Matadero Cinco catapultó a Kurt Vonnegut como uno de los grandes ídolos de la juventud norteamericana y se convirtió de inmediato en un clásico de la literatura contemporánea.
Una historia amarga, conmovedora y a la vez divertidísima, de la inocencia confrontada con el apocalípsis, «una novela con ribetes esquizofrénico-telegráficos», en palabras de su autor.
Kurt Vonnegut fue hecho prisionero en la Segunda Guerra Mundial y se encontraba en Dresde cuando esta ciudad fue bombardeada y arrasada por la aviación norteamericana; este hecho le marcó profundamente y decidió escribir un libro en torno a ese tema:
Matadero Cinco. La historia de un superviviente de la matanza que, muchos años más tarde, es raptado y transportado al planeta Trafalmadore es una de las muchas tramas que se entrecruzan en una obra profundamente innovadora,
en la que resplandecen cegadoras metáforas de la nueva era y en la que los pasajes de ciencia-ficción funcionan a la manera de los payasos de Shakespeare. El humor, a menudo muy negro, es esencial en la obra de Vonnegut,
quien ha afirmado que «lo cómico es parte tan integral en mi vida que empiezo a trabajar en una historia sobre cualquier tema y, si no encuentro elementos cómicos, la dejo».
Todo esto sucedió, más o menos. De todas formas, los partes de guerra son bastante más fieles a la realidad. Es cierto que un individuo al que conocí fue fusilado, en Dresde, por haber cogido una tetera que no era suya.
Igualmente cierto es que otro individuo, al que también conocí, había amenazado a sus enemigos personales con matarlos por medio de pistoleros alquilados. Y así sucesivamente.
He cambiado los nombres de los personajes.
Es cierto que volví a Dresde, con dinero de Guggenheim (Dios le bendiga), en 1967. La ciudad se parecía un poco a Dayton, Ohio, aunque con muchos más espacios libres. Su suelo debía de contener toneladas de harina de huesos humanos.
Volví allí con un viejo camarada de la guerra, Bernard V. O’Hare, y nos hicimos amigos del taxista que nos llevó hasta el matadero donde nos habían encerrado una noche como prisioneros de guerra.
Su nombre era Gerhard Müller y nos dijo que había sido prisionero de los americanos durante algún tiempo. Le preguntamos qué tal se vivía bajo el comunismo,
y él respondió que al principio era terrible —pues todo el mundo tenía que trabajar muchísimo, aparte de que no había ni cobijo ni alimentos ni ropas adecuadas—, pero que ahora las cosas estaban mucho mejor.
Tenía un apartamento, pequeño aunque muy agradable, y su hija recibía una educación excelente. La madre quedó calcinada en el bombardeo de Dresde. Como suena.
En Navidades envió una postal a O’Hare cuyo texto decía:
«Deseo que usted y su familia, así como su amigo, pasen unas felices Navidades y un próspero Año Nuevo, y espero que nos encontraremos nuevamente, si la casualidad lo permite, dentro de un taxi, en un mundo de paz y libertad».
Me gustó mucho eso de «si la casualidad lo permite».
Me disgustaría decir lo que este asqueroso librito me ha costado en dinero, malos ratos y tiempo.
Cuando volví a casa después de la Segunda Guerra Mundial, hace veintitrés años, pensé que me sería fácil escribir un libro sobre la destrucción de Dresde, ya que todo lo que debía hacer era contar lo que había visto.
También estaba seguro de que sería una obra maestra o de que, por lo menos, me proporcionaría mucho dinero, por tratarse de un tema de tal envergadura.
Pero cuando me puse a pensar en Dresde las palabras no acudían a mi mente, al menos no en número suficiente para escribir un libro. Y tampoco ahora, que me he convertido en un viejo fatuo con sus recuerdos, sus manías y sus hijos ya crecidos, tengo palabras para hacerlo.
Pienso en lo inútil que me ha resultado el recuerdo de Dresde, en lo tentador que ha sido el tema para muchos escritores, y me acuerdo del famoso estribillo:
Había en Estambul un joven
Que así interpelaba a su herramienta:
«Me quitaste la salud
Y mi hacienda arruinaste,
Y ahora todo es poco para ti,
¡Vieja loca!».