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Lo que callan los muertos – Ana Lena Rivera

–¿Gracia San Sebastián? –preguntó una voz masculina de suave acento extranjero. –Sí, soy yo. –Me llamo Azim Martínez, del consulado español en Egipto. –Dígame –respondí con el corazón latiendo más deprisa. Mi madre llevaba cinco días recorriendo Egipto de vacaciones con unas amigas que, como ella, habían superado la edad de jubilarse. Dada la situación en la zona, mi hermana y yo no la habíamos animado a hacer el viaje, pero ella se había empeñado en ir. «Si no voy ahora –nos dijo muy seria–, es posible que no pueda ir nunca y yo no quiero morirme sin ver las pirámides. Papá murió sin conocerlas y a mí no me va a pasar lo mismo.» –Se trata de su madre. Ha tenido un accidente. –La voz de mi interlocutor me devolvió al presente. –¿Cómo está? –Está herida, consciente y estable. La han ingresado en el Centro Médico Internacional de El Cairo. Para obtener más detalles le voy a facilitar el contacto de los doctores que la atienden. No hablan español. A su madre le hemos asignado un intérprete que está con ella en todo momento. El equipo médico habla inglés y francés. ¿Necesita que la ayudemos con el idioma? No era necesario. Jorge y yo acabábamos de volver a España después de vivir diez años en Estados Unidos. Mi madre era una mezcla entre Phileas Fogg y señora de provincias anticuada. Tan pronto bajaba en abrigo de piel y tacones a comprar al Mercadona como se apuntaba a cualquier aventura que le resultara emocionante. Su único miedo era que le sucediera algo malo a nuestra familia. Según ella, llega una edad en la que no se teme nada más. Avisé a mi hermana, Bárbara, y conseguimos hablar con uno de los cirujanos en cuanto ella se identificó como cardióloga. Entre médicos, la conversación fue muy fácil: mi madre estaba en observación por si tenía conmoción cerebral y había que ponerle una prótesis en el hombro antes de trasladarla a España.


Estaba en un buen hospital y no era una operación de riesgo, salvo por los setenta y dos veranos que su hombro llevaba en este mundo. En cuanto colgamos, sonó mi teléfono. Número desconocido. –¿Gracia? ¿Gracia? ¿Eres tú? Soy Marita. No nos funcionan los móviles aquí –oí decir a voz en grito a una de las compañeras de viaje de mi madre, llorosa y asustada. –Marita, ¿qué ha ocurrido? ¿Estáis con mi madre? –Estamos en un hospital de El Cairo, te llamo desde el teléfono de la recepción. Adela está en observación y no nos dejan verla. Es un hospital buenísimo, pero no entendemos a nadie. Aquí no hablan español. A ella le han puesto un traductor. Encantadores los del consulado. ¡Y qué lujo hay en este hospital! Parece de película. ¡Qué disgusto, Gracia, qué disgusto! –¿Vosotras estáis todas bien? –Sí, nosotras sí. Yo no me subí a semejante cacharro, me daba miedo. Regina sí, pero cada una iba en el suyo, solo derrapó tu madre. Más de cuatro metros dando tumbos, Gracia, cuatro metros. –¿Cacharro? ¿Qué cacharro? ¿Qué es lo que ha pasado? –la interrogué, dándome cuenta de que no habíamos preguntado cómo había ocurrido el accidente. Había supuesto que había sido en el autobús que las llevaba de un lado al otro del país. –El quad ese del demonio, que ya les dije yo que no lo veía seguro. A mí no me dejaban subir sola porque no tengo carnet de conducir. Y tu madre, Gracia, dice que sí que lo tiene, pero ¿de qué le sirve? No lo ha usado en cuarenta años. –¿Un quad? ¿Se ha subido a un quad en Egipto? –Es que era una excursión opcional del circuito y como hacía tanto calor en El Cairo y ya habíamos ido al kanakili ese, el mercado, y nos habíamos gastado mucho dinero… –Marita empezó a darme unas explicaciones que yo no quería oír. –¿Vosotras no ibais a ver pirámides y a relajaros en un idílico crucero por el Nilo? ¿A quién se le ocurre subirse a un quad? Parecéis niñas. –Me salió una regañina tan absurda como improductiva–. ¿Cómo está? –Dicen que tiene el hombro muy mal y que la van a operar aquí.

Ay, Gracia, ¡tan lejos! El hospital es muy lujoso, muy bonito, todo de mármol. Y los médicos, encantadores. No les entendemos, pero son muy amables –insistió nerviosa Marita. Un año después, martes a mediodía, recordaba aquel susto mientras intentaba concentrarme en el nuevo caso de fraude que la Seguridad Social me había encargado investigar. Me estaba preguntando por el secreto de la larga vida y la asombrosa agilidad mental y tecnológica de don Marcelo Pravia, ciento doce años según su fecha de nacimiento y pensión de jubilación domiciliada en ING desde los noventa y nueve, cuando sonó mi móvil. Era mi madre. Segunda llamada de la mañana. A veces se le olvidaba que ya me había llamado, así que había puesto el teléfono en silencio. En mi vida anterior, mi madre nunca me llamaba durante mi horario laboral, bastante más extenso. En cambio, en mi nueva ocupación, no me tomaba tan en serio. Teníamos un código: si era algo relativo a su salud, dejaba un mensaje en el buzón y yo la llamaba en menos de cinco minutos. Solo si era por salud o si se quemaba la casa. Por nada más. Si hubiera cogido el móvil cada vez que alguien me llamaba «para charlar» no habría resuelto un solo expediente. Después de descubrir que don Marcelo no solo parecía tener los ciento doce años cumplidos y haberse sumado a la banca por internet cuando estaba cerca de los cien, sino que no había sido atendido por ningún médico de la sanidad pública en los últimos treinta y cuatro, entendí por qué me habían traspasado el caso. No había estado en ningún centro hospitalario, ni siquiera había ido a consulta con el médico de cabecera o a un rutinario análisis de sangre. El primer anciano al que la seguridad social española no le había extendido una receta en más de tres décadas. Todo indicaba que algún hijo o familiar aprovechado llevaba unos cuantos años cobrando una pensión de jubilación de forma fraudulenta. O iba a darle un buen disgusto al estafador o le iba a conseguir a don Marcelo una página entera de reconocimiento en el periódico local. Fuera lo que fuera, y la lógica decía que sería lo primero, resultaba un caso curioso. Cuando revisé el móvil ya había oscurecido y tenía cuatro llamadas perdidas de mi madre, dos de mi hermana y varios whatsapps que me dejaron confundida. «¿Ya has hablado con mamá? Qué fuerte lo de la Impugnada, el pobre Evaristo tiene un ataque de nervios.» Este era el primero de mi hermana. «Nena, por favor, llámame. Yo estoy bien y no se ha quemado la casa, pero tengo algo muy gordo que contarte.

» Mi madre. «Nena, voy a acompañar a Evaristo a su apartamento, que está el hombre muy nervioso y el caldo y la tila no lo han calmado mucho. Me llevo el móvil por si me llamas.» Otra vez mi madre. «Gracia, llama a mamá. La Impugnada se ha tirado por la ventana del patio.» Mi hermana ampliando detalles. «Evaristo está en shock. Mamá lo está atiborrando de caldo de pollo. Le he sugerido un copazo, pero mamá no ha querido darle el Carlos III de papá porque dice que debe de estar caducado. Le he dicho que el coñac no caduca, aunque yo creo que lo que pasa es que no quiere abrir la botella. Emoticonos guiñando el ojo. A lo mejor lo que necesita Evaristo son unos zapatos fucsias. Emoticonos sonriendo.» Esta era mi hermana yéndose por las ramas. Y así seguí la lista hasta los más recientes: «¿Estás currando o te has cogido la tarde libre y estás en pleno arrebato pasional?» Mi hermana, impaciente, poniéndose sarcástica.

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