbitados de Hank. ¡Era su piel! —Llama a tus hombres —ordenó el ángel en un tono infinitamente menos paciente. —¡No… puedo… hablar! —graznó Hank. Ojalá pudiera alcanzar el botón de alarma… « Jura que la soltarás ahora mismo y te dejaré hablar» . La amenaza del ángel se deslizó dentro del cerebro del otro con mucha facilidad. « Estás cometiendo un gran error, muchacho» , replicó Hank. Rozó el bolsillo con los dedos y logró aferrar el artilugio. El ángel soltó un gruñido de impaciencia, le arrancó el artilugio de la mano y lo arrojó a un lado. « Jura, o lo próximo que te arrancaré será el brazo» . « Cumpliré con el trato original —contestó Hank—. Si me proporcionas la información que necesito le perdonaré la vida a ella y me olvidaré de vengar la muerte de Chauncey Langeais. Hasta entonces, juro que no la maltrataré…» El ángel golpeó la cabeza de Hank contra el suelo. Entre las náuseas y el dolor, Hank oyó que decía: « No la dejaré en tus manos ni cinco minutos más, por no hablar del tiempo que me llevará conseguir lo que quieres» . Hank trató de atisbar por encima del hombro del ángel, pero lo único que vio fue el cerco de lápidas. El ángel lo aplastaba contra el suelo, impidiendo que sus hombres lo vieran.

No creía que el ángel pudiera matarlo —Hankera inmortal—, pero se negaba a quedarse ahí tumbado y dejar que lo mutilara hasta parecer un cadáver. Adoptó una expresión desdeñosa y miró al ángel directamente a los ojos. « Nunca olvidaré sus gritos agudos cuando la arrastré. ¿Sabías que gritó tu nombre una y otra vez? Dijo que vendrías a rescatarla. Eso fue durante los dos primeros días, claro está. Creo que por fin empieza a aceptar que tú no estás a mi altura» . Hank vio cómo el rostro del ángel se teñía de un color rojo, oscuro como la sangre, cómo sus hombros se agitaban y sus ojos negros destellaban con ira. Y entonces sucumbió a un dolor insoportable: cuando estaba a punto de perder el conocimiento debido a la paliza recibida, vio que su sangre manchaba los puños del ángel y soltó un aullido ensordecedor. El dolor lo invadió y estuvo a punto de desmay arse. En algún lugar, a lo lejos, oyó el golpe de los pasos de sus hombres Nefilim. « ¡Quitádmelo… de… encima!» , gruñó mientras el ángel lo golpeaba. Sentía un ardor tremendo en las terminales nerviosas, su cuerpo rezumaba calor y dolor. Vio su mano: la carne había desaparecido, sólo quedaban huesos rotos. El ángel lo estaba despedazando. Oy ó los gruñidos de sus hombres esforzándose por separarlo del ángel, pero sin éxito: las manos de éste no dejaban de lacerarle las carnes. « ¡Blakely!» Hanksoltó una maldición. —¡Quitádselo de encima ahora! —ordenó Blakely a sus hombres. Los hombres sacaron al ángel a rastras. Hank yacía en el suelo, jadeando; estaba empapado de sangre, atravesado por atroces punzadas. Sin embargo, apartó la mano que le ofrecía Blakely y se puso de pie. Se sentía mareado, el dolor lo hacía tambalear. La expresión boquiabierta de sus hombres le indicó que su aspecto era atroz. Dada la gravedad de sus heridas, tal vez tardarían una semana en cicatrizar, incluso mediante la ayuda de la hechicería diabólica. —¿Quiere que nos lo llevemos, señor? Hank se puso un pañuelo en la boca; tenía el labio partido y hecho papilla. —No.

Encerrado no nos sirve de nada. Dile a Dagger que durante las próximas cuarenta y ocho horas sólo le ofrezca agua a la chica —jadeó—. Si nuestro muchacho se niega a cooperar, ella lo pagará. Blakely asintió, se volvió y marcó un número en el móvil. Hank escupió un diente ensangrentado, lo examinó en silencio y lo introdujo en su bolsillo. Clavó la vista en el ángel, cuy a única manifestación de ira eran los puños apretados. —Una vez más, éstas son las condiciones de nuestro juramento, para que no hay a malentendidos. Primero, recuperarás la confianza de los ángeles caídos uniéndote a sus filas… —Te mataré —le advirtió el ángel en voz baja. Aunque cinco hombres lo aferraban, había dejado de luchar; permanecía inmóvil y los deseos de venganza ardían en sus ojos negros. Durante un instante, una punzada de temor atravesó las entrañas de Hank, pero se esforzó por parecer indiferente. —… y después, los espiarás y me informarás directamente de sus planes. —Ahora juro —dijo el ángel, controlando su agitada respiración—, con estos hombres como testigos, que no descansaré hasta que hay as muerto. —No malgastes saliva. No puedes matarme. ¿Acaso has olvidado de quién ha recibido un Nefil su inmortal primogenitura? Sus hombres soltaron una risita, pero Hank los acalló con un gesto. —Cuando hay a comprobado que me has dado la suficiente información como para evitar que los ángeles caídos posean cuerpos Nefilim el próximo Jeshván… —Si le haces daño a ella, la venganza se multiplicará por diez. Hank frunció los labios, como si sonriera. —Un sentimiento innecesario, ¿no te parece? Para cuando haya acabado con ella, no recordará tu nombre. —Recuerda esto —dijo el ángel en tono vehemente—. Te perseguirá para siempre. —Ya basta —replicó Hank con gesto asqueado, y se dirigió hacia el coche—. Llevadlo al parque de atracciones Delphic. Ha de regresar junto a los caídos lo antes posible. —Te daré mis alas. Hank se detuvo, dudando de haber oído correctamente y soltó una carcajada dura.

—¿Qué? —Jura que soltarás a Nora ahora mismo y serán tuyas. —La voz del ángel parecía exhausta, como insinuando la derrota, lo que sonó a música para los oídos de Hank. —¿De qué me servirían tus alas? —contestó con indiferencia, pero el ángel había llamado su atención. Que él supiera, jamás un Nefil había quitado las alas de un ángel. A veces los ángeles se las quitaban entre ellos, pero la idea de que un Nefil poseyera semejante poder era una novedad, una tentación considerable. De la noche a la mañana, las noticias acerca de lo que había logrado circularían por todos los hogares de los Nefilim. —Ya se te ocurrirá algo —dijo el ángel en tono cada vez más exhausto. —Juraré que la soltaré antes de Jeshván —replicó Hank, sin ningún atisbo de entusiasmo en su voz; sabía que revelar su alegría sería fatal. —No es suficiente. —Puede que tus alas sean un buen trofeo, pero tengo planes más importantes. La soltaré a finales de verano, es mi oferta final. —Dio media vuelta y se alejó, disimulando su entusiasmo. —Trato hecho —dijo el ángel con resignación, y Hank dio un suspiro. —¿Cómo lo haremos? —preguntó, volviéndose. —Tus hombres las arrancarán. Hank se dispuso a discutir, pero el ángel lo interrumpió. —Son bastante fuertes. Si no me defiendo, nueve o diez de ellos bastarán para hacerlo. Volveré a vivir por debajo del Delphic y haré saber que los ángeles me arrancaron las alas. Pero para que esto funcione, tú y y o no podemos mantener ningún contacto —le advirtió. De inmediato, Hank dejó caer sobre la hierba unas gotas de sangre de su mano desfigurada. —Juro que soltaré a Nora antes de que acabe el verano. Si rompo mi juramento, que muera y regrese al polvo del que fui creado. El ángel se quitó la camisa y apoy ó las manos en las rodillas. Su pecho se agitaba en cada respiración.

Con una valentía que Hank detestaba y envidiaba, el ángel le dijo: —Adelante. A Hank le hubiera gustado hacerlo él mismo, pero su desconfianza se lo impidió. No podía comprobar si no quedaban rastros de hechicería diabólica en su cuerpo. Si según se rumoreaba, el punto en el que las alas del ángel se fundían con la espalda era tan sensible, un roce podría delatarlo. Había trabajado demasiado duro como para cometer un error a estas alturas de la partida. Reprimiendo su pesar, Hank se dirigió a sus hombres. —Arrancad las alas del ángel y después limpiadlo todo. Luego depositad su cuerpo ante las puertas del Delphic, donde seguro que lo encontrarán. Y evitad ser vistos. —Le hubiera gustado mandar que le pusieran su marca: un puño cerrado. Así podría exhibir su victoria y aumentaría su prestigio entre los Nefilim, pero el ángel tenía razón; para que esto funcionara, no debía quedar ningún indicio del vínculo entre ambos. Una vez junto al coche, Hank dirigió la mirada al cementerio. El suceso había acabado; el ángel yacía en el suelo, sin camisa y con dos heridas abiertas en la espalda. Aunque no había sufrido dolor alguno, su cuerpo parecía haber entrado en estado de shock debido a la pérdida. Hank también había oído decir que las cicatrices de las alas de un ángel caído eran su talón de Aquiles y, con respecto a ello, los rumores no dejaban dudas. —¿Hemos acabado? —preguntó Blakely, acercándose a él. —Una llamada más —dijo Hank en tono levemente irónico—. A la madre de la muchacha. Se llevó el móvil a la oreja y marcó. Carraspeó, adoptando un tono tenso y preocupado. —Blythe, cariño, acabo de recibir tu mensaje. La familia y yo hemos estado de vacaciones y ahora me dirijo al aeropuerto. Cogeré el primer avión. Cuéntamelo todo: ¿qué dices, que la han raptado? ¿Estás segura? ¿Qué dijo la policía? —Hizo una pausa, escuchando los angustiados sollozos de la mujer. » Escúchame —dijo en tono firme—.

Estoy aquí. Me ocuparé de todo, si es necesario recurriré a todos mis contactos. Si Nora está allí fuera, la encontraremos. Capítulo Coldwater, Estado de Maine El presente Incluso antes de abrir los ojos supe que estaba en peligro. Oí el ligero crujido de pasos que se acercaban. Aún estaba medio dormida y no lograba concentrarme. Estaba tendida de espaldas y el frío penetraba a través de mi camisa. Tenía el cuello dolorosamente torcido y abrí los ojos. Unas piedras delgadas surgían entre la bruma azul negruzca y, durante un extraño momento, la imagen de unos dientes torcidos me vino a la cabeza; entonces comprendí lo que eran: lápidas. Procuré incorporarme, pero mis manos resbalaron en la hierba húmeda; luché contra la somnolencia y me deslicé a un lado de una tumba medio hundida, tanteando entre la bruma. Las rodilleras de mis pantalones absorbían la humedad a medida que me arrastraba entre las tumbas y los monumentos. Identifiqué el lugar vagamente, pero el dolor atroz que me taladraba la cabeza me impedía pensar con claridad. Me arrastré a lo largo de una verja de hierro forjado, sobre una vieja capa de hojas en descomposición, y oí un alarido fantasmal que, aunque me hizo estremecer, no era el sonido que más me atemorizaba. Los pasos resonaban en la hierba a mis espaldas, pero no sabía si estaban próximos o lejanos. Un grito me persiguió a través de la bruma y avancé más rápido; sabía que debía ocultarme pero estaba desorientada; la oscuridad me impedía ver con claridad y la fantasmal bruma azul me hechizaba. A lo lejos, entre dos hileras de árboles raquíticos, resplandecía un mausoleo blanco. Me puse de pie y eché a correr hacia él. Me deslicé entre dos monumentos de mármol, y al otro lado él me estaba esperando: una enorme silueta, con el brazo levantado dispuesto a golpear. Tropecé hacia atrás, comprendiendo mi error. Era de piedra, un ángel encima de un pedestal que vigilaba a los muertos. Puede que me tragara una carcajada nerviosa, pero mi cabeza golpeó contra algo duro, perdí el equilibrio y se me nubló la vista. El desmay o no pudo haber durado mucho. Cuando recuperé la consciencia aún respiraba agitadamente debido al esfuerzo de la carrera. Sabía que tenía que incorporarme, pero no recordaba el motivo, así que me quedé tendida y el rocío helado se mezcló con el tibio sudor de mi piel. Por fin parpadeé y entonces vi lo que ponía la lápida más próxima y las letras grabadas del epitafio se convirtieron en líneas legibles.

HARRISON GREY MARIDO Y PADRE LEAL FALLECIDO EL 16 DE MARZO DE 2008 Me mordí el labio para no gritar. Entonces identifiqué la sombra familiar que acechaba a mis espaldas hacía unos minutos, cuando desperté. Me encontraba en el cementerio de Coldwater, junto a la tumba de mi padre. « Es una pesadilla —me dije—. Aún no he despertado del todo. Todo esto sólo es una horrenda pesadilla» . El ángel me observaba, con sus alas desplegadas por detrás y el brazo derecho señalando al otro lado del cementerio. Su expresión era indiferente, pero su sonrisa era más irónica que benévola. Durante un momento, casi logré convencerme de que era real y que y o no estaba sola. Le lancé una sonrisa, pero los labios me temblaban. Me sequé las lágrimas con la manga de la camisa, mas no recordaba haber empezado a derramarlas. Quería acurrucarme entre sus brazos, sentir el batir de sus alas en el aire mientras volábamos por encima de las puertas del cementerio, lejos de este lugar. El crujir de pasos en la hierba me despertó del sopor. Ahora eran más presurosos. Me volví hacia el ruido, desconcertada por la lucecita que brillaba y se apagaba en medio de la brumosa oscuridad. El haz de luz se elevaba y caía al ritmo de los pasos. Una linterna. Bizqueé cuando la luz se detuvo entre mis ojos, deslumbrándome y, aterrada, comprendí que no estaba soñando. —Oye —gruñó una voz masculina, oculta tras el resplandor—. No puedes estar aquí. El cementerio está cerrado. Aparté la cara, aún veía chispas de luz. —¿Cuántos más hay por aquí? —preguntó el hombre. —¿Qué? —Mi voz era un susurro. —¿Cuántos más están aquí contigo? —continuó en tono más agresivo—.

Se os ocurrió venir aquí y dedicaros a los juegos nocturnos, ¿verdad? ¿Al escondite? ¿O tal vez a fantasmas en el cementerio? ¡No mientras yo esté de guardia! ¿Qué estaba haciendo y o aquí? ¿Había acudido para visitar a mi padre? Traté de recuperar la memoria, pero no pude. No recordaba haber ido al cementerio. No recordaba casi nada, era como si me hubiesen arrancado el recuerdo de esa noche de la memoria. Y aún peor, no recordaba la mañana. No recordaba haberme vestido, desayunado o ido al instituto. ¿Acaso era un día de clase? Reprimí la sensación de pánico, traté de orientarme y acepté la mano que me tendía el hombre. En cuanto me incorporé, la linterna volvió a iluminarme. —¿Cuántos años tienes? —quiso saber él. Por fin había algo que sabía con certeza. —Dieciséis. —Casi diecisiete; mi cumpleaños era en agosto. —¿Qué demonios haces aquí fuera, a solas? ¿No sabes que el toque de queda y a ha pasado? Miré en torno sin saber qué hacer. —Yo… —No te has escapado, ¿verdad? Sólo dime que tienes adónde ir. —Sí. —La granja. El repentino recuerdo de mi hogar me levantó el ánimo, pero después se me fue el alma a los pies. ¿Decía que estaba fuera después del toque de queda? ¿Cuánto tiempo después? Procuré borrar la imagen del rostro enfadado de mi madre cuando entrara por la puerta, pero sin éxito. —Ese « sí» , ¿se corresponde con una dirección? —Hawthorne Lane. —Traté de ponerme de pie, pero el mareo hizo que me tambaleara. ¿Por qué no lograba recordar cómo había llegado hasta aquí? Seguramente llegué en coche, pero ¿dónde había aparcado el Fiat? ¿Y dónde estaban mi bolso y mis llaves? —¿Has bebido? —preguntó el hombre, entrecerrando los ojos. Negué con la cabeza. El haz de la linterna se había apartado de mi cara, pero entonces volvió a iluminarla directamente. —Un momento —dijo él, y su voz adoptó un tono que me disgustó—. No eres aquella chica, ¿verdad? Nora Grey —soltó, como si mi nombre fuera una respuesta automática. —¿Cómo es que… sabes mi nombre? —dije, retrocediendo.

—La tele. La recompensa. HankMillar la anunció. No presté atención a sus siguientes palabras. Marcie Millar era lo más parecido a mi archienemiga. ¿Qué tenía que ver su padre con esto? —Te han estado buscando desde finales de junio. —¿Junio? —repetí, invadida por el pánico—. ¿De qué estás hablando? Estamos en abril. —« ¿Y quién me estaba buscando? ¿HankMillar? ¿Por qué?» —¿Abril? —El hombre me lanzó una mirada extraña—. Pero si estamos en septiembre, chiquilla. ¿Septiembre? No. Era imposible. Si el segundo curso del instituto hubiese acabado, lo sabría. Sabría si las vacaciones del verano ya habían transcurrido. Sólo había despertado hacía un par de minutos: desorientada sí, pero no estúpida. Pero ¿por qué me mentiría? El hombre dejó de iluminarme la cara y le eché un vistazo. Sus tejanos estaban sucios, hacía días que no se afeitaba, tenía las uñas largas y negras. Parecía uno de esos vagabundos que recorrían las vías del tren y se instalaban junto al río durante los meses de verano, y que solían portar armas. —Tienes razón, debo ir a casa —dije, retrocediendo y tanteando mi bolsillo. Pero faltaban el bulto del móvil y las llaves del coche. —¿Adónde crees que vas? —preguntó el hombre, siguiéndome. Su abrupto movimiento me provocó un retortijón en la tripa y eché a correr. Corrí en la dirección que señalaba el ángel de piedra, con la esperanza de que me condujera a la puerta sur. Me hubiese dirigido a la del norte, por la que solía entrar, pero hubiera supuesto correr hacia el hombre en vez de alejarme de él. Perdí pie y trastabillé cuesta abajo; las ramas me arañaban los brazos y mis zapatos golpeaban contra el suelo rocoso e irregular.

—¡Nora! —gritó el hombre. ¿Por qué le dije que vivía en Hawthorne Lane? ¿Y si me seguía? Sus zancadas eran más largas que las mías y oí sus pasos acercándose. Agité los brazos con desesperación, apartando las ramas que se clavaban en mi ropa como garras. Él me cogió del hombro y me volví, apartando su mano de un golpe. —¡No me toques! —Un momento. Te dije lo de la recompensa, y pienso cobrarla. Trató de cogerme del brazo otra vez, pero un golpe de adrenalina hizo que le pegara una patada en la espinilla. —¡Ay y y ! —exclamó, y se tocó la pierna. Mi propia violencia me desconcertó, pero no tenía otra opción. Retrocedí un par de pasos, eché un rápido vistazo en torno y traté de orientarme. El sudor me humedecía la camisa, se deslizaba por mi espalda y me erizaba el vello. Algo no encajaba. Pese a mi memoria borrosa, tenía un plano claro del cementerio en la cabeza: había estado aquí innumerables veces para visitar la tumba de mi padre, pero aunque el cementerio parecía familiar hasta en el último detalle, incluso el olor a hojas quemadas y agua estancada, había algo en su aspecto que no encajaba. Y entonces me di cuenta de qué era. Los arces estaban manchados de rojo, una señal de que el otoño estaba próximo. Pero eso era imposible. Estábamos en abril, no en septiembre. ¿Por qué las hojas cambiaban de color? ¿Acaso el hombre decía la verdad? Dirigí la mirada hacia atrás y vi que el hombre me perseguía cojeando, con el móvil presionado contra la oreja. —Sí, es ella. Estoy seguro. Abandona el cementerio en dirección al sur. Me lancé hacia delante impulsada por el miedo. « Salta por encima de la verja. Busca una zona bien iluminada y habitada. Llama a la policía.

Llama a Vee…» Vee, mi mejor amiga, la de más confianza. Su casa estaba más cerca que la mía. Iría allí. Su madre llamaría a la policía. Yo describiría al hombre y ellos lo atraparían y se asegurarían de que me dejara en paz. Me ay udarían a recordar la noche pasada, volvería sobre mis pasos y de algún modo recuperaría la memoria y tendría por dónde empezar a comprender. Así podría desprenderme de esa versión remota de mí misma, de esa sensación de flotar en un mundo que era el mío pero que me rechazaba. Sólo dejé de correr para encaramarme a la cerca del cementerio. Cien metros más allá había un prado, justo al otro lado del puente Wentworth. Lo atravesaría y recorrería las calles con nombres de árbol: Elm, Maple y Oak, atravesaría callejuelas y patios hasta ponerme a salvo en la casa de Vee. Cuando me dirigía a toda prisa hacia el puente oí el aullido agudo de una sirena que se aproximaba y dos faros me inmovilizaron. La luz azul de un reflector brillaba en el techo del automóvil, que se detuvo al otro lado del puente haciendo chirriar los neumáticos.

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