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Lector in fabula. La cooperacion interpret – Umberto Eco

Cuando en 1962 publiqué Obra abierta, me planteé el siguiente problema: ¿cómo una obra de arte podía postular, por un lado, una libre intervención interpretativa por parte de sus destinatarios y, por otro, exhibir unas características estructurales que estimulaban y al mismo tiempo regulaban el orden de sus interpretaciones? Como supe más tarde, ese tipo de estudio correspondía a la pragmática del texto o, al menos, a lo que en la actualidad se denomina pragmática del texto; abordaba un aspecto, el de la actividad cooperativa, en virtud de la cual el destinatario extrae del texto lo que el texto no dice (sino que presupone, promete, entraña e implica lógicamente), llena espacios vacíos, conecta lo que aparece en el texto con el tejido de la intertextualidad, de donde ese texto ha surgido y donde habrá de volcarse: movimientos cooperativos que, como más tarde ha mostrado Barthes, producen no sólo el placer, sino también, en casos privilegiados, el goce del texto. En realidad, no me interesaba tanto reflexionar sobre ese goce (ya implícito en la fenomenología de las experiencias de “apertura” que intentaba elaborar) como determinar qué aspecto del texto estimulaba y al mismo tiempo regulaba, la libertad interpretativa. Trataba de definir la forma o la estructura de la apertura. Aunque combinase el uso de conceptos semánticos e informacionales con procedimientos fenomenológicos y estuviese influido por la teoría de la interpretación procedente de la Estética de Luigi Pareyson, no disponía de los instrumentos adecuados para el análisis teórico de una estrategia textual. No tardé en descubrirlos: los encontré en el formalismo ruso, la lingüística estructural, las propuestas semióticas dé Jakobson, Barthes y otros; descubrimientos que dejaron sus huellas en las sucesivas ediciones de Obra abierta. Pero si el descubrimiento de los métodos estructurales me abría un camino, en cambio me cerraba otro. De hecho, en esa etapa del proceso estructuralista era dogma admitido que un texto debía estudiarse en su propia estructura objetiva, tal como ésta se manifestaba en su superficie significante. La intervención interpretativa del destinatario quedaba soslayada, cuando no lisa y llanamente eliminada como una impureza metodológica. A poco de publicarse la versión francesa de Obra abierta, en 1965, Claude Lévi-Strauss, en una entrevista concedida a Paolo Caruso [1] , afirmó: “Hay un libro muy notable de un compatriota suyo, Obra abierta, donde se defiende precisamente una fórmula que en modo alguno puedo aceptar. Lo que determina que una obra sea tal no es el hecho de ser abierta, sino el hecho de ser cerrada. Una obra es un objeto dotado de determinadas propiedades que el análisis debe especificar; un objeto que puede definirse completamente a partir de dichas propiedades. Así, pues, cuando Jakobson y yo intentamos realizar el análisis estructural de un soneto de Baudelaire, no lo tratamos, por cierto, como una obra abierta, donde cabría hallar todo lo que las épocas posteriores podrían haber introducido en él, sino como un objeto que, una vez creado por su autor, adquirió, por decirlo así, la rigidez de un cristal: nuestra función se limitaba a explicitar sus propiedades.” Este fragmento se presta a dos interpretaciones. Si Lévi-Strauss quería decir que no cabe afirmar que una obra contiene todo lo que eventualmente podría introducirse en ella, entonces es imposible estar en desacuerdo; yo mismo, en mi libro, no decía otra cosa. Pero si quiere decir que el contenido (incluso cuando se admite que éste sea único y que el autor lo haya definido de una vez para siempre) se manifiesta de modo definitivo en la superficie significante de la obra, así como el análisis manifiesta la estructura molecular de un cristal, aunque dicho análisis se realice mediante un ordenador, sin que el ojo del analista contribuya en modo alguno a la formación de esa estructura, entonces no estoy de acuerdo. Ni siquiera es necesario citar lo que Jakobson había escrito en 1958 sobre las funciones del lenguaje, para recordar que, incluso desde un punto de vista estructuralista, categorías como Emisor, Destinatario y Contexto eran indispensables para tratar el problema de la comunicación, incluso la estética. Bastará con encontrar argumentos en favor de nuestra posición precisamente en el estudio sobre Les chats, que mencionaba Lévi-Strauss, para comprender la función activa que desempeñaba el lector en la estrategia poética del soneto: Les chats ne figurent en nom dans le texte qu’une seule fois… Dès le troisième vers, les chats deviennent un sujet sous-entendu… remplacés par les pronoms anaphoriques ils, les, leurs…, etc. Pues bien: es imposible hablar de la función anafórica de una expresión sin invocar, si no a un lector empírico, al menos a un destinatario como elemento abstracto, aunque constitutivo del juego textual. En el mismo ensayo, dos páginas más adelante, se dice existe afinidad semántica entre el Erèbe y el horreur des ténèbres. Esta afinidad semántica no está en el texto como una parte explícita de su manifestación lingüística, sino que se la postula como el resultado de ciertas operaciones complejas de inferencia textual basadas sobre una competencia intertextual. Si tal era el tipo de asociación semántica que el poeta quería estimular, prever y activar, entonces esta cooperación por parte del lector formaba parte de la estrategia generativa que utilizó el autor. Según los autores del ensayo, el objetivo principal de dicha estrategia parecía ser el de provocar una respuesta imprecisa e indeterminada. A través de la asociación semántica ya citada, el texto asocia los gatos con los coursiers funèbres. Jakobson y Lévi-Strauss se preguntan: s’agit-il d’un désir frustré, ou d’une fausse reconnaissance? La signification de ce passage, sur la quelle les critiques se sont interrogés, reste à dessein ambigüe. No cabía esperar otra cosa, al menos de Jakobson.


Les chats es, pues, un texto que no sólo requiere la cooperación de su lector, sino que también quiere que dicho lector ensaye una serie de opciones interpretativas que, si no infinitas, son al menos indefinidas y que, en todo caso, son más de una. ¿Por qué no hablar entonces de “apertura”? Postular la cooperación del lector no significa contaminar el análisis estructural con elementos extratextuales. El lector, como principio activo de la interpretación, forma parte del marco generativo del propio texto. A lo sumo, sólo cabe una objeción a mi objeción a la objeción de Lévi-Strauss: si hasta las remisiones anafóricas postulan una cooperación por parte del lector, entonces ningún texto escapa a esta regla. Exactamente. Los textos que en aquel momento definía como “abiertos” son sólo el ejemplo más provocativo de explotación con fines estéticos de un principio que regula tanto la generación como la interpretación de todo tipo de texto. Evoco esta polémica para explicar por qué mi primer intento de pragmática textual no me condujo a ulteriores exploraciones En aquella época se trataba casi de hacerse perdonar la consideración del aspecto interpretativo. De modo que, cuando uno no quería traicionar sus intereses, intentaba al menos fundarlos sobre bases estructurales. Por esta razón, mis investigaciones ulteriores no se volcaron hacia la naturaleza de los textos y hacia el proceso de su interpretación, sino hacia la naturaleza de las convenciones semióticas, o sea, hacia la estructura de los códigos y hacia la estructura más general de los procesos comunicativos. Cuando vuelvo a considerar desde cierta distancia el trabajo realizado en los años que siguieron a Obra abierta, desde Apocalípticos e integrados hasta La estructura ausente y desde allí hasta el Tratado de semiótica general, pasando por Le forme del contenuto, me doy cuenta de que el problema de la interpretación, de sus libertades y de sus aberraciones ha estado siempre presente en mi discurso. La atención se había desplazado hacia la variedad de las competencias (códigos y subcódigos, diferencias entre los códigos de emisión y los códigos de recepción), y en el Tratado se consideraba la posibilidad de un modelo semántico en forma de enciclopedia que, dentro de un marco semántico, tuviese en cuenta las exigencias pragmáticas. Podría afirmarse (como he escrito en una ocasión) que todos los estudios que he realizado entre 1963 y 1975 apuntaban (si no exclusivamente, al menos en gran parte) a buscar los fundamentos semióticos de esa experiencia de “apertura” a la que me había referido en Obra abierta, pero cuyas reglas no había proporcionado. Por otra parte, considero que el mismo Modelo Q, propuesto tanto en Le forme del contenuto como en el Tratado —modelo rizomático y no jerarquizado en forma arborescente—, constituye una imagen de Sistema Semántico inestable elaborada precisamente para dar cuenta de la variabilidad de las interpretaciones de los mensajes, textos o discursos, según el término que se prefiera. Pero, sin duda, todas esas investigaciones insistían en la relación entre el usuario de un sistema semiótico y el código, o entre el código y el mensaje. La temática del texto, de su generación y de su interpretación, quedaba soslayada; aunque ciertos parágrafos del Tratado bosquejaban algunos instrumentos de análisis que de hecho retomo y desarrollo en el presente libro. Por ejemplo, el concepto de hipercodificación, del que ahora, como se verá, trato de sacar el mayor partido posible, integrándolo con el más reciente de frame o “cuadro”; después de haber comprobado que algunos lectores lo han interpretado precisamente en el sentido de una semiótica del texto. Esta larga introducción era necesaria para explicar por qué ahora reúno en un discurso orgánico una serie de estudios, escritos entre 1976 y 1978, sobre la mecánica de la cooperación interpretativa del texto. En la actualidad, las investigaciones de semiótica textual han alcanzado tal grado de difusión y refinamiento que sería arduo y reprobable arrojarse a ellas sólo para no sentirse rezagado. Pór eso, en estos estudios realizo un doble movimiento: por un lado, me conecto (como era inevitable si no quería resultar incoherente) con esas motivaciones “antiguas” a las que me refería, pero, por el otro, asumo como dado y conocido lo que en estos últimos diez años se ha dicho sobre el texto, y, a veces, intento avanzar un poco más: intento articular las semióticas textuales con la semántica de los términos y limito el objeto de mi interés sólo a los procesos de cooperación interpretativa, soslayando (o abordando y enfrentando sólo desde esta perspectiva) la temática generativa.

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