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Lluvia fina – Luis Landero

Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos, y hasta de los dichos más triviales, sigan como en letargo durante muchos años, latiendo débilmente en un rincón de la memoria, esperando una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento, y a menudo con una elocuencia y un alcance significativo que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen. Ahí están, no hay más que verlos, llegan revestidos con extraños ropajes, al son de músicas exóticas, con trazas nunca vistas, y es que traen noticias, grandes y asombrosas noticias, de un pasado que acaso no existió jamás. Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia. Es como si en el largo exilio del olvido hubieran ahondado en sus mundos imaginarios, hurgado en sus entrañas, como el doctor Moreau con sus criaturas monstruosas, hasta sufrir una total, una fantástica metamorfosis. Y así, con su lúgubre cortejo de figuras grotescas, pero a la vez irresistiblemente seductoras, las palabras y relatos de ayer llegan a nosotros e imponen en nuestra conciencia la tiranía, la deliciosa tiranía, de sus nuevos significados y argumentos. ¡Ah!, y eso sin contar los gestos que usamos al hablar, la dimensión teatral de las palabras, y que a veces son más persuasivos que ellas mismas, y las sobreviven en la memoria, de modo que a menudo no sabemos con seguridad si estamos recordando las frases o más bien su puesta en escena, el repertorio de ademanes que las acompañaban, las sonrisas, las miradas, las manos, los hombros, las pausas, el secreto parloteo del silencio y del cuerpo. Son negras conjeturas que cruzan y agitan la mente de Aurora y ponen un nublado de cansancio en su rostro. Y es que lleva mucho tiempo, casi toda la vida, escuchando historias, confidencias, palabras y palabras dichas siempre en voz baja y en tono airado y dolorido. Son historias que suelen venir de muy atrás, que sucedieron en un tiempo remoto, ya casi legendario, pero que se mantienen tan pujantes y vivas como entonces, si es que no más. ¿Qué habrá en Aurora que despierta enseguida la confianza de la gente y las ganas de sincerarse con ella y de contarle fragmentos antológicos de su vida, secretos que acaso el narrador no ha revelado nunca a nadie? Pero a ella sí. A ella todos le cuentan, todos la quieren, todos le agradecen su comprensión, su manera tan dulce, tan consoladora de escuchar. Quizá sea un don innato y casi milagroso, porque quien la mira no puede dejar de sonreír, de dirigirse a ella para preguntarle cualquier minucia, cómo se llama, cuál es su signo del Zodíaco o su flor preferida, y por ese camino, todos acaban contándole sus pequeñas alegrías, sus logros, sus tropiezos, y finalmente sus grandes infortunios. «Así precisamente es como conocí a Gabriel», piensa. De eso hace ya casi veinte años. Se miraron fugazmente al cruzarse en una calle de lo más transitada, y Gabriel se detuvo con un repente de extrañeza, se acercó a ella sorteando a la gente y achicando los ojos como si descifrara algo borroso, le preguntó si no se conocían de antes, ella dijo que no, él se obstinó en que sí y empezó a poner caras memoriosas, seguro que se habían visto en otra parte, o a lo mejor en una vida anterior, o en algún sueño, los transeúntes culebreaban velozmente entre ellos, y luego ya se sabe, déjame adivinar o recordar tu nombre, qué lazo tan gracioso llevas en el pelo, de dónde eres, a qué te dedicas, ¿seguro que no nos conocemos de antes?, y esa misma tarde fueron a un café y Gabriel tomó la palabra y le habló por extenso de sí mismo, sus aficiones, sus manías, sus proyectos de futuro, y luego le contó un buen pedazo de su vida, y ella escuchaba sin el menor signo de fatiga, se alegraba o se afligía a su tiempo, siempre tan atenta al relato, tan entregada a las palabras y a las pausas, tan presta al asombro, tan dócil, tan acogedora. «Nunca, nunca he conocido a nadie tan…, cómo decir, tan especial y tan llena de encanto, tan dulce como tú», dijo al final Gabriel, para cerrar y celebrar el encuentro, y esas palabras fueron el anticipo de una declaración de amor. Luego la acompañó a casa y, como ella era tan buena confidente, por el camino le habló de la felicidad, su tema favorito, pues no en vano era profesor de filosofía y desde muy joven, casi de muchachito, había leído y pensado mucho sobre este asunto, y conocía bien los caminos que en cada época y en cada sociedad había elegido el ser humano para llegar a ser más o menos feliz. «Qué interesante», dijo Aurora, y ahí Gabriel se animó y dijo que él pensaba que la felicidad se aprende, y ese sería el primer oficio que tendríamos que aprender de niños, como también se ha de aprender a convivir con los contratiempos que nos manda el destino, y que la primera lección de todas consiste en aligerar el alma para poder flotar sobre la vida, y aquí onduló los dedos en el aire como si imitara el fluir del agua, sin que apenas nos hieran las aristas de la realidad, y sin que la adversidad o la fortuna, ni el tedioso discurrir de los días, ni la tentación mortal de anhelar lo imposible, ni el fatalismo, ni las sirenas de los placeres instantáneos, ni sobre todo el terror a la muerte, puedan precipitarnos en el fango de la frustración —y cada pocos pasos se detenía para recrearse en sus palabras y ver cómo ella las embellecía con su atención—, sino al contrario…, pero aquí detuvo su discurso, porque el asunto era demasiado complejo para despacharlo en pocas palabras, y quizá también porque ya habría ocasión —y se sonrojó al decirlo—, si a ella le parecía bien, de hablar con calma de estas cosas. Y como Aurora dio su conformidad, quedaron otras tardes, y así, poco a poco, él le fue proponiendo guiarla por el camino de la felicidad, y ella aceptó y lo siguió dócilmente, y los dos se internaron en el futuro como en un bosque encantado donde acechaban multitud de peligros, él delante, llevándola de la mano para protegerla de cualquier amenaza, como si fuese una niña o una criatura inerme, algo precioso y frágil que había que conducir con enorme cuidado, y de esta forma y paso a paso, he aquí que ya llevaban veinte años avanzando por aquel camino, pero sin llegar nunca a ninguna parte, cada vez más erráticos e incrédulos, y ya perdido definitivamente el norte de la felicidad. Para que luego digan que los relatos son inocentes y que a las palabras se las lleva el viento.


Y ese don innato lo ha tenido siempre. Todos los que tienen algo que contar, vienen a contárselo a ella. A lo mejor es por su aire apacible y un poco melancólico y por su manera de sonreír y de mirar. «Qué sonrisa tan triste y tan bonita tienes», «Qué expresión tan tierna hay en tu cara», «Qué gusto da mirarte», «Cuánto brillan tus ojos», le han dicho muchas veces. «Demasiadas, demasiadas veces», piensa, y entonces, con un temblorcito y un suspiro regresa de nuevo a la realidad. Está empezando a atardecer, y hace ya rato que se fueron los niños. Salieron en orden y enseguida a la desbandada, con sus gritos, con sus mochilas, con sus disfraces y máscaras de carnaval. Desde fuera del aula, por la ventana, le dijeron adiós, le hicieron morisquetas y burlas, y ella los siguió oyendo hasta que sus voces fueron solo un espejismo en la distancia. Y ahora ha pasado el tiempo y ella sigue allí, no sabe bien por qué. «¿No te vienes, Auri?», le ha preguntado una compañera, asomándose apenas al entreabierto de la puerta. Y ella ha contestado que sí, que dentro de un ratito se irá, que antes quiere dejar corregidos algunos ejercicios. Pero aún no se ha ido ni ha corregido nada. Ha ordenado las mesas y las sillas, ha recogido los dibujos, ha seleccionado algunos y los ha colgado en los paneles de corcho que ilustran las paredes. Huele a vainilla, a plastilina, a goma de borrar, a orines, a tinta de rotulador. Luego de repente se queda otra vez quieta, con los ojos perdidos en la luz declinante del día, como absorta en un pensamiento que revolotea por su mente sin dejarse atrapar. ¿Qué estaba pensando hace un momento que era tan importante y que ha olvidado de repente? ¡Ah, sí!, ya recuerda. Las historias que todo el mundo le contaba, eso es. Y el caso es que a ella nunca le importó escuchar a los demás, dejarlos que se desahogaran y aliviaran con la relación de los viejos recuerdos que los iban carcomiendo por dentro, porque es verdad que contra las pesadumbres ya irreparables del pasado no hay mejor elixir que exponerlas sin prisas ante un auditorio indulgente e incluso solidario —¡qué tendrá la narración que nos consuela tanto de las culpas y errores y de las muchas penas que los años van dejando a su paso! Así fue siempre, y siempre Aurora lo aceptó con gusto y sin reparos, pero últimamente están pasando cosas raras, porque cuando escucha, cuando interpreta su viejo papel de confidente sentimental, a veces de pronto se da cuenta de que su mente, como le ocurre ahora, está ya en otra parte, no fija en una idea sino dispersa en el mero vacío, y las palabras que le llegan a veces se transfiguran en un lenguaje extraño, en una bulla de crepitaciones, de pitidos de alarma, de chiflidos, de balbuceos, de palabras rotas, como las interferencias de esas emisoras de radio que transmiten desde lugares muy lejanos. Entonces se siente descorazonada, y siente que de algún punto recóndito de su conciencia viene como una invitación al fastidio, a la discrepancia, a una furia sorda que por momentos se hace incontenible. «¿Estaré volviéndome loca?», piensa. Y es que últimamente parece que todos se han puesto de acuerdo más que nunca para contarle sus pesares. La llaman por teléfono o le ponen wasaps y correos a casa, al colegio, cuando va por la calle, cuando está corrigiendo exámenes o leyendo una novela o viendo una película, o ayudando a Alicia en sus deberes, cuando empieza a dormirse tras una jornada agotadora. Todos los días a cualquier hora. Y eso sin contar a Gabriel, que no sabía hablar de otra cosa que de la fiesta que le iban a organizar a mamá por su ochenta cumpleaños. Y como cada cual, además de lo suyo, le cuenta también lo que dicen los otros, todas las versiones de todas las historias terminan confluyendo en Aurora.

Ella es en realidad la única dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, porque solo a ella le confían y le cuentan, con todo tipo de detalles, y sin vergüenza ni reparos, todos y cada uno de los implicados en esta historia que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha acabado en ruina y en desastre, como ya intuyó ella desde el primer momento

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