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Pisando los Talones – Henning Mankell

La noche de San Juan, alguien, agazapado tras un matorral, contempla cómo se divierten unos jóvenes… Por esas mismas fechas, ajeno al drama que se fragua, el inspector Kurt Wallander regresa de sus vacaciones, y en agosto, ya metido en la rutina, empieza a acusar un extraño agotamiento que está a punto de costarle la vida en un accidente de tráfico. Cuando acude al médico, se lleva un buen susto al saber el diagnóstico. Para colmo, Svedberg, uno de sus colegas, no aparece a su vuelta de las vacaciones, y una madre presiona a los agentes para que busquen a su hija: hace ya más de un mes, la joven se marchó de viaje con unos amigos de manera imprevista, y todo indica que las postales que han enviado son falsas. Svedberg, que sigue sin dar señales de vida, ¿no estaba investigando esas desapariciones? Wallander no puede ni imaginar las incógnitas que le presentará este caso… ni los sangrientos crímenes que deberá resolver, «y cuanto antes», como le pide el fiscal.


 

Poco después de las cinco, la lluvia había cesado por completo. El hombre que se encontraba en cuclillas junto al grueso tronco del árbol empezó a quitarse lentamente el chubasquero. La lluvia, poco intensa, no había durado más de media hora. Sin embargo, la humedad le había empapado la ropa. Ante la idea de pillar un resfriado precisamente entonces, en pleno verano, le entró un arrebato de ira. Acabó de quitarse el chubasquero, lo dejó en el suelo y se levantó. Tenía las piernas entumecidas, así que empezó a balancear el torso hacia delante y hacia atrás, para reactivar la circulación de la sangre, al tiempo que echaba una ojeada a su alrededor. Sabía que aquellos a quienes esperaba no llegarían hasta las ocho, tal y como habían planeado. No obstante, existía el riesgo, aunque mínimo, de que otras personas se acercasen paseando por alguno de los senderos que serpenteaban por el parque natural. Esto era lo único que no podía prever, lo único de lo que no podía estar seguro. Pese a todo, no sentía la menor inquietud. Era la noche de San Juan. En el parque no había ni zona de camping ni lugares expresamente destinados a la celebración de la fiesta. Por otro lado, las personas a las que esperaba habían elegido el sitio con extremo cuidado, pues no querían que nadie los molestase. Hacía ya dos semanas que habían decidido dónde iban a reunirse. Por aquel entonces, él ya llevaba varios meses siguiéndolos muy de cerca. Al día siguiente de que ellos se decantaran por aquel lugar, él fue a echarle un vistazo, procurando que nadie se fijase en él mientras caminaba por el parque. Hubo un momento en que una pareja de ancianos apareció por uno de los senderos, así que se escondió tras un arbusto hasta que se alejaron. En cuanto dio con el lugar que habían elegido para su particular fiesta de la noche de San Juan, comprendió que se trataba de un rincón ideal. Se hallaba situado en una hondonada, rodeada de espesos matojos y, algo más retirados, algunos arbustos. No podían haber escogido un lugar mejor.


Ni para sus propios fines, ni para los de él. Ya se estaban dispersando las nubes y, tan pronto como salió el sol, subió la temperatura. Aquel mes de junio había resultado bastante frío en Escania. Todas las personas con las que había hablado de eso se habían quejado de lo frías que habían sido aquellas primeras semanas de verano. Y él se había mostrado de acuerdo. Él siempre se mostraba de acuerdo. De hecho, solía decirse que ésa era la única manera de escabullirse, de evitar cuantos inconvenientes se presentasen en su camino. Era un arte que había aprendido a dominar. El arte de mostrarse de acuerdo. Contempló el cielo y comprobó que no amenazaba lluvia. La primavera y el inicio del verano se habían presentado realmente fríos, pero ahora que empezaba a anochecer, precisamente la noche de San Juan, el sol se había decidido a salir. « Será una noche muy hermosa» , se dijo, « además de memorable» . Se percibía el olor a hierba mojada. Mientras oteaba el mar, a la izquierda de la pendiente, oy ó el aletear de un pájaro. Se puso de pie y escupió la bolsita de tabaco que había estado masticando y que ya empezaba a chorrearle por las comisuras de los labios, y la aplastó contra el suelo. Nunca dejaba huellas tras de sí. Nunca jamás. Aunque a menudo pensaba que debería dejar de masticar tabaco. Era un mal hábito que no encajaba con su personalidad. Habían acordado reunirse en la ciudad de Hammar. Resultaba el lugar más adecuado, ya que unos venían de Simrishamn, y otros saldrían de Ystad. Desde Hammar, partirían hasta el parque natural, estacionarían los coches y se pondrían en marcha hacia el sitio elegido. En realidad, no había sido una decisión tomada de improviso ni tampoco discutida, pues durante mucho tiempo habían barajado propuestas diferentes. Sin embargo, el día en que uno de ellos propuso este rincón del parque, todos lo aceptaron sin vacilar. Tal vez porque el tiempo apremiaba y aún les quedaban muchos preparativos que ultimar.

Faltaba y a poco para el gran día. Uno de ellos quedó al cargo de la comida, y otro se responsabilizó de ir a Copenhague y alquilar los disfraces y las pelucas necesarias. No querían dejar ni el menor detalle al azar. Asimismo, estaban preparados por si hacía mal tiempo. A las dos de la tarde de la víspera de San Juan, el encargado del material guardó un gran protector de plástico en una bolsa de deporte, en la que también metió un rollo de cinta adhesiva y unas cuantas varillas de metal ligero. Iban a pasar la noche a la intemperie aunque lloviese, pero no querían mojarse. Lo habían planeado todo hasta el último detalle. Pese a todo, sucedió algo que nadie habría podido prever. Uno de ellos se puso enfermo de forma repentina. Era una joven, tal vez la que más entusiasmo había mostrado ante la fiesta de San Juan. No hacía ni un año que conocía al resto del grupo. Aquella mañana se había levantado temprano con una ligera sensación de mareo. Al principio pensó que no eran más que nervios, pero, horas después, a eso de las doce, empezó a vomitar y le subió la fiebre. Aunque no perdió la esperanza de que se le pasaría, a las dos de la tarde, cuando llamaron a la puerta para recogerla, no tuvo más remedio que admitirlo: estaba enferma. De ahí que sólo tres de ellos se reunieran en Hammar poco antes de las siete y media de la tarde, horas antes de la fiesta de San Juan. Sin embargo, no se dejaron abatir por este contratiempo. Tenían experiencia y sabían que eran cosas que pasaban, que nadie podía estar preparado ante una contingencia como aquélla. Estacionaron los coches fuera del recinto del parque natural, cogieron sus cestos y sus bolsas y desaparecieron por uno de los senderos. Uno de ellos creyó oír a lo lejos las notas de un acordeón. Por lo demás, no se percibía más que el canto de algunos pájaros y el lejano rumor del mar. Cuando llegaron al lugar elegido, comprendieron enseguida que no se habían equivocado. Allí nadie los importunaría y podrían aguardar el amanecer sin sobresaltos. El cielo estaba totalmente despejado. La noche de San Juan sería una noche clara. Ya a principios de febrero, un día en que surgió la conversación de cuánto ansiaban la claridad de aquella noche, habían empezado a planear esa fiesta.

Bebieron más vino de la cuenta y durante largo rato discutieron acerca de lo que significaba exactamente la palabra « penumbra» . ¿En qué momento se iniciaba aquel estadio intermedio entre la luz y la oscuridad? ¿Podía describirse con palabras una tierra en penumbra? ¿Cuánto podía ver el ojo humano en aquel lapso de tiempo en que la luz era muy débil, la sombra creciente, y uno se sentía flotar en un estado indescriptible, impreciso y escurridizo? No llegaron a ponerse de acuerdo y la cuestión de la penumbra quedó sin resolver. Pero aquella noche sí lograron bosquejar el plan para su fiesta. Una vez en la hondonada, dejaron los cestos en el suelo y se retiraron, cada uno a un rincón, para cambiarse de ropa al abrigo de los espesos arbustos, de los que colgaron los espejos de mano que llevaban para comprobar que se ponían bien las pelucas. Ninguno de ellos tenía la menor sospecha de que, a cierta distancia, un hombre observaba sus complejos preparativos. Ajustarse bien las pelucas era lo más fácil. Más complicado resultaba ponerse los corpiños y las enaguas, o los pañolones y los alfileres, por no hablar de las gruesas capas de polvos de maquillaje. Todo tenía que ser auténtico. Ciertamente, jugaban a un juego, pero jugaban muy en serio. Habían dado las ocho cuando salieron de detrás de los arbustos. Se miraron de hito en hito, sobrecogidos los tres. Una vez más, habían salido de su propia época para introducirse en otra muy distinta. La época de Bellman [1] . Se acercaron unos a otros poco a poco y rompieron a reír; no obstante, la seriedad volvió enseguida a sus semblantes. Extendieron un gran mantel, sacaron los víveres que llevaban en los cestos y pusieron una casete donde habían grabado varias de las Epístolas de Fredman, de Bellman. Y empezó la fiesta. Después, cuando el invierno llegase de nuevo, tendrían el consuelo de recordar esa noche. En aquellos momentos estaban forjando un nuevo secreto que sólo les pertenecía a los tres. Estaba y a próxima la medianoche y aún no se había decidido. No tenía por qué darse prisa, pues sabía que se quedarían hasta la mañana. Tal vez incluso tuviesen pensado dormir allí hasta las primeras horas del día. Conocía sus planes hasta el más mínimo detalle, y dicho conocimiento le procuraba una sensación de absoluto dominio de la situación. « Sólo quien domina la situación está en condiciones de escabullirse» . Pasadas las once, al oírlos ya borrachos, se desplazó con sumo cuidado hasta el punto que había elegido desde su primera visita al lugar: un espeso matorral, situado en lo alto de la pendiente, que le brindaba una visión completa de cuanto ocurría en torno al mantel azul claro. Además, desde allí, podía acercárseles al máximo sin que ellos lo viesen.

De vez en cuando se apartaban del mantel para hacer sus necesidades. Él veía hasta sus menores movimientos. Era y a más de medianoche. Pero él seguía esperando. Y lo hacía porque dudaba. Había algo que no encajaba en los planes previstos. Algo había ocurrido. Tendrían que haber sido cuatro, pero uno de ellos no se había presentado. Se preguntó por los posibles motivos. « No hay ninguna explicación» , concluyó. Habría concurrido una circunstancia inesperada. Tal vez la joven había cambiado de opinión, o, quién sabe, habría caído enferma. Escuchó con atención la música, las risas. A veces se imaginaba a sí mismo sentado junto al mantel azul, con una copa en la mano. Tenía pensado probarse después una de las pelucas. Quizá también alguno de los disfraces. ¡Había tantas cosas que podía hacer! No había límites. Su control no habría sido mayor si hubiera podido volverse invisible. Continuó aguardando. El volumen de las risas ascendía y descendía. Un ave nocturna planeó veloz por encima de su cabeza para luego desaparecer. Dieron las tres y diez de la madrugada. No quería esperar más. Había llegado el momento; un momento de esa línea temporal sobre la que él ejercía su control. Casi nunca se ponía su reloj de pulsera.

Sin embargo, el tictac de horas y minutos se dejaba oír sin cesar en su interior. Sabía qué hora era, pues tenía dentro un mecanismo de relojería que nunca fallaba. Abajo, en torno al mantel azul, reinaba la calma. Los tres escuchaban la música abrazados. Él sabía que no dormían, aunque sí se hallaban sumidos en el estadio más profundo de sus ensueños y eran incapaces de imaginar siquiera que él estuviese muy cerca, detrás de ellos. Sacó la pistola con silenciador que había dejado junto a sí, sobre el chubasquero doblado en el suelo. Echó un vistazo y se deslizó después, ligeramente agazapado, hasta el árbol que se hallaba justo detrás del grupo. Entonces se detuvo unos segundos. No habían oído nada. Miró de nuevo a su alrededor y comprobó que nadie merodeaba por allí. Estaban solos. Salió de detrás del árbol y les descerrajó un tiro en la frente a cada uno. No pudo evitar que salpicase algo de sangre sobre las pelucas blancas. Fue tan rápido que ni siquiera alcanzó a tomar conciencia de lo que estaba haciendo. Pese a todo, allí estaban los tres, tendidos y muertos ante él. Abrazados, tal y como se hallaban unos segundos antes. Apagó el radiocasete. Aplicó el oído. Oyó el gorjeo de los pájaros. Lanzó otra mirada a su alrededor, pero, por supuesto, no había nadie. Dejó la pistola sobre el mantel, no sin antes extender una servilleta. Él nunca dejaba rastro alguno. Luego se sentó a contemplar a aquellos que habían estado riendo hacía un momento pero que ahora y acían muertos. Se le ocurrió pensar que la idílica escena no se había modificado lo más mínimo. « La única diferencia es que ahora y a somos cuatro, conforme al plan inicial» .

Se sirvió una copa de vino tinto. En condiciones normales, él no bebía. Pero en esta ocasión no pudo evitarlo. Después se ajustó una de las pelucas. Probó la comida, aunque no estaba especialmente hambriento. A las tres y media, se levantó. Aún le quedaba mucho por hacer. El parque natural era un lugar frecuentado por personas madrugadoras. Si alguien, contra todo pronóstico, abandonase el sendero para acercarse a la hondonada, no hallaría el menor rastro de lo sucedido. Al menos, no todavía. Lo último que hizo antes de abandonar el lugar fue registrar las bolsas y la ropa de los jóvenes. Y, en efecto, encontró lo que buscaba. Los tres llevaban encima el pasaporte. Se guardó los tres documentos en el bolsillo de su cazadora; más tarde los quemaría. Un último vistazo, antes de echar mano a una pequeña cámara y sacar una foto. Sólo una. Aquello era como contemplar un cuadro que representase una excursión en el siglo XVIII. La única diferencia consistía en que alguien había salpicado la imagen de sangre. Era la mañana de San Juan. El sábado 22 de junio de 1996 [2] Parecía que el buen tiempo iba a mantenerse. El verano había llegado por fin a Escania. Primera parte 1 El miércoles 7 de agosto de 1996, Kurt Wallander estuvo a punto de morir en un accidente de tráfico al este de Ystad. Sucedió poco después de las seis de la madrugada. Acababa de cruzar Nybrostrand, en dirección a Österlen, cuando de repente vio surgir delante de su Peugeot un camión que venía directo hacia él. En cuanto oyó el claxon del camión, dio un volantazo y se salió al arcén.

En ese momento lo atenazó el miedo. El corazón empezó a latirle bajo el pecho, y luego sintió tal mareo, tal vértigo, que creyó que iba a desmayarse. Durante un buen rato mantuvo las manos aferradas al volante de forma compulsiva. Una vez que hubo recuperado la calma, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Se había dormido al volante. Sólo había dado una cabezada, apenas duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para que su viejo vehículo invadiera, haciendo eses, el carril opuesto. Un segundo más y ahora estaría muerto, aplastado bajo el peso del camión. La idea lo dejó helado por un momento. Lo único que le venía a la cabeza era aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que le faltó poco para chocar contra un alce a las afueras de Tingsryd. Pero entonces había niebla y estaba oscuro. En cambio, esta vez se había dormido al volante. El cansancio. No lo comprendía. Le había sobrevenido sin previo aviso, poco antes de marcharse de vacaciones, a principios de junio. Precisamente este año había decidido tomarse el descanso a comienzos del verano. Pero la lluvia le había amargado las vacaciones. Hasta que no se hubo incorporado al trabajo, poco después de San Juan, no llegó el buen tiempo a Escania. Desde entonces, el cansancio ya no le había abandonado. Era capaz de quedarse dormido sentado en una silla. Incluso tras una larga noche de sueño ininterrumpido, tenía que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama. Con frecuencia, cuando iba al volante, se veía obligado a pararse un rato en el arcén para echar una cabezada. No comprendía aquel cansancio. Su hija Linda le había preguntado al respecto durante la semana de vacaciones que habían pasado juntos y en la que habían viajado en coche por Gotland. Fue una de las últimas noches, y estaban alojados en una pensión de Burgsvik. Había hecho una tarde magnífica.

Habían pasado el día deambulando por el extremo sur de Gotland y, antes de regresar a la pensión, cenaron en una pizzería. Linda le preguntó por qué estaba tan agotado. Kurt contempló el rostro de su hija, iluminado por la luz del candil, y comprendió que ella había meditado bien la pregunta. Sin embargo, le contestó con evasivas, le dijo que no le pasaba nada, que era muy normal que dedicase parte de sus vacaciones a intentar recuperar las horas robadas al sueño. Linda no insistió, pero él notó que no quedaba muy convencida. Tras el grave suceso con el camión, comprendió que no podía seguir así. Aquel cansancio no era normal. Algo no funcionaba. Había intentado detectar otros síntomas de enfermedad, pero no halló nada, salvo que a veces se despertaba por la noche con calambres en las pantorrillas. Se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte y concluyó que no podía ignorar ese cansancio por más tiempo. Tendría que pedir cita con el médico aquel mismo día. Arrancó el coche y prosiguió su camino. Bajó la ventanilla. Pese a que corría y a el mes de agosto, hacía aún mucho calor. Se dirigía a la casa de su padre, en Löderup. No sabía cuántas veces había recorrido el mismo camino, pero seguía sin poder aceptar la idea de no hallar a su padre en su taller, ante el caballete, pintando uno de sus cuadros con el motivo recurrente y siempre idéntico: un paisaje con un urogallo. O sin urogallo. Pero siempre con el sol como suspendido de hilos invisibles sobre las copas de los árboles. Pronto se cumplirían dos años desde el día en que Gertrud llamó a la comisaría de Ystad para comunicarle que su padre había caído muerto en el suelo del taller. Aún podía rememorar, como en una imagen nítida pero deformada, que, en aquella ocasión, mientras conducía hacia Löderup, se había negado a aceptar lo que sabía que era cierto; pero al ver a Gertrud en el jardín, no pudo ignorarlo por más tiempo y cobró conciencia de lo que lo aguardaba. Aquellos dos años habían pasado muy deprisa. Siempre que podía, aunque no muy a menudo, visitaba a Gertrud, que seguía viviendo en la casa de su padre. Tardaron más de un año en ponerse a limpiar a fondo el taller. Encontraron treinta y dos cuadros terminados y firmados. Una tarde de diciembre de 1995, sentados a la mesa, Gertrud y él confeccionaron una lista de las personas a las que regalarían aquellos cuadros.

Wallander se quedó con dos, uno con urogallo y otro sin él. A Linda le dieron uno, al igual que a la ex mujer de Kurt, Mona. Su hermana Kristina no quiso aceptar ninguno, ante el asombro y quizá también la pesadumbre de Wallander. Gertrud y a tenía varios, así que les quedaban veintiocho cuadros que repartir. Wallander decidió enviar uno, aunque sin mucho convencimiento, al comisario de la policía judicial de Kristianstad, con el que se veía de vez en cuando. Se les acabó la lista, en la que estaban incluidos los familiares de Gertrud, cuando llevaban repartidos veintisiete cuadros. Es decir, que les quedaban aún cinco cuadros. Wallander se preguntaba qué hacer con ellos. Sabía que no sería capaz de quemarlos. En realidad, ahora pertenecían a Gertrud, pero ella dijo que se los quedasen Kristina y él, en lugar de aceptarlos ella, que había sido la última en llegar a la vida de su padre. El inspector pasó el desvío hacia Kåseberga. Ya no tardaría en llegar. Pensó en lo que lo aguardaba. Una tarde de may o, durante una de sus visitas a Gertrud, habían dado un largo paseo por los caminos para tractores que serpenteaban por entre los campos de colza. Le dijo entonces que no quería quedarse a vivir allí, que empezaba a sentirse demasiado sola. —No quisiera seguir en esta casa, no sea que empiece a aparecérseme como un fantasma —aseguró. Él creyó entender lo que había querido decir. Con toda probabilidad, él habría reaccionado del mismo modo. Mientras caminaban entre los campos, ella le pidió que le ayudase a vender la casa. No tenía prisa, podía esperar hasta después del verano. Pero quería marcharse antes de que llegase el otoño. Tenía una hermana que acababa de quedarse viuda y que vivía a las afueras de Rynge, donde Gertrud tenía pensado instalarse. Y había llegado el momento. Aquel miércoles, Wallander se había tomado el día libre. A las nueve de la mañana acudiría a la casa un corredor de fincas de Ystad para acordar con ellos un precio razonable.

Antes de que se presentase el agente inmobiliario, él y Gertrud revisarían las últimas cajas de cartón con las pertenencias del padre. Lo habían empaquetado todo la semana anterior. Su colega Martinson había llevado una carretilla con la que hicieron varios viajes hasta el contenedor de basura cercano a Hedeskoga. Con creciente malestar, Wallander pensó que, al final, lo que queda de la vida de una persona va a parar al basurero más próximo. De su padre, aparte de los recuerdos, sólo quedaban unas cuantas fotografías, los cinco cuadros y unas cajas con cartas y documentos viejos. Nada más. Su vida había sido liquidada. Tomó el desvío que conducía a la casa de su padre. En el patio divisó a Gertrud, que siempre se levantaba muy temprano. Ante su sorpresa, observó que llevaba el mismo vestido que lució el día de la boda con su padre. Se le hizo un nudo en la garganta, pues tomó conciencia de la gravedad y la solemnidad con que Gertrud vivía aquel momento. Comprendió que aquella mujer estaba a punto de abandonar su hogar. Tomaron café en la cocina, donde los armarios, con las puertas abiertas, tan sólo dejaban ver las baldas vacías. Aquella misma tarde, la hermana de Gertrud acudiría a recoger a ésta. Wallander se quedaría con una copia de la llave y le daría la otra al corredor de fincas. Antes del café, revisaron el contenido de las dos cajas de cartón. Entre las viejas cartas, Wallander descubrió asombrado un par de zapatos de niño que crey ó reconocer como suy os. ¿Era posible que su padre los hubiese guardado durante todos aquellos años? Más tarde, llevó las cajas al coche y, al cerrar la puerta, vio a Gertrud en la escalera, sonriendo. —Quedan cinco cuadros; no lo habrás olvidado, ¿verdad? Wallander negó con la cabeza y se dirigió a la cabaña que su padre había convertido en taller. La puerta estaba abierta. Pese a que lo habían limpiado a fondo, seguía oliendo a disolvente. Sobre el viejo hornillo estaba el cazo en el que su padre había preparado innumerables tazas de café. « Es posible que ésta sea la última vez que entre aquí» , reflexionó. « Sin embargo, a diferencia de Gertrud, no he venido vestido para la ocasión, sino con mi indumentaria habitual, más cómoda que elegante. Por otro lado, de no haberme acompañado la suerte, ahora estaría tan muerto como mi padre.

Y Linda tendría que ir al contenedor de basura con lo que hubiese quedado de mí. Entre otras cosas, dos cuadros, uno de ellos con urogallo» . Wallander no se sentía muy cómodo. Su padre estaba aún presente en aquel taller. Los cuadros estaban apoyados contra una de las paredes. Los llevó al coche, los metió en el maletero y los cubrió con una manta. Gertrud seguía en la escalera. —Ya no hay nada más, ¿no? Wallander meneó la cabeza. —Nada más —aseguró—. Nada. A las nueve en punto entró en el patio el coche del corredor de fincas. Wallander se sorprendió al reconocer al hombre que salió del automóvil. Se llamaba Robert Kerblom. Unos años atrás, su mujer había sido brutalmente asesinada y arrojada a un viejo pozo [3] . Fue uno de los casos de asesinato más infaustos y desagradables de cuantos Wallander había investigado. Al ver a Kerblom, frunció el entrecejo con gesto inquisitivo. En efecto, había elegido una de las inmobiliarias más importantes, con sucursales en toda Suecia, y la de Kerblom no se contaba entre ellas, si es que seguía existiendo. Wallander creía haber oído que la habían cerrado poco después del asesinato de Louise Kerblom. Salió a recibirlo a la escalera. Robert Kerblom tenía el mismo aspecto con que el inspector lo recordaba. En su primer encuentro, el hombre se le había echado a llorar en el despacho y se acordó de que, precisamente, había pensado que Robert Kerblom era un hombre cuy o rostro nunca podría retener en su memoria. En cualquier caso, su inquietud, en primer lugar, y después el desconsuelo por la muerte de su esposa eran auténticos. Wallander no había olvidado que pertenecían a una Iglesia libre, creía recordar que a la Iglesia metodista. Se estrecharon la mano. —¡Vaya, nos vemos de nuevo! —exclamó Robert Kerblom.

Wallander reconoció también su voz. Por un momento, se sintió incómodo ante la situación. ¿Qué podía decirle? Sin embargo, Robert Kerblom se le adelantó. —Siento tanto dolor por su muerte hoy como entonces —dijo despacio—. Pero para las niñas es mucho peor, claro está. El inspector recordó a las dos hijas, tan pequeñas cuando ocurrió todo, y que tuvieron que pasar por aquel trago sin que, en realidad, comprendieran nada. —Debe de ser difícil —repuso Wallander. Durante un instante, temió que se repitiese la escena del despacho, que Robert Kerblom se desmoronase y rompiese a llorar. Pero no fue así. —Intenté seguir con la agencia, pero no tenía fuerzas. Cuando me ofrecieron un puesto en una de las inmobiliarias de la competencia, aproveché la oportunidad. Nunca me he arrepentido de ello. Entre otras ventajas, me he librado de pasar interminables tardes revisando la contabilidad, con lo que puedo dedicar más tiempo a las niñas. En aquel momento, Gertrud salió al patio. Recorrieron juntos la casa mientras Robert Kerblom tomaba notas y sacaba algunas fotografías. Hecho esto, se sentaron en la cocina a tomarse un café. En un primer momento, a Wallander le pareció algo bajo el precio que sugería Kerblom; pero enseguida se dio cuenta de que, en realidad, era tres veces más de lo que su padre había pagado en su día. Robert Kerblom se marchó poco después de las diez y media. Wallander pensó que quizá fuese conveniente quedarse hasta que llegase la hermana de Gertrud. Ésta, que adivinó lo que estaba pensando el inspector, le aseguró que no tenía ningún inconveniente en quedarse sola. —Hace un buen día —afirmó—. Después de todo, el verano, ahora que y a casi ha terminado, resulta que no ha sido tan malo. Me sentaré aquí, en el jardín. —Si quieres, me quedo contigo. Me he tomado el día libre.

Gertrud negó con un gesto. —Ven a visitarme a Ry nge —le propuso—. Pero espera unas semanas, hasta que me hay a organizado. Wallander se subió al coche y se dispuso a volver a Ystad. Tenía pensado ir directamente a casa y pedirle hora al médico. Luego se apuntaría en el horario de la lavandería de la comunidad y limpiaría el apartamento. Dado que no tenía prisa, se decidió por el camino más largo. Le gustaba conducir, contemplar el paisaje mientras dejaba vagar sus pensamientos. Acababa de dejar atrás Valleberga cuando sonó el móvil. Era Martinson. Wallander frenó y se detuvo en el arcén. —He estado buscándote —empezó Martinson—. Como es natural, nadie me había avisado de que tenías el día libre. Por cierto, ¿sabes que tu contestador está averiado? El inspector sabía que a veces se atascaba. Enseguida sospechó que había ocurrido algo. Pese a toda su experiencia como policía, la sensación era siempre la misma. Se le encogía el estómago, le faltaba el aire. —Te llamo desde el despacho de Hanson —prosiguió Martinson—. La madre de Astrid Hillström está en estos momentos en el mío. —¿La madre de quién? —De Astrid Hillström. Una de las jóvenes desaparecidas. Wallander cayó en la cuenta de quién era la persona de quien le hablaba. —¿Qué quiere? —Está muy alterada. Ha llegado una postal de su hija, con matasellos de Viena. Wallander frunció el entrecejo.

—Bien, eso es una buena noticia, ¿no? Significa que su hija ya viene de regreso. —Ella asegura que su hija no ha escrito esa postal, que es falsa. Y está indignada porque considera que no hacemos nada al respecto. —¿Y qué quiere que hagamos? No parece que se haya cometido ningún delito. Además, contamos con muchas pruebas de que se marcharon por voluntad propia. Martinson tardó unos instantes en responder. —No sé cómo explicarlo —continuó—, pero tengo la sensación de que ella está en lo cierto. No sé qué es, pero hay algo… En fin, no sé. Estas palabras avivaron la atención de Wallander, pues, con el paso de los años, había aprendido a tomarse en serio los presentimientos de Martinson: no habría sido la primera vez que los hechos acababan por darle la razón. —¿Quieres que vaya? —No, pero creo que Svedberg, tú y y o debemos sentarnos a tratar este asunto mañana mismo. —Dime a qué hora. —¿Te parece bien a las ocho? Yo avisaré a Svedberg. Tras la conversación, Wallander se quedó reflexionando unos minutos sin poner en marcha el coche. Un tractor atravesaba el campo, y lo siguió con la mirada sin dejar de pensar en las palabras de Martinson. También él había hablado con la madre de Astrid Hillström en varias ocasiones. El inspector recapituló. Pasado San Juan, poco después de que Wallander regresara de sus lluviosas vacaciones, denunciaron la desaparición de unos jóvenes. El inspector, junto con otros colegas, se hizo cargo del asunto. Ya desde un principio, tuvo la sensación de que, tras esas desapariciones, no se ocultaba ningún delito. Tres días más tarde llegó una postal de Hamburgo con una vista de la estación de ferrocarril de la ciudad. Wallander recordaba palabra por palabra lo que decía: « Nos vamos de viaje por Europa. Es posible que estemos fuera hasta mediados de agosto» . Ya era el 7 de agosto, lo que quería decir que no tardarían en volver del viaje. Y ahora acababan de decirle que había llegado otra postal con matasellos de Viena, de Astrid Hillström. La primera la firmaban los tres, y los padres respectivos reconocieron sus firmas.

La única que había albergado alguna duda acerca de su autenticidad fue la madre de Astrid, si bien al final se había dejado convencer por los demás. Wallander miró fugazmente por el espejo retrovisor y salió de nuevo a la carretera. Martinson acertaba a menudo en sus presentimientos. Aparcó el coche en la calle Mariagatan y subió las cajas de cartón y los cinco cuadros. Después se sentó a llamar por teléfono, pero en la consulta del médico al que solía acudir le salió el contestador automático. El médico no regresaría de sus vacaciones hasta el 12 de agosto. Se preguntó si aguardaría hasta entonces. Pero el recuerdo de lo cercano que había estado de la muerte aquella misma mañana no le daba tregua, de modo que llamó a otro médico, que le dio cita para el día siguiente, a las once de la mañana. Tras apuntarse en el horario de la lavandería de la comunidad para la tarde siguiente, empezó a limpiar el apartamento. Como se hartó nada más acabar con su dormitorio, pasó la aspiradora bastante por encima por el salón y luego la guardó. Había dejado las cajas y los cuadros en la habitación donde Linda solía dormir cuando, alguna que otra vez, iba a visitarlo. Se fue a la cocina y se bebió tres vasos de agua. Esa sed tan intensa también lo preocupaba. ¿A qué se debían aquel cansancio y aquella sed?

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