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Los dias de la Sombra – Liliana Bodoc

El tiempo no tiene una sino sus muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día. Digo esto porque habrá quienes quieran saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza conque Wilkilén desgranaba el maíz. Si me preguntan esto deberé responder que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña transcurrió apenas un instante. Dice el que cuenta que Misáianes, hijo de la Muerte, dispone de más tiempo que una montaña. Digo lo que es verdad. La rueda de Misáianes gira muy lentamente, como pausado late su corazón. Sucedió que, después de zarpar la flota que partía a conquistar las Tierras Fértiles, Misáianes quiso dormitar un momento. Bostezó un gran viento a favor de las velas de sus naves, y se acomodó en el hueco de su monte. Pero Misáianes apenas había alcanzado el sueño cuando el dormir se le pobló de presagios, de náuseas y de advertencias que lo obligaron a abrir los ojos. Frente a él había una comitiva de parientes asustados, que retrocedieron al verlo despertar. Ninguno de ellos quería ser el pregonero del fracaso. Ninguno quería anunciarle la derrota. No había, entre todos, quien se atreviera a decirle que Drimus se había quedado en las Tierras Fértiles, con algunos hombres y sus perros. Y que Leogrós había hecho el viaje de regreso para enfrentar su castigo. Misáianes tuvo que increparlos para que balbucearan la desgracia. Cuando escuchó y comprendió lo que había sucedido, el Odio Eterno se revolvió en su nicho de roca hasta abrirse la carne. Mientras esto ocurría, los husihuilkes volvieron a abrir surcos, pusieron semillas y levantaron una cosecha. La primera después del final de la guerra. Luego Misáianes rugió. Todos en sus dominios se protegieron la cabeza entre los brazos, y aun así cayeron vencidos por el dolor. Y mientras Misáianes rugía en la cima de un monte de las Tierras Antiguas, los husihuilkes de Los Confines vieron madurar la segunda cosecha.


Pero un día Misáianes se apaciguó. Comprendió lo que debía hacer. El hijo de la Muerte recuperaba la calma, y en el sur de la Tierra la tercera cosecha de zapallos recuperaba su dulzura. Cuando Misáianes ordenó que buscaran a su madre y la llevaran frente a él, la gente de Los Confines estaba cantando. Se pasaban de mano en mano los zapallos nuevos y apilaban los frutos del maíz en montones de abundancia. La madre acudió al llamado del hijo. Para entonces, los hombres del sur se preparaban para levantar la quinta cosecha, las luciérnagas habían perdido la cuenta de sus siglos, la montaña era casi la misma. Y Kuy-Kuyen se enojaba porque Wilkilén desgranaba el maíz fuera del cesto. Parte 1 La última historia de Vieja Kush Las dos hermanas desgranaban maíz para después moler harina. Estaban sentadas en el suelo, cada una con un cesto de mimbre rodeado por las piernas. Entre Kuy-Kuyen y su cesto se interponía un generoso vientre de madre. Entre Wilkilén y el suyo, la canción del Dañino Mosquito. —Sería mejor que ese mosquito zumbara menos y tú trabajaras con mayor cuidado —se enojó Kuy-Kuyen. Los granos de maíz que Wilkilén separaba del marlo, ayudada por un cuchillo de madera, se desparramaban por todo su alrededor cada vez que terminaba una estrofa y llegaba el momento de zumbar. Cuando el Dañino Mosquito abandonaba el pantano y volaba en nubes a las casas de los hombres para atacar a los niños dormidos, Wilkilén cerraba los ojos. Giraba la cabeza y zumbaba con expresión conmovida como si todos los niños husihuilkes, picados y llorosos, estuviesen frente a ella. Cuando los hombres encendían hogueras de hierbas agrias para que el humo espantara al Dañino Mosquito de regreso al bosque Wilkilén volvía a cerrar los ojos, a girar la cabeza y a zumbar; pero esta vez con expresión de alivio. Su trabajo empeoraba al final de cada estrofa porque Wilkilén, ensimismada en el zumbido, se distraía por completo. El resultado de sus estribillos era un desperdicio de alimentos. Wilkilén contaba ya doce temporadas de lluvias. Muy pronto, al decir de Vieja Kush, la luna entraría en su cuerpo. Entonces la niña perdería su extrema delgadez y tomaría formas redondeadas. Sin embargo su alma parecía empecinada en no crecer. Wilkilén reía y lloraba por pequeñeces. Siempre alborotadora, siempre hechizada por todo tal como en los lejanos tiempos de la guerra.

—Si continúas así no podremos encontrarte esposo —le dijo su hermana—. Ningún hombre querrá mujer tan delgada y que no sepa moler harina. Tener un esposo no era algo que inquietara a Wilkilén, de modo que comenzó a reír como si nada de lo que Kuy-Kuyen decía se refiriese a ella. —¿Y ahora de qué te ríes? —Del pobre hombre esposo —Wilkilén hablaba y mostraba la risa—. Del pobre hombre esposo que tiene una mujer tan delgada que no puede moler harina. Kuy-Kuyen se cansó de aparentar paciencia, y le habló con todo el enojo que sentía. —¡No escuchas lo que te digo! Juegas a la par de Shampalwe como si tuvieses cinco temporadas de lluvias. No pones empeño en los trabajos, no ayudas… Vieja Kush venía hacia ellas. Kuy-Kuyen bajó la cabeza y se calló. —¿Qué te ha enojado tanto, hija mía? —preguntó la anciana. —¡Mira este estropicio, abuela Kush! —respondió Kuy-Kuyen, señalando el desparramo que rodeaba a su hermana menor—. Yo la escucho, la veo… Y trato de enseñarle. —Eso está muy bien. Pero, tal vez, obtendrías mejores resultados si tus palabras buscaran la nariz de Wilkilén, y no sus oídos. Recuerda que el camino de la nariz va directo al alma. Vieja Kush se sentó dificultosamente entre las dos jóvenes. —Wilkilén, tú sabes que el alimento no debe malograrse. —Es que estaba zumbando —sus ojos ya estaban mojados. —Estuve oyendo ese lindo zumbido —volvió a decir su abuela—. Pero tal vez puedas hacer ambas cosas sin provocar enojos. Dime, Wilkilén, ¿tú cantas sin música? No comprendo por qué lo haces teniendo en tus manos tan buen instrumento. Dámelo. Kush tomó de las manos de Wilkilén el marlo a medio desgranar y el cuchillo. Entonces comenzó la canción del Dañino Mosquito raspando el maíz al ritmo de su canto. —¡Zumba y raspa! ¡Zumba y raspa! ¡Raspa siguiendo el compás! Zumba, raspa y mira con fijeza tu instrumento.

¿Lo entiendes? ¡No dejes de mirar tu instrumento! De ese modo tendrás música, y los granos caerán donde deben. La anciana comenzó a levantarse. El asunto estaba terminado. —Ahora recojan todo y entren a la casa. Pronto volverá a llover. Ya se nos acaban las lluvias, y esta noche quiero sacar una historia del cofre de la memoria. Será la última de esta temporada. Tal como Kush lo había anunciado la lluvia no tardó en volver. Y la noche con ella. Dentro de la casa, el fuego cumplía su oficio de caldeador y hermano que reúne. En el centro de un cuero blanquecino esperaba el cofre lleno de recuerdos. La familia entera ansiaba escuchar la última historia de aquella temporada de lluvias. Cucub y Kuy-Kuyen estaban sentados espalda contra espalda. Kuy-Kuyen sostenía en brazos al más pequeño de sus tres hijos. Los otros dos se recostaron sobre las piernas de Cucub. Del otro lado del fuego Vieja Kush terminaba de acomodar el cabello de Wilkilén. Y bastante alejado del resto, en cuclillas y contra un muro, Piukemán veía llegar por el cielo del oeste una hembra de plumaje plateado. —Si Kush dice que ha llegado el momento, yo giraré el cofre por los cuatro costados y lo dejaré dispuesto para el destino —ofreció Cucub.

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