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Quirke en San Sebastian – Benjamin Black

A Terry Tice le gustaba matar a gente. Así de sencillo. Tal vez decir que le gustaba no sea lo más correcto. Hoy día le pagaban por eso, y le pagaban bien. Pero en realidad el motivo nunca era el dinero. Entonces ¿qué? Le había dado muchas vueltas al asunto, en distintos momentos a lo largo de los años. No estaba chiflado, y no era nada sexual, y tampoco es que fuese un enfermo; no era ningún psicópata. La mejor respuesta que se le ocurría era que lo hacía para poner orden, para dejar las cosas en su sitio. Le contrataban para matar a personas que se habían metido donde no debían y había que quitarlas de en medio para que el negocio pudiera seguir adelante sin problemas. O eso o estaban de más, y esa era una razón igual de buena para librarse de ellas. Ni que decir tiene, él no tenía nada personal contra ninguno de sus objetivos —que es como prefería pensar en ellos, pues «víctimas» sonaba como si él fuese el culpable—, excepto en la medida en que eran un estorbo. Sí, se sentía verdaderamente complacido al dejar las cosas pulcras y en orden de revista. En orden de revista, eso era. Al fin y al cabo, había pasado una temporada en la Armada Británica al final de la guerra. Era demasiado joven para alistarse, pero había mentido respecto a su edad y lo habían aceptado, y había «entrado en combate» —como les gustaba decir a los jefazos de voz meliflua— cazando submarinos alemanes en el Atlántico Norte. En todo caso, la vida en el mar era aburrida, el aburrimiento era una de las cosas que Terry no soportaba. Además, se mareaba. Un marinero que se pasaba el día mareado, bonita cosa. Así que, en cuanto tuvo ocasión, pidió el traslado al ejército. Sirvió unos meses en el norte de África, acodado en los wadis , espantando las moscas y disparando al tuntún contra el famoso Afrika Korps de Rommel cada vez que asomaba la cuadrada cabezota, mientras a lo lejos en el horizonte los tanques zumbaban como escarabajos y se escupían fuego día y noche. Después estuvo un tiempo en Birmania, donde tuvo ocasión de matar a un montón de esos tipos amarillos y lo pasó en grande una temporada. En África había pescado una desagradable gonorrea —aunque, ¿acaso existía una gonorrea agradable?—, y en Birmania contrajo una malaria más desagradable aún. Si no era una cosa era la otra. En la vida siempre se pierde. El final de la guerra fue una conmoción para el soldado Tice.


En tiempo de paz no sabía qué hacer con su vida, y se dedicó a ir de aquí para allá por Londres, saltando de un trabajo a otro. No tenía familia, que él supiera —había crecido, o se había curtido, más bien, en un orfanato—, y había perdido el contacto con sus antiguos camaradas del desierto o las olas. De todos modos, tampoco eran muchos. Ninguno en realidad, para ser francos. Por un tiempo probó suerte con las chicas, pero no tuvo éxito. La mayoría con las que se juntaba resultaban ser profesionales, debía de despedir un olor especial o algo así, porque había notado que las fulanas acudían a él como moscas a la miel. Por supuesto, iba en contra de sus principios pagar por eso, y además, en su opinión, eso tampoco era nada del otro mundo. Hubo una que se le pegó y que no era una furcia. Era una pelirroja despampanante, medio respetable, que tenía un trabajo de oficina en la fábrica de coches Morris cerca de Oxford, aunque era cockney hasta la médula. Él no tenía coche, así que solo la veía si subía hasta allí en tren o algún fin de semana que otro que ella bajaba a Londres para divertirse en la gran ciudad. Decía que se llamaba Sapphire. Oh-la-la ! Una noche en el Dog and Bone le registró el bolso, por pura curiosidad, mientras ella estaba empolvándose la nariz, y encontró una vieja cartilla de racionamiento y descubrió que su verdadero nombre era Doris, Doris Huggett, de un barrio de mala muerte del East End. Esa misma noche reparó, al verlo de cerca, en que su pelo era teñido. Tendría que haberse dado cuenta, era muy llamativo, con ese falso brillo metálico, como el de la curva del guardabarros de un Morris Oxford nuevecito. Doris-alias-Sapphire no le duró mucho más que las otras. En un bar del Soho en Nochevieja ella bebió un par de Babychams más de la cuenta y le dio la espalda, desternillándose de risa por algo que él había dicho. A él no le pareció que tuviese nada de gracioso. Aun borracha como iba, la llevó al callejón de detrás del club y le dio un par de bofetadas para enseñarle buenos modales. A la mañana siguiente ella le telefoneó gritándole y le amenazó con denunciarle por asalto y agresión, pero todo se quedó en nada. Eso era algo que no toleraba, que le faltaran al respeto o se burlasen de él. Acababa de juntarse con una pandilla del East End y habían dado algunos golpes provechosos y cosas por el estilo. No obstante, tuvo que dejarlo cuando acuchilló a uno de los tíos más jóvenes de la banda por burlarse de su acento irlandés; un acento irlandés, hay que añadir, que hasta entonces no sabía que tuviera. Era hábil con el cuchillo y con las armas de fuego —al fin y al cabo había estado en el ejército —, y cuando hacía falta también era bastante ducho con los puños. Uno de los gemelos Kray, Ronnie, lo contrató un tiempo de matón, pero su corta estatura era una desventaja. Por eso le gustaba Birmania, a pesar del calor y de las fiebres y de todo lo demás: los tipos que le habían mandado matar eran de su misma talla o más bajos.

No era fácil ganarse la vida como civil, y estaba empezando a desesperar, no le importaba admitirlo, cuando Percy Antrobus llegó pavoneándose a su vida. Percy era…, en fin, cuesta decir qué era Percy con exactitud. Corpulento, pálido, con caderas femeninas, bolsas amoratadas debajo de los ojos y un labio inferior grueso que colgaba y se volvía de color púrpura brillante cuando había bebido de más. Su bebida favorita era el brandy con oporto, aunque empezaba el día con lo que él llamaba una coupe , que Terry descubrió que era solo la palabra francesa para una copa de champán. Percy tomaba el champán muy frío. Tenía una varilla de cóctel hecha de oro auténtico. Cuando Terry le preguntó para qué servía, Percy lo miró como hacía cuando fingía sorprenderse, con los ojos grandes y redondos como monedas y la boca cerrada en un círculo fruncido que no parecía tanto una boca como ya-sabes-qué, y dijo: —Mi querido muchacho, supongo que no se te ocurriría tomar champán antes de mediodía ¡con burbujas! Ese era Percy. Y había que reconocerle que fue él quien reparó en el potencial de Terry y lo inició en su verdadera vocación. Qué raro que, tal como fueron las cosas, su primer objetivo fuese nada menos que la anciana madre de Percy. Tenía un pellizco en el banco, un buen pellizco en realidad, y había amenazado con borrar a Percy de su testamento por algo que había o que no había hecho. Percy, a la desesperada, decidió que la única solución era acabar con ella antes de que tuviese tiempo de llamar a su abogado —«un auténtico mal bicho» que se la tenía jurada a Percy, según él mismo decía— y le pidiese que le llevase el susodicho documento para tachar el nombre de su único hijo, el mencionado Percival. Terry conoció a Percy una neblinosa noche de noviembre en el pub King’s Head en Putney. Luego se le ocurrió que no había sido un encuentro fortuito después de todo, y que Percy lo había escogido a propósito como un tipo que podía ayudarlo con lo de la herencia. Cuando casi era la hora de cerrar, Percy empezó a contarle su problema con «la Máter» —de verdad que hablaba así — y cómo había pensado solucionarlo. Terry creyó que bromeaba. Pero no era una broma. Mientras se decían buenas noches a la salida del pub y su aliento se alzaba en grandes y densas vaharadas en el ya de por sí denso esmog, Percy le metió dos billetes de diez libras a Terry en el bolsillo de la pechera y propuso que se viesen en el mismo sitio a la misma hora la noche siguiente. Terry tenía sus dudas, pero al final fue. Cuando Percy lo vio entrar por la puerta le dedicó una enorme sonrisa y le invitó a una pinta de cerveza y un plato de anguilas en gelatina, y le susurró al oído que le pagaría cien libras esterlinas por meterle una bala en la sesera a la vieja. ¡Cien libras! Terry no había pensado que llegaría a ver tanto dinero junto. Dos días después le pegó un tiro a la señora Antrobus en Kensington High Street, a plena luz del día, y le quitó el bolso para que pareciera un atraco común o un tirón en un parque a manos de algún chaval asustado. Percy le proporcionó la pistola —«Totalmente imposible de rastrear, muchacho, te lo garantizo»— y se encargó de hacerla desaparecer después. Así fue como Terry descubrió lo bien conectado que estaba el viejo marica gordinflón. Las pistolas imposibles de rastrear no crecían en los árboles. A la mañana siguiente los periódicos publicaron a toda plana la noticia de la muerte de la vieja, con la recreación del «brutal asesino», obra de un dibujante.

Un parecido espantoso. Unos días después del funeral, su nuevo amigo invitó a Terry a una comilona en el Ritz. A Terry le inquietaba que los vieran juntos en un lugar público como ese, sobre todo después del repentino fallecimiento de «la Máter», pero Percy le guiñó el ojo despacio y le dijo que no pasaba nada, que iba allí a menudo con «chicos jóvenes y guapos como tú». Al acabar la comida, a Terry le daba vueltas la cabeza por el vino y la peste de los cigarros que fumaba Percy incluso mientras comía. Bajaron sin prisa por Saint James Street y entraron en la zapatería John Lobb. Allí le tomaron medidas a Terry para un par de zapatos de cuero calado, él habría preferido algo más elegante, pero cuando le enviaron los zapatos un par de semanas después y se los probó, se sintió como un lord. Se las arregló para echarle un vistazo a la factura y se alegró de que estuviese a nombre de Percy. Percy también le compró un sombrero gris oscuro en Lock & Co., unas puertas más arriba del local de John Lobb. —Un joven que se dedica a lo tuyo no puede permitirse el lujo de parecerlo —dijo Percy con su voz engolada de presidente del consejo, y soltó una risita. Terry tardó un segundo o dos en entender la broma. Muy ingenioso. —¿Y a qué me dedico con exactitud, señor Antrobus? — preguntó haciéndose el inocente. Y Percy se limitó a sonreír e intentó pellizcar el joven y pequeño trasero de Terry. Terry aún llevaba los zapatos Lobb en ocasiones, sobre todo cuando echaba de menos a Percy, aunque eso no ocurría demasiado a menudo. Los zapatos habían envejecido bien y cuanto más se los ponía más cómodos eran. El sombrero gris se había empapado bajo la lluvia —en las carreras de Ascot donde lo había llevado como premio especial un Percy enchisterado—, pero a Terry le daba igual porque nunca le había cogido el gusto. Pensaba que con él puesto parecía un estafador, no el gentleman en que Percy pretendía convertirlo. Pobre Percy. Al final, también a él había tenido que liquidarlo, con los ojos abiertos por la sorpresa y la boca fruncida como un agujerito encogido y sonrosado. Cayó al suelo con un golpe y un murmullo ahogado, como un saco de patatas.

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