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Marfil – Alberto Vazquez-Figueroa

M Prólogo para esta edición arfil es, a mi modo de ver, la más extraña y atípica de mis novelas. Quizás sea también la más cuidada, la de temática más profunda y la mejor escrita, pese a lo cual no tuvo la repercusión que todos esperaban, y debo admitir que me decepcionó ese fracaso, lo cual no sé si en el fondo fue bueno o malo, puesto que me hizo regresar a otro tipo de narración más directa y espontánea y que fue la que a la larga me permitió abrirme paso y ganarme la vida en el difícil camino de la literatura. Yo venía de cosechar mis tres primeros éxitos: Ébano, Manaos y El perro, acababa de cumplir cuarenta años y tenía el convencimiento de que había llegado el momento de dar a luz una novela auténticamente genial. ¡Estúpido de mí! Saqué lo mejor que tenía dentro, afilé mi pluma, recordé los años vividos en las selvas Africanas, mis cacerías de elefantes, y mis relaciones con algunos de los más famosos White-hunters de su tiempo, y me encerré en un hotel de Marbella a dar a luz lo que esperaba que fuese la gran novela de aventuras de este siglo. ¿Dónde estuvo mi error? Han pasado quince años y quizás ahora puedo analizarlo con imparcialidad: no fue un error, fueron muchos. El primero, no darme cuenta de que yo empezaba a tener un tipo de lectores que estaban acostumbrados a una forma de escribir directa y sin complicaciones, ya que siempre había contado las cosas de forma clara y sin inútiles florituras. Marfil les desconcertó. Segundo, no prevenir a esos lectores de que la novela estaba escrita en tres tiempos, que no tenían una separación clara entre sí, lo cual obliga a un esfuerzo de concentración, sobre todo en las cuarenta primeras páginas, a partir de las cuales la narración se hace mucho más comprensible, amena e incluso diría que, en cierto modo, apasionante. Y es que, como historia en sí misma, sigue pareciéndome de las mejores que he abordado, aunque el problema estriba en que no supe dejar lo suficientemente claras las claves en que había sido escrita. Hay lectores —pocos— que aseguran que Marfil es mi mejor novela y que jamás volveré a hacer nada que se le aproxime, yo tengo muy claro que si bien lo primero puede ser o no cierto, en lo segundo tienen toda la razón, puesto que jamás volveré a cometer el error de lanzarme a la aventura de narrar algo que exija demasiado esfuerzo de comprensión. Ahora, lo único que me queda es pedirle al lector que ya tiene el libro en las manos, que tenga presente todo lo que le he dicho, trate de concentrarse en los primeros capítulos, y consiga sortear los obstáculos hasta el momento en que discurra por los senderos de la narración con auténtica naturalidad. Estoy convencido de que si lo consigue, al final estará de acuerdo conmigo en el hecho de que, pese a ser una novela atípica y difícil, es, quizás, de las pocas cosas realmente buenas que he escrito en mi vida. Alberto Vázquez-Figueroa L a tarde comenzó a caer sobre la llanura, destacando las siluetas de las colinas de piedra oscura, que se alzaban aquí y allá, aisladas como castillos medievales, siempre vigilantes, aunque probablemente ningún vigía había ascendido jamás hasta sus cumbres. Jonathan adoraba a su madre. La amaba más de lo que cualquier niño de su edad ama a la suya, y no únicamente porque fuera hermosa, dulce, inteligente y comprensiva, sino, sobre todo, porque la había visto sufrir en silencio, durante años —todos los que Jonathan recordaba—, los insultos, malos tratos y humillaciones que su padre, el Coronel, le infligía a diario. Un macho viejo barritó a lo lejos. Una pequeña familia de elefantes tomaba el último baño del día en la poza del río. Para el Coronel nada había en el mundo más que alcohol, caballos y mujeres —en este orden—, y de entre las últimas, la propia era, sin duda, la que ocupaba un escalón más bajo, pues recibía mejor trato cualquier prostituta que le arrastrara a la cama una noche que la esposa que le había dedicado su vida y le había dado un hijo tan sensible, inteligente y hermoso como Jonathan. Algo se movió entre las altas gramíneas, más allá del bosquecillo de acacias pardas, y el súbito correteo entre las cebras, los ñus y los impalas le hizo comprender que la joven leona acababa de lanzarse de nuevo a una de sus alocadas e inútiles intentonas, que causaban más burla que pánico entre los habitantes de la pradera, que ya la conocían. Nada parecía satisfacer más a el Coronel que llegar a media tarde, apestando a coñac, sudor y excrementos de caballo, y comenzar a dar voces desde la planta baja, ordenando «que fuera lavándose bien y tumbándose en la cama, que ya subiría en cuanto se echara el último trago»… Las últimas garzas abandonaron el río y volaron hacia Levante, en busca de sus altos nidos en los que disfrutar en paz de la suave noche que llegaba, lejos de merodeadores nocturnos que ya estarían comenzando a desperezarse en sus cuevas, en las negras profundidades de aquellas colinas de pizarra, que parecían haber crecido en la planicie como si un gigantesco dedo se hubiera entretenido en empujar desde muy abajo las entrañas de la tierra, obligándolas a asomarse intempestivamente al verde paisaje Africano. D Si no eran las mismas garzas del año pasado, o del otro, o de hacía diez, ¿por qué seguían siempre idéntica rutina, rozaban de igual modo la superficie del agua con las puntas de las alas, se elevaban al llegar al recodo, cruzaban exactamente por encima del baobab solitario, remontaban la colina de la izquierda y se dejaban deslizar, sin un aleteo, hasta las copas de sus árboles? No le importaba que los criados se enterasen, ni aun que se enterase su hijo en la estancia contigua, y se diría que, más que hacer el amor, le satisfacía el hecho de que todos en la casa, y aun en la vecindad —si no hubiera sido tan grande el jardín— se percatasen de que él, el burdo el Coronel, estaba poseyendo en esos momentos a su refinada esposa, la más elegante dama de la ciudad y aun de la provincia, espejo de virtudes y modales, en el que deberían reflejarse todas las jovencitas de la buena sociedad. Jonathan advertía luego cómo su madre buscaba durante largo rato la soledad del más lejano rincón del invernadero, y allí fingía entretenerse cuidando las rosas, más atareada que nunca, exigiendo que nadie viniera a interrumpirla, pero Jonathan sabía —lo había visto— que en esos momentos sus manos no podaban un solo rosal, ni abonaban macetas, ni hacían otra cosa que mantenerse muy quietas sobre el rostro, como tratando de esconder su vergüenza, evitar un vahído, desechar un mal recuerdo. Eran las peores horas del día; cuando los claros trajes, siempre en tonos pastel, suaves y vaporosos que su madre solía vestir, iban desapareciendo al fondo del jardín a medida que la noche avanzaba, y podría creerse que en cada uno de esos atardeceres se esfumaba en el aire, desaparecía tragada por su angustia y pesadumbre, para reaparecer horas después, en el momento de servirse la cena, como renacida de sus propias cenizas, dispuesta a soportar un día más la presencia de el Coronel. ejaron de chillar los monos en la arboleda que rodeaba la casa, y Ahmed trasteó en la cocina, canturreando por lo bajo. Se sirvió un largo vaso de limonada fría, hizo que los pedazos de hielo tintinearan contra el cristal y bebió a la muerte del día allá a sus pies; muerte mil veces repetida y contemplada.


No se cansaba de aquel espectáculo, ni creía que se cansara nunca, pues por más que fuera el mismo paisaje, cambiaba con las estaciones, los meses y aun los días, pues las garzas eran siempre las mismas; distintas eran, sin embargo, las bandadas de cigüeñas que llegaban anunciando las lluvias; las chotacabras que emigraban en sentido contrario; los martín pescadores de cara blanca que anidaban en la ribera, o los solitarios calaos que correteaban entre la maleza, eternamente asustados, sirviendo de aviso a todos los habitantes de la zona. Eran aquéllas las mejores horas del día, cuando las oscuras colinas y la llanura comenzaban a desaparecer allá a lo lejos, a medida que la noche avanzaba, y podría creerse que, en cada uno de esos atardeceres, África se esfumaba en el aire, desaparecía, para reaparecer de nuevo una hora más tarde, cuando las estrellas se adueñaban del cielo y la tierra, y las aves nocturnas sustituían con sus voces los silencios de los sueños de las bestias diurnas. ¿Era ya de noche…? Una brisa fresca agitó la hamaca bajo el gomero, arrastrando consigo mil olores aletargados durante el calor del día: olor a orégano, a tomillo y menta; olor a flores de Europa arraigadas por Ahmed en el jardín trasero; olor a antílopes que buscaban instintivamente la protección del hombre y la casa; olor a macho viejo de león hambriento que buscaba el antílope que a su vez buscaba la casa. A veces, a esa hora, llegaba de visita Monseñor Agostini, amigo de la familia desde los tiempos en que el abuelo fue embajador en Roma, y parecía aquel hombre alto y enjuto, de rostro severo y ojos dulces, el único capaz de influir en su madre, servirle de guía y consejo, inculcarle una nueva dosis de paciencia con que continuar soportando la vida junto a el Coronel. —¿También hoy patatas fritas? —Sí, Ahmed… También hoy patatas fritas… —He hecho arroz con tórtola… Muy rico… —Y patatas fritas… Se alejó rezongando contra las patatas fritas, vicio absurdo de patrón blanco que comenzaba a echar grasa en la cintura. —¡Patatas fritas! Toda esa grasa, patatas fritas… Todos los días te lo digo, y todos los días las comes… Luego te quejas… De dónde sacó el nombramiento nadie lo supo nunca. Jamás puso el pie en la Academia del Ejército —ni probablemente en colegio alguno—; jamás fue a una guerra, ni disparó un solo tiro, pero allí estaba siempre, el Coronel, presente, incluso en sus tarjetas de visita, y Jonathan se preguntó a menudo cuándo le llegaría el capricho de ascenderse definitivamente a General. Tan sólo una vez, siendo muy niño, le oyó mencionar el tema estando borracho:

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