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Los limites de la interpretacion – Umberto Eco

Al principio de su Mercury, Or the Secret and Swift Messenger, 1641, John Wilkins cuenta la siguiente historia: Cuan extraño debió resultar este Arte de la Escritura en su primera Invención lo podemos adivinar por los Americanos recién descubiertos, que se sorprendían al ver Hombres que conversaban con Libros, y a duras penas podían hacerse a la idea de que un Papel pudiera hablar… Hay una graciosa Historia a Propósito de esto, concerniente a un Esclavo indio; el cual, habiendo sido enviado por su Amo con una cesta de Higos y una Carta, se comió durante el Camino gran Parte de su Carga, llevando el Resto a la Persona a la que iba dirigido; la cual, cuando leyó la Carta, y no encontrando la Cantidad de Higos de que se hablaba, acusó al Esclavo de habérselos comido, diciéndole lo que la Carta alegaba contra él. Pero el Indio (a pesar de esta Prueba) negó cándidamente el Hecho, maldiciendo la Carta, por ser un Testigo falso y mentiroso. Después de esto, habiendo sido enviado de nuevo con una Carga igual, y con una Carta que expresaba el Número preciso de Higos que habían de ser entregados, devoró otra vez, según su anterior Práctica, gran Parte de ellos por el Camino; pero antes de tocarlos, (para prevenir toda posible acusación) cogió la Carta, y la escondió debajo de una gran Piedra, tranquilizándose al pensar que si no lo veía comiéndose los Higos, nunca podría referir nada de él; pero al ser ahora acusado con mayor fuerza que antes, confiesa su Error, admirando la Divinidad del Papel, y para el futuro promete la mayor Fidelidad en cada Encargo (3.a ed., Nicholson, Londres 1707, pp. 3-4). Seguramente esta página de Wilkins suena diferente de otras páginas de nuestro tiempo donde la escritura se toma como ejemplo supremo de semiosis, y todo texto escrito (o hablado) se considera una máquina que produce una «deriva infinita del sentido». Tales teorías contemporáneas le objetan indirectamente a Wilkins que, una vez separado de su emisor (así como de su intención) y de las circunstancias concretas de su emisión (y por lo tanto del referente al que alude), un texto flota (digámoslo así) en el vacío de un espacio potencialmente infinito de interpretaciones posibles. Por consiguiente, ningún texto puede ser interpretado según la utopía de un sentido autorizado definido, original y final. El lenguaje dice siempre algo más que su inaccesible sentido literal, que se pierde ya en cuanto se inicia la emisión textual. El obispo Wilkins —a pesar de su inquebrantable creencia de que la Luna estaba habitada— era un hombre de notable altura intelectual y dijo muchas cosas aún importantes para los estudiosos del lenguaje y de los procesos semiósicos en general. Observemos, por ejemplo, la figura que aparece en la página 311 de su Essay Towards a Real Character (1668). Estaba tan convencido de que una teoría del significado era posible que había intentado (no era el primero pero por la forma fue, sin duda, un pionero, con extraordinaria intuición visual) dar una manera de representar incluso el significado de los términos sincategoremáticos. Ese dibujo muestra que, admitiendo que condividamos algunas reglas convencionales sobre el uso de una lengua natural, cuando decimos encima queremos decir seguramente algo diferente de debajo. A propósito, su dibujo muestra también que esta diferencia de significado se basa en la estructura de nuestro cuerpo en un espacio geoastronómico. Se puede ser radicalmente escépticos sobre la posibilidad de identificar universales del lenguaje, pero nos sentimos obligados a tomar en serio el grabado de Wilkins. Demuestra que en la interpretación de los términos sincategoremáticos debemos seguir ciertas «direcciones». Aunque el mundo fuera un laberinto, no podríamos atravesarlo sin respetar ciertos recorridos obligados. ¿Qué habría podido objetar Wilkins a las contraobjeciones de muchas teorías contemporáneas de la lectura como actividad deconstructiva? Probablemente habría dicho que, en el caso que él citaba (supongamos que la carta dijera: «Querido Amigo, en esta Cesta, que te lleva mi Esclavo, hay 30 Higos que te mando como Regalo»), el Amigo estaba seguro de que la Cesta mencionada en la Carta era la que llevaba el Esclavo, que el Esclavo era exactamente aquél a quien el Amo había dado la Cesta, y que había una Relación entre la Expresión 30 escrita en la Carta y el Número de Higos contenidos en la Cesta. Naturalmente sería fácil refutar la parábola de Wilkins. Es suficiente imaginar que alguien haya mandado realmente un esclavo con una cesta, pero que, por el camino, el esclavo original haya sido asesinado y sustituido por otro, de otro amo, y que también los treinta higos, como entidades individuales, hayan sido sustituidos por otros higos. Imaginemos, además, que el nuevo esclavo haya llevado la cesta a un destinatario distinto. Podemos suponer también que el nuevo destinatario no sepa de ningún amigo que cultive higos y los regale con tanta liberalidad. ¿Habría podido decidir aún el destinatario de qué estaba hablando la carta? Yo creo que todavía tenemos el derecho de considerar que la reacción del nuevo destinatario habría sido, más o menos, de este tipo: «Alguien, sabe Dios quién, me ha enviado una cantidad de higos que es inferior a la mencionada en la carta que la acompaña.» (Supongo también que el nuevo Destinatario, siendo un Amo, habrá castigado al Esclavo antes de intentar resolver el Enigma: también esto es un Problema Semiótica, pero atengámonos a nuestra Cuestión Principal.


) Lo que quiero decir es que, incluso separado de su emisor, de su indiscutible referente y de sus circunstancias de producción, ese mensaje hablaría aún de higos-en-una-cesta. Supongamos ahora (la imaginación narrativa no tiene límites) que no sólo el mensajero original hubiera sido asesinado, sino que sus asesinos se hubieran comido todos los higos, hubieran destruido la cesta, hubieran metido la carta en una botella y la hubieran tirado al Océano, de suerte que la encontrara, setenta años (más o menos) después de Wilkins, Robinson Crusoe. Ni cesta, ni esclavo, ni higos, sólo una carta. A pesar de ello, apuesto a que la primera reacción de Robinson habría sido: «¿Dónde diablos habrán ido aparar esos higos?» Sólo después de esta primera reacción instintiva, Robinson podría haber soñado con todos los higos posibles, con todos los esclavos posibles, con todos los emisores posibles, así como con la posible inexistencia de cualquier higo, esclavo o emisor, con los mecanismos de la mentira y con su desafortunada suerte de destinatario separado definitivamente de todo Significado Trascendental. ¿Dónde están esos higos? La carta dice que hay o había en alguna parte 30 frutos así y asá, al menos en la mente (o en el Mundo Posible Doxástico) de un presunto emisor de ese mensaje. Y aunque Robinson hubiera decidido que esos garabatos sobre un trozo de papel eran el resultado accidental de una erosión química, habría tenido ante sí sólo dos posibilidades: o pasarlos por alto como un acontecimiento material insignificante, o bien interpretarlos como si fueran las palabras de un texto escrito en una lengua conocida para él. Una vez tomada en consideración la segunda hipótesis, Robinson estaría obligado a concluir que la carta hablaba de higos, no de manzanas o unicornios. Ahora bien, supongamos que el mensaje de la botella lo encuentre un estudioso de lingüística, hermenéutica o semiótica. Este nuevo destinatario accidental (hombre de más letras que Robinson) podrá hacer gran cantidad de hipótesis mucho más sutiles, verbigracia: 1. El mensaje está cifrado, cesta está en lugar de «armada», higo en lugar de «1000 soldados» y regalo en lugar de «ayuda», con lo que el significado aludido por la carta es que el emisor está enviando una armada de 30 000 soldados en ayuda del destinatario. Pero también en este caso, los soldados mencionados (y ausentes) deberían ser 30 000 y no, digamos, 180; a menos que, para el código privado del emisor, un higo no equivalga a seis soldados. 2. Higos puede entenderse (al menos hoy) en sentido retórico (expresiones como me importa un higo,) y el mensaje podría tolerar otra interpretación. Pero también en este caso el destinatario debería contar con ciertas interpretaciones convencionales preestablecidas de higo que no son las previstas por, digamos, manzana o gato.

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