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Mala suerte – Lee Child

El hombre se llamaba Calvin Franz y el helicóptero era un Bell 222. Franz tenía las dos piernas fracturadas, y por consiguiente tendrían que cargarlo a bordo atado a una camilla. No era una maniobra difícil. El Bell era una aeronave espaciosa, con dos motores, diseñada para los viajes de ejecutivos y los agentes de policía, con espacio para siete pasajeros. Las puertas laterales eran grandes como las de una furgoneta y se abrían de par en par. Habían quitado la fila de asientos de en medio. En el suelo había espacio más que suficiente para Franz. Los motores del helicóptero funcionaban al ralentí. Dos hombres cargaban con la camilla. Se agacharon para enfrentarse a la corriente de aire del rotor y se apresuraron, uno caminando de espaldas, el otro de frente. Cuando llegaron a la puerta abierta el tipo que había caminado de espaldas apoyó las asas en el marco y se apartó. El otro tipo avanzó, empujó con fuerza y deslizó la camilla hacia adentro. Franz estaba despierto y sufría. Soltó un grito y se agitó un poco, pero no mucho, porque las correas alrededor de su pecho y los muslos estaban muy apretadas. Los dos hombres subieron sin demora, ocuparon sus asientos detrás de la desaparecida hilera de asientos y cerraron la puerta. Después esperaron. El piloto esperó. Un tercer hombre salió por una puerta gris y cruzó el patio de cemento. Se agachó por debajo del rotor y con una mano apoyada en el pecho impidió que la corbata ondease al viento. Por el gesto, parecía un hombre culpable que proclamara su inocencia. Pasó por delante del largo morro del helicóptero y se sentó en el asiento delantero, junto al piloto. —Adelante —dijo, y luego agachó la cabeza para concentrarse en abrocharse el cinturón. El piloto aceleró las turbinas y el lento batir de las aspas fue aumentando la velocidad en un urgente movimiento centrípeto hasta que el batir quedó oculto bajo el agudo sonido del sistema de escape. El aparato despegó en vertical, se desvió un tanto a la izquierda, rotó un poco, guardó el tren de aterrizaje y subió a trescientos metros. Luego inclinó el morro y se dirigió hacia el norte, muy alto y rápido.


Abajo, las carreteras, las pequeñas fábricas, los parques científicos y las urbanizaciones aisladas se iban sucediendo en un veloz desfile. Las paredes de ladrillos y los techos metálicos resplandecían teñidos de un color rojo por el sol del ocaso. Pequeños jardines de color esmeralda y piscinas turquesa brillaban con el último resto de luz. —¿Sabe adónde vamos? —preguntó el hombre en el asiento delantero. El piloto se limitó a asentir. El helicóptero continuó su marcha, en dirección noreste, y subió un poco más, rumbo a la oscuridad. Voló por encima de una autopista, un río de luces blancas que fluía hacia el oeste y luces rojas hacia el este. A un minuto al norte de la autopista los últimos terrenos urbanizados dieron paso a las colinas bajas, desiertas y deshabitadas. Resplandecían con un tono anaranjado en las laderas que daban a poniente y mostraban un color tostado opaco en los valles y las sombras. Tras las colinas bajas aparecieron las pequeñas montañas redondeadas. El helicóptero continuó su avance, subiendo y bajando en función del contorno del terreno. El hombre que ocupaba el asiento delantero se giró para mirar a Franz, que estaba acostado en el suelo detrás de él. Le sonrió y dijo: —Quizás otros veinte minutos. Franz no respondió. Sufría demasiado. El helicóptero volaba a una velocidad de 320 kilómetros por hora, así que en veinte minutos recorrió 86 kilómetros, más allá de las montañas, ya muy adentro del desierto vacío. El piloto subió el morro y redujo la velocidad. El hombre que ocupaba el asiento delantero apoyó la frente en el parabrisas y miró abajo en la oscuridad. —¿Dónde estamos? —preguntó. —Donde estuvimos antes —respondió el piloto. —¿El mismo lugar exacto? —Más o menos. —¿Qué tenemos ahora abajo? —Arena. —¿Altura? —Mil metros. —¿Cómo es el viento aquí arriba? —Tranquilo. Unas pocas corrientes térmicas, pero sin viento.

—¿Es seguro? —En términos aeronáuticos sí. —Pues entonces vamos allá. El piloto redujo la velocidad todavía más, viró y dejó el aparato estacionario, a mil metros por encima del suelo del desierto. El hombre del asiento delantero se giró de nuevo y les hizo una señal a los dos tipos de atrás. Ambos se quitaron el cinturón de seguridad. Uno se agachó hacia adelante, evitando los pies de Franz, y sujetó el cinturón suelto en una mano y con la otra descorrió el cerrojo de la puerta. El piloto miraba medio girado en su asiento e inclinó el helicóptero un poco para que la puerta se abriese del todo por su propio peso. Luego niveló otra vez el aparato e hizo una lenta rotación en el sentido de las agujas del reloj para que el movimiento y la presión del aire mantuviesen la puerta abierta. El segundo tipo de la parte de atrás se agachó cerca de la cabeza de Franz y levantó la camilla en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El primer tipo encajó el pie contra el extremo libre de la camilla para impedir que se deslizase por el suelo. El segundo tipo se movió como un levantador de pesas y colocó la camilla casi vertical. Franz quedó colgado de las correas. Era un hombre fornido y pesado. También decidido. Tenía las piernas inutilizadas pero su tronco era poderoso y se resistía con fuerza. Su cabeza se movía de un lado a otro. El primer tipo sacó una navaja y la abrió. La utilizó para cortar las correas alrededor de los muslos de Franz. Hizo una breve pausa y luego cortó la correa alrededor del pecho. Un tajo rápido. En el mismo momento el segundo tipo puso la camilla del todo vertical. Franz dio un involuntario paso hacia adelante, sobre la pierna derecha fracturada. Gritó una vez, por un instante, y a continuación dio un segundo paso instintivo. Sobre la pierna izquierda fracturada. Agitó los brazos, cayó hacia adelante y el impulso del tronco hizo que se desplazara por encima del eje inmóvil de sus caderas empujándolo directamente a través de la puerta abierta, hacia la ruidosa oscuridad, hacia el violento chorro del rotor, hacia la noche.

Mil metros por encima del desierto. Por un momento hubo silencio. Hasta el ruido del motor pareció esfumarse. Luego el piloto invirtió la rotación del aparato, lo balanceó para el otro lado y la puerta se cerró de golpe. Las turbinas aumentaron su potencia, el rotor mordió el aire y el morro descendió. Los dos tipos volvieron a sentarse. El hombre del asiento delantero dijo: —Volvamos a casa. 2 Diecisiete días más tarde, Jack Reacher estaba en Portland, Oregón, casi sin blanca. Se encontraba allí porque tenía que estar en alguna parte y el autobús en el que había viajado dos días antes se había detenido en esa ciudad. Y estaba casi sin blanca porque había conocido a una ayudante del fiscal de distrito llamada Samantha en un bar de polis, y la había invitado a cenar dos veces antes de pasar dos noches consecutivas en la casa de ella. Ahora Samantha se había ido al trabajo y él se alejaba de su casa, a las nueve de la mañana, con rumbo a la estación de autobuses en el centro, el pelo todavía húmedo por la ducha, aseado, relajado, sin tener un destino todavía claro, con solo un puñado de dólares en el bolsillo. Los ataques terroristas del once de septiembre de 2001 habían cambiado la vida de Reacher en dos aspectos, ambos prácticos. El primero era que, además de un cepillo de dientes plegable, ahora llevaba su pasaporte. En esta nueva era una identificación fotográfica se requería en demasiadas ocasiones, especialmente si viajabas. Y Reacher era un vagabundo, no un ermitaño, inquieto, activo, y por tanto había cedido a la exigencia sin problemas. En segundo lugar, había cambiado sus métodos bancarios. Durante muchos años después de dejar el ejército había utilizado el sistema de llamar a su banco en Virginia y solicitar una transferencia a través de la Western Union hasta donde estuviese. Pero las nuevas preocupaciones por la financiación terrorista casi habían acabado con la banca telefónica. Así que Reacher se había hecho con una tarjeta de crédito ATM. La llevaba dentro de su pasaporte y utilizaba el 8197 como número secreto. Se consideraba a sí mismo como un hombre con escaso talento pero con ciertas habilidades, la mayoría de ellas físicas y relacionadas con su enorme tamaño y fuerza; sin embargo, una de ellas consistía en saber siempre qué hora era sin mirar el reloj, y otra su capacidad para la aritmética. De allí el 8197. Le gustaba el 97 porque era el número primo más grande de dos dígitos, y el 81 porque era el único número de todas las infinitas posibilidades cuya raíz cuadrada también era la suma de sus dígitos. La raíz cuadrada de 81 era nueve, y ocho más uno sumaban nueve. Ningún otro número no trivial en el cosmos tenía esa especie de bella simetría.

Perfecto. Su capacidad aritmética y su inherente cinismo sobre las instituciones financieras siempre lo llevaban a verificar el saldo cada vez que sacaba dinero. También recordaba siempre deducir las comisiones de la tarjeta y comprobar cada trimestre el pago de intereses bancarios. Y a pesar de sus sospechas, nunca le habían estafado. El saldo siempre era el que él había calculado. Nunca lo habían sorprendido ni timado. Hasta aquella mañana en Portland, donde se sorprendió, pero no se sintió timado. Porque en su saldo había mil dólares más de los que tendría que haber. Mil treinta dólares de más, de acuerdo con el cálculo estimativo de Reacher. Sin duda se trataba de un error. Del banco. Un depósito en la cuenta equivocada. Un error que sería rectificado. No podía quedarse con el dinero. Era un optimista, pero no un tonto. Apretó otro botón para solicitar una impresión de los últimos movimientos. Una delgada tira de papel salió por una de las rendijas. En una letra borrosa aparecían los cinco últimos movimientos de su cuenta. Tres correspondían a las tres veces que había sacado dinero con la tarjeta y que recordaba con toda claridad. Otro era el pago de los intereses bancarios. El último era un ingreso de mil treinta dólares realizado tres días antes. Así que allí estaba. El trozo de papel era demasiado pequeño para mostrar las columnas del debe y el haber, y el depósito estaba escrito entre paréntesis para indicar que era positivo: (1030, 00). Mil treinta dólares. 1030.

No era en sí mismo un número interesante, pero Reacher lo observó durante un instante. A todas luces no era un número primo. Ningún número par mayor que dos podía ser primo. ¿La raíz cuadrada? Estaba claro que solo se pasaba por una fracción por encima del 32. ¿Raíz cúbica? Apenas por debajo del 10,1. ¿Factores? No muchos, pero incluían el 5 y el 206 junto con los obvios 10 y 103 e incluso los más básicos 2 y 515. Así que 1030. Mil treinta. Un error. Tal vez. O quizá no era un error. Reacher sacó cincuenta dólares del cajero, rebuscó un poco de cambio en el bolsillo y se dirigió en busca de un teléfono público. Encontró una cabina de teléfonos en la estación de autobuses. Marcó el número del banco de memoria. Las nueve cuarenta en el Oeste, las doce cuarenta en el Este. Hora de comer en Virginia, pero alguien tenía que estar allí. Estaba. No era alguien con quien hubiese hablado antes, pero parecía una persona competente. Quizás una ejecutiva que se ocupaba de cubrir el horario de la comida. Ella le dio el nombre, pero Reacher no lo entendió. Luego la mujer le dedicó un largo discurso diseñado para hacerle sentir un gran cliente. Él esperó a que acabase y le habló del ingreso. La mujer se sorprendió de que un cliente llamase por un error bancario a su favor. —Quizá no se trate de un error —dijo Reacher. —¿Esperaba el ingreso? —preguntó ella.

—No. —¿Es habitual que terceras personas hagan ingresos en su cuenta? —No. —Entonces, ¿no le parece que debe de tratarse de un error? —Necesito saber quién hizo el ingreso. —¿Puedo preguntar por qué? —Demasiado largo de explicar. —Necesitaría saberlo —precisó la mujer—. De lo contrario se plantearían temas de confidencialidad. Si el error del banco expone los asuntos de un cliente a otro, estaríamos infringiendo toda una serie de normas y reglamentaciones, además de prácticas éticas. —Podría tratarse de un mensaje —manifestó Reacher.

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