debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Manaos – Alberto Vazquez-Figueroa

A CAPÍTULO PRIMERO l poco de abandonar las agitadas aguas del gran cauce del Amazonas y entrar en las quietas del Río Negro, comenzaron a distinguirse al frente, aún muy lejos, las luces de la ciudad. El timonel iba buscando intencionadamente la orilla opuesta y dio orden a los bogas de que aceleraran la marcha. El hombre que aparecía encadenado junto a Arquímedes, y que apenas había dicho media docena de palabras durante las dos semanas que duraba el viaje, comentó: —Manaos. ¿La conoces? Arquímedes negó con un gesto. —No. Yo soy del Nordeste; de Alagoas. En la oscuridad no pudo distinguir la expresión del otro cuando dijo: —Hay muchos nordestinos en las caucherías. Se dejan engañar. Fíjate bien en esas luces, porque no volverás a verlas. De donde vamos, nadie vuelve. —¿Eres de aquí? —«Nací bajo un árbol de caucho. Creo que en vez de leche me criaron con goma. Sé todo lo que se puede saber sobre estas tierras, y me consta que nunca volveremos». —Mi deuda es pequeña —señaló Arquímedes—. Con suerte, en un año, la habré pagado. —No seas iluso —comentó una voz bronca tras él—. Dentro de un año, aunque hayas trabajado por cien, tu deuda será diez veces mayor. Arquímedes da Costa, El Nordestino, recorría el sendero que él mismo había abierto entre su árbol treinta y cinco y treinta y seis. Le vino una vez más a la memoria lo que le dijeron casi dos años atrás, cuando una noche distinguiera a lo lejos las luces de Manaos. Había trabajado duro, muy duro: tenía ciento cincuenta y cinco árboles a su cargo, y se veía obligado a caminar de uno a otro desde antes de salir el sol, hasta que no se distinguía una rama de otra en la oscuridad de la selva. Pese a ello, pese a casi quinientos días de fatiga, su patrón juraba que no había sido capaz de liquidar la deuda por la que le habían comprado e insistía en que el par de pantalones, los machetes de trabajo y la miserable comida que le había proporcionado en este tiempo la habían hecho aumentar. De nada valía protestar en las soledades del Curicuriarí, y si insistía en sus protestas, acabaría muerto a latigazos como tantos otros. Al capataz le gustaba manejar el látigo. Llegó al nuevo árbol y se detuvo un instante a descansar. Luego recogió la blanca savia que había ido deslizándose por las hendiduras hasta la pequeña cazoleta, y la vació en el saco que llevaba al hombro.


Daba gracias mentalmente porque sus árboles eran buenos, grandes y sanos. Conocía «siringueros», que tenían que ingeniárselas y trabajar extra para reunir los veinte litros de goma que exigían diariamente. Al pensar en esos veinte litros, El Nordestino cayó en la cuenta de que tal vez, con un poco de suerte, habría reunido los de la jornada. Eso le permitiría regresar a la ranchería sin tener que emprender la pesada caminata hasta el próximo árbol. Sopesó el saco; lo abrió para comprobar lo que había dentro y llegó a la conclusión de que si el capataz no estaba de mal humor, tal vez podría pasar con lo que llevaba. Desde donde se encontraba, y atravesando la zona de Howard, El Gringo, ahorraría casi media hora de camino. Existía el peligro de que el norteamericano le sorprendiera y creyera que estaba tratando de robarle goma de sus árboles, pero Arquímedes creía poder evitar encontrarse con él. Aunque llevaba poco tiempo en la ranchería y apenas habían hablado un par de veces, presentía que Howard era un tipo peligroso. Decidido, colocó de nuevo al pie del árbol la cazuela, abrió con su machete un tajo más ancho en la corteza ya cuajada de cicatrices, y emprendió el camino hacia el Suroeste, hacia la zona del Gringo. Tuvo suerte al localizarle, y de no ser por el ruido que hacía, probablemente se lo habría topado inesperadamente. Ese ruido era el espaciado golpear de un objeto duro contra otro; inconfundible sonido en la espesura de un machete al clavarse en el árbol. Al Nordestino le intrigó advertir que el golpe era más violento y mucho menos rítmico que el acostumbrado machetear del siringuero que sangra un árbol. Se fue aproximando, conducido por el extraño ritmo, hasta que al fin, en un diminuto claro, al otro lado de un riachuelo, distinguió la silueta de Howard, con su cabello de fuego, su alta estatura y sus caídos bigotes. No parecía dedicado a su tarea de cauchero sino a arrojar, contra el grueso tronco de una ceiba aislada, un corto y ancho cuchillo fabricado con los restos de un machete. Oculto en la espesura, Arquímedes no pudo menos que asombrarse por la extraordinaria pericia del americano. Una y otra vez el cuchillo iba a clavarse a pocos centímetros de una pequeña cruz grabada en el tronco de la ceiba. Sorprendente resultaba también el modo como extraía el arma oculta en la manga de su camisa y la lanzaba, sin alzar el brazo, haciéndolo balancear ligeramente a la altura del muslo. Aparentemente desarmado, podía matar a quien se le aproximara a menos de quince metros, antes de que su víctima tuviera tiempo de comprender qué estaba ocurriendo. En la ranchería corrían muchos rumores sobre Howard. Decían que allá, en California —en Norteamérica, de donde llegó—, había matado a tanta gente en los yacimientos de oro que toda la Policía y parte del Ejército le andaban buscando con la intención de ahorcarle. En Manaos, donde vivió un tiempo como guardaespalda de Sierra, el cauchero, también había hecho de las suyas, logrando salir con bien gracias a la protección de su poderoso patrón. Un día cometió, sin embargo, la estupidez de acostarse con la amante de su jefe, y éste, en lugar de matarle, optó por la refinada y cruel venganza de enviarle a sus caucherías del Curicuriarí. Todos sabían en el campamento que no duraría mucho, porque no era hombre hecho a aquellas tierras, y pronto las fiebres o el beriberi se lo llevarían para siempre… Arquímedes dejó al norteamericano entretenido en su tarea de lanzar el cuchillo, y se alejó en silencio, dando un amplio rodeo. Preferiría que ignorara su presencia. Cuando llegó a la ranchería, la encontró agitada.

Un niño había muerto de fiebres, y su madre, una de las más antiguas mujerucas del campamento, lo lloraba a grandes gritos. A Arquímedes le sonó a comedia. Elvira no se había preocupado nunca ni de ése, ni de ningún otro de sus cuatro chicuelos, y jamás pareció importarle mucho o poco que se los llevaran las fiebres, un jaguar o una anaconda. Sus gritos y desespero pretendían algo: tal vez una ración extra de ron, o que la dejaran en paz esa noche y el capataz no la obligara a acostarse con cuatro o cinco caucheros. Éste, por su parte, pareció sorprenderse al ver llegar a Arquímedes. —¿Cómo de regreso tan temprano? —preguntó. Arquímedes dejó caer a sus pies la bolsa de la goma. —Traje mis veinte litros. El negro Joao tomó la bolsa, sopesándola con gesto crítico. —Muy justo está. —Si quieres lo medimos litro a litro. Si falta, lo traigo de más mañana. El negro se encogió de hombros y con la cabeza señaló un bulto que aparecía al pie de la cabaña de las mujeres: —A cambio del «jebe» que falta, entierra al niño. Llévalo lejos, que luego vienen los bichos a comérselo y revolucionan la ranchería. Arquímedes fue hasta el galpón, tomó una pala, y al pasar recogió el esquelético cadáver de la criatura. Debía tener cuatro o cinco años, pero apenas le pesaba bajo el brazo. Se alejó entre los árboles, caminó doscientos metros y cavó un hoyo en la tierra blanda, maloliente y húmeda. Depositó dentro el cuerpo del chiquillo, lo cubrió de nuevo y regresó con la pala al hombro. Cualquiera de los niños que habían nacido últimamente en la ranchería podría ser hijo suyo, y algún día tendría que enterrarlo de idéntica manera, pero prefirió pensar en otra cosa. Pensar, por ejemplo, en el día en que saliera de aquella selva. Cuando desembocó nuevamente en el claro del campamento, Elvira se le echó encima: —¿Dónde dejaste a mi hijo? —preguntó violenta. —Lo enterré dentro, en el bosque; a la derecha del camino. —¡Mentira! Lo tiraste. Lo dejaste allí para que se lo coman los perros o los jaguares. El Nordestino quiso tener paciencia.

—Lo enterré. Te lo prometo. La mujer, con un histerismo que se antojaba fingido, trató de abalanzarse sobre él y arañarle. —¡No lo has enterrado, cerdo! Arquímedes la apartó de un empujón, y con la parte plana de la pala le golpeó las costillas. El palazo resonó secamente. Elvira salió corriendo, aullando de dolor, y esta vez su dolor parecía auténtico. El Nordestino no prestó atención a los insultos y siguió su marcha hacia el rancho donde dormían los caucheros. Se tumbó en la hamaca, y al poco vio entrar al Gringo y cuatro o cinco peones. Venían agitados, comentando a grandes voces. El pelirrojo, sin embargo, guardaba silencio y Arquímedes se esforzó por distinguir el bulto que el cuchillo debía hacer bajo su manga. Resultó imposible; si El Gringo lo llevaba encima, sabía disimularlo. Los otros, por su parte, parecían cada vez más excitados y sus voces subían de tono hasta que, al fin, Arquímedes no pudo contener la curiosidad. —¿Se puede saber qué diablos pasa? —preguntó. Le miraron como si acabara de bajar de la luna. —¿Es que no lo sabes? —inquirió uno de ellos—. El patrón llega mañana. Está cruzando los raudales. Los vigías han visto sus curiaras. No pudo evitar un sobresalto involuntario. —¿Sierra? —exclamó—. ¿Sierra, El Argentino? El cauchero asintió. —El mismo. Sierra, El Argentino, dueño y señor de todos nosotros, llegará mañana y que el diablo nos ayude. —¿A qué viene? —A nada bueno. Sierra nunca da un paso si no es por algo.

Si ha hecho veinte días de camino desde Manaos, sus razones tendrá. El Nordestino se volvió a Howard, que acababa de tumbarse en su hamaca. —Lárgate unos días al bosque, Gringo. Por lo que he oído, no te tiene mucha simpatía. Tal vez venga por ti. —De un modo u otro hay que morir —comentó El Gringo sin moverse—. ¿Qué importa que sean unas fiebres o ese hijo de perra? Cuanto más rápido, mejor. —Si Sierra decide acabar contigo —indicó uno de los peones—, no lo hará con rapidez. Le he visto matar gente de diez modos distintos. Sería capaz de echarte a las hormigas.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |