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La Torre Oscura – Stephen King

El padre Don Callahan había sido en otro tiempo el párroco de un pueblo, un pueblo llamado Salem’s Lot, borrado ya de cualquier mapa. A él eso le era indiferente. Conceptos como la realidad habían dejado de importarle. Este antiguo párroco sostenía ahora un objeto pagano en la mano: una tortuga tallada en marfil. El animal tenía una muesca en el pico y un rasguño en el caparazón, con forma de signo de interrogación. Pese a ello, era un objeto hermoso. Hermoso y poderoso. Callahan sentía su energía en la mano como si se tratase de una descarga voltaica. —¡Qué bonita es! —le susurró al muchacho que estaba con él—. Es la tortuga Maturin, ¿verdad? El muchacho era Jake Chambers y había dado un gran rodeo para regresar prácticamente al punto de partida: Manhattan. —No lo sé —respondió—. Ella la llama sköldpadda, y puede ayudarnos, pero no puede matar a los devastadores que nos están esperando allí. —Hizo un movimiento de cabeza en dirección al Dixie Pig, al tiempo que se preguntaba si se había referido a Susannah o a Mia al utilizar de forma deliberada el pronombre «ella». En el pasado habría considerado que no tenía importancia porque ambas mujeres estaban estrechamente unidas. Sin embargo, en la actualidad creía que sí importaba, o que importaría pronto. —¿Y usted? —preguntó Jake al padre, queriendo decir: «¿Aguantará? ¿Luchará? ¿Matará?». —Desde luego —respondió Callahan con tranquilidad. Se metió la tortuga de marfil de ojillos sabios y caparazón arañado en el bolsillo de la pechera, donde llevaba las balas de reserva para la pistola, luego le dio una palmadita al ingenioso objeto para asegurarse de que viajaba seguro—. Dispararé hasta que se agoten las balas, y si me quedo sin munición antes de que me maten, los aporrearé con… con la culata. La pausa fue tan breve que Jake ni siquiera se percató de ella. Sin embargo, durante ese silencio, el Blanco habló al padre Callahan. Se trataba de una fuerza que él conocía hacía tiempo, incluso desde niño, pese a haber experimentado unos años en los que le flaqueó la fe, años en que su entendimiento de esa fuerza elemental primero se había ido difuminando para acabar esfumándose por completo. No obstante, esos días habían pasado, el Blanco volvía a ser suyo, y dijo a Dios gracias. Jake estaba haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza, diciendo algo que Callahan apenas entendió. Y lo que Jake decía no importaba.


Lo que esa otra voz decía —la voz de algo («Gan») quizá demasiado imponente para ser llamado Dios— sí importaba. «El muchacho debe continuar —le dijo la voz—. Ocurra lo que ocurra aquí, sea como fuere, el muchacho debe continuar. Tu parte de la historia ha llegado casi a su fin. La de él no». Pasaron por delante de un cartel que había en un poste de acero inoxidable (CERRADO POR FUNCIÓN PRIVADA), el amigo especial de Jake, Acho, iba trotando entre ambos, con la cabeza elevada y el hocico coronado por una de sus habituales sonrisas que eran todo dientes. Al final de la escalera, Jake encontró la bolsa de cáñamo que Susannah-Mia había traído desde Calla Bryn Sturgis y cogió dos de los platos, los ‘Rizas. Los entrechocó, asintió con la cabeza al oír el sordo zumbido y luego dijo: —Veamos la suya. Callahan levantó la Ruger que Jake había traído desde Calla Nueva York para llevarla de vuelta al mismo sitio; la vida es una rueda y todos decimos gracias. Durante un instante, el padre tuvo el cañón de la Ruger a la altura de la mejilla, como un duelista. Entonces se palpó el bolsillo de la pechera, repleto de balas y donde estaba la tortuga, la sköldpadda. Jake asintió en silencio. —En cuanto entremos, permaneceremos juntos. Siempre juntos, con Acho entre ambos. A la de tres. Una vez que empecemos, no pararemos. —No pararemos. —Bien. ¿Está listo? —Sí. Que el amor de Dios esté contigo, muchacho. —Y con usted, padre. Uno… dos… tres. —Jake abrió la puerta y avanzaron juntos hacia la tenue luz y el sabroso y penetrante aroma a carne asada. DOS Jake se dirigió a lo que estaba seguro que sería su muerte al tiempo que recordaba dos cosas que Roland Deschain, su verdadero padre, había dicho. «Las batallas que duran cinco minutos propagan leyendas que perviven durante miles de años», y «No morirás necesariamente feliz cuando llegue tu hora, pero debes morir satisfecho, porque has vivido la vida desde el principio hasta el fin y el ka siempre es atendido».

Jake Chambers recorrió el Dixie Pig con la mirada y con las ideas claras. TRES Además, lo veía todo con una gran nitidez. Tenía los sentidos tan a flor de piel que podía oler no solo la carne asada, sino el romero con el que la habían adobado; podía oír no solo el ritmo tranquilo de su respiración, sino el murmullo de marea de su sangre, que ascendía hacia el cerebro por un lado del cuello y descendía hacia el corazón por el otro. También recordó a Roland diciendo que incluso la batalla más breve, desde el primer disparo hasta el último cuerpo caído, parecía larga a quienes tomaban parte en ella. El tiempo se volvía elástico; se estiraba hasta el punto de desaparecer. Jake había asentido como si lo entendiera, pero no lo entendió. Ahora sí lo entendía. Su primer pensamiento fue que eran demasiados; más que demasiados, muchísimos. Calculó que serían casi una centena, la mayoría, sin duda, de la clase a la que el padre Callahan llamaba «hampones». (Algunas eran hamponas, pero Jake no tenía duda de que la esencia era la misma). Diseminados entre ellos, todos menos fornidos que las yentes hamponas y algunos tan delgados como floretes de esgrima, con la piel cetrina y el cuerpo envuelto por auras de un tenue color azul, estaban los que debían de ser vampiros. Acho permanecía pegado a los talones de Jake, con su carita zorruna en tensión, emitiendo un gemido grave. Ese olor a asado que flotaba en el aire no era de carne de cerdo. CUATRO «Debemos dejar tres metros entre los dos siempre que podamos, padre», eso había dicho Jake en el exterior, e incluso cuando se acercaron al maître del atril, Callahan se desplazó hacia la derecha de Jake para la distancia requerida entre ambos. El muchacho también le había dicho que gritase lo más fuerte que pudiera y durante todo el tiempo que pudiera. Callahan estaba abriendo la boca para hacerlo cuando la voz del Blanco volvió a hablar en su interior. Solo pronunció una palabra, pero fue suficiente. «Sköldpadda», dijo. Callahan seguía con la Ruger levantada a la altura de la mejilla derecha. En ese momento metió la mano izquierda en el bolsillo de la pechera. La sensación que le provocó el panorama que tenía ante sus ojos no fue tan reveladora como la de su joven compañero, aunque vio bastante: las anaranjadas antorchas eléctricas de las paredes, las velas en todas las mesas, enclaustradas en unos recipientes de un naranja más chillón, tipo Halloween, y las impecables servilletas. En la parte izquierda del comedor había un tapiz donde se veía a unos caballeros y sus damas sentados a una mesa de banquete alargada. Daba la sensación —Callahan no estaba seguro de cuál era la razón, pues los distintos estímulos y revelaciones eran demasiado sutiles— de que los allí presentes se estuvieran reacomodando después de cierto revuelo: tras un pequeño incendio en la cocina, por ejemplo, o un accidente automovilístico en la calle. «O después de que una mujer haya tenido un niño —pensó Callahan al tiempo que acercaba la mano a la tortuga—. Eso siempre viene bien para hacer una pequeña pausa entre el aperitivo y los entrantes».

—¡Ahora! ¡Venga, ka-mais de Gilead! —gritó una voz exaltada y nerviosa. No era una voz humana, Callahan estaba casi seguro de ello. Zumbaba demasiado para ser humana. Callahan vio una especie de híbrido monstruoso entre pájaro y hombre que estaba de pie en el fondo de la habitación. Llevaba unos vaqueros de pierna recta y una camisa blanca sin estampados, pero la cabeza que emergía del cuello de aquella camisa estaba decorada con elegantes plumas de amarillo oscuro. Sus ojos eran como gotas de alquitrán líquido. —¡A por ellos! —gritó esa horrible y ridícula cosa, y apartó de golpe una servilleta. Debajo había una especie de arma. Callahan supuso que se trataba de una pistola, aunque parecía una de esas que se ven en Star Trek. ¿Cómo se llamaban? ¿Fasers? ¿Paralizadores? Daba igual. Callahan tenía un arma mucho mejor y quería asegurarse de que todos la vieran. Apartó las sillas y el recipiente de cristal con la vela de una de las mesas más cercanas, luego retiró el mantel como un mago haciendo un truco. Lo último que deseaba era tropezar con un trozo de tela en el momento crucial. Entonces, con una agilidad que le hubiera parecido increíble hacía tan solo una semana, se subió a una de las sillas y de allí a la mesa. En cuanto estuvo encima de la mesa, levantó la sköldpadda, con los dedos en el vientre terso de la tortuga, para que todos le echaran un buen vistazo. «Podría cantar algo con voz suave —pensó—. Tal vez “Moonlight Becomes You” o “I Left My Heart in San Francisco”». En ese momento llevaban exactamente treinta y cuatro segundos en el Dixie Pig. CINCO Los profesores de instituto que deben lidiar con un numeroso grupo de alumnos en una sala de estudio o en una reunión de clase dirán que los adolescentes, incluso cuando están recién duchados y peinados, apestan a las hormonas que sus cuerpos se afanan en fabricar. Cualquier grupo de personas en tensión emana un hedor similar, y Jake, con los sentidos despiertos en grado sumo, lo olió en aquel lugar. Cuando pasaron junto al maître del atril («Central del Chantaje», así le gustaba llamar a su padre a ese puesto de trabajo), el aroma de los comensales del Dixie Pig se disipaba, era el olor de las personas que volvían a la normalidad después de una especie de pelea. Sin embargo, cuando el ser que era medio pájaro gritó desde su alejado rincón, Jake captó el olor más intenso que desprendían los clientes. Era un aroma metálico, lo bastante parecido a la sangre como para estimular su genio y sus emociones. Sí, vio a Piolín retirar de golpe la servilleta de la mesa; sí, vio el arma que había debajo; sí, entendió que Callahan, subido a la mesa, era un blanco fácil. Eso preocupaba mucho menos a Jake que el arma con poder de movilización que era la boca de Piolín.

El muchacho estaba echando hacia atrás el brazo derecho con la intención de lanzar el primero de sus diecinueve platos y amputar la cabeza que albergaba aquella boca, cuando Callahan levantó la tortuga. «No funcionará, aquí no», pensó Jake, pero antes de que la idea hubiera alcanzado a formarse en su mente, entendió que sí estaba funcionando. Lo supo por el olor que emanaban los presentes. En él se palpaba la agresividad. Y los pocos que habían empezado a levantarse de su mesa —a los hampones se les agrandaba el orificio rojo de la frente, y a los vampiros se les retraía y se les intensificaba el aura azul— se volvieron a sentar de golpe, como si de pronto hubieran perdido el control de los músculos. —A por ellos, esos son los que Sayre… —Entonces Piolín dejó de hablar. Tocó la culata de su pistola de alta tecnología con la mano izquierda (si es que se podía llamar «mano» a esa espantosa garra) y luego la dejó caer. El brillo parecía haber abandonado sus ojos. —Esos son los que Sayre… Sa-Sa-Sayre… —Una nueva pausa. Después, ese ser con aspecto de pájaro dijo—: ¡Oh, sai!, ¿qué es esa hermosura que sostenéis? —Ya sabes lo que es —respondió Callahan. Jake se estaba moviendo y Callahan, pensando en lo que le había dicho el joven pistolero en el exterior («Asegúrese de que siempre que yo mire a la derecha pueda verle la cara»), bajó de la mesa para desplazarse junto a él, sin dejar de sostener la tortuga en alto. Prácticamente podía paladear el silencio de la habitación, pero… Pero había otra habitación. Se oían risas socarronas y gritos roncos, de juerga; se trataba de una fiesta, a juzgar por los ruidos, y cercana. A la izquierda, justo detrás del tapiz donde se veía a los caballeros y sus damas en un banquete. «Algo pasa ahí detrás —pensó Callahan—, y apuesto a que no se trata de la noche de la partida de póquer de Elk». Oyó la rápida y pesada respiración de Acho, que se colaba por su perpetua sonrisa: era un motorcillo perfecto. Oyó algo más: un traqueteo violento con el sonido de fondo de un tic-tac grave y acelerado. La combinación hizo que le rechinaran los dientes y se le puso la piel de gallina. Algo se ocultaba bajo las mesas. Acho fue el primero en ver a los insectos que avanzaban, y se quedó inmóvil como un perro de caza, con una pata levantada y el hocico apuntando hacia delante. Durante un instante, la única parte del cuerpo que movió fue la oscura y aterciopelada piel del morro: primero la arrugó para dejar a la vista las apretadas agujas que tenía por dientes, después la relajó para ocultar las fauces y por último volvió a arrugarla. Los bichos salieron. Fueran lo que fuesen, la tortuga Maturin levantada en la mano del padre no les afectaba. Un tipo obeso con esmoquin de solapas a cuadros escoceses habló con un hilo de voz, en tono casi interrogativo, a los seres con aspecto de pájaro: —No podían pasar más allá, Meiman, ni podían irse. Nos dijeron que… Acho salió a la carga, lanzando un gruñido a través de los dientes apretados.

Sin duda alguna era un sonido atípico en Acho, a Callahan le recordó a la onomatopeya de un bocadillo de cómic: «¡Arrggg!». —¡No! —gritó Jake, alarmado—. ¡Acho, no! Al oír el grito del muchacho, los chillidos y las risas que procedían de detrás del tapiz cesaron de forma abrupta, como si las yentes que estaban allí se hubieran dado cuenta de pronto de que algo había cambiado en la sala principal. Acho no escuchó el grito de Jake. Aplastó a tres bichos uno tras otro, el crujido de sus caparazones rotos retumbó con una asquerosa nitidez en el nuevo silencio. El brambo no hizo intento alguno de comérselos, sino que se limitó a lanzar al aire sus cadáveres, del tamaño de un ratón, con un golpe de cuello y las mandíbulas abiertas como en una sonrisa. Los demás bichos se retiraron y regresaron debajo de las mesas. «Nació para esto —se dijo Callahan—. Puede que todos los brambos nacieran hace tiempo para esto mismo. Nacieron para esto al igual que un terrier nace para…». Un grito ronco procedente de detrás del tapiz interrumpió esos pensamientos:

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